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Por alguna extraña razón, su padre se había hospedado allí, no en los hoteles más próximos a las ruinas.

Tal vez para sentirse menos solo.

Sólo tuvo que preguntar una vez por el Hotel Xibalba. La orientaron hacia la calle Merle Greene y desembocó en ella con mayor rapidez de la esperada. La Colonia de La Cañada era la primera con la que el viajero se encontraba por carretera llegando desde Villahermosa. Era un hotel muy sencillo, discreto, propio de su padre. No porque no pudiera pagar uno mejor o más lujoso, sino porque los prefería siempre a los hoteles mastodontes e impersonales. El Xibalba contaba únicamente con catorce habitaciones. Flanqueado por árboles, macetas de plantas exuberantes a lo largo de la breve fachada, y con un medio techo inclinado de pizarra rojiza, ofrecía calor y confort. El lugar ideal para que un arqueólogo y científico se refugiara por las noches tras pasar los días en las ruinas ancestrales de una de las ciudades más mágicas y misteriosas de la Tierra.

Cuando se detuvo frente al mostrador de recepción, ya sabían quién era. La esperaban. Fue como si sonara un toque de alarma. Unos salieron a observarla. Otros a atenderla.

La embajada de España en México funcionaba de manera eficaz.

– ¿Desea otra habitación? -le preguntó la directora, quizá también la propietaria del centro, en persona, tras ser avisada por el recepcionista y después de las pequeñas salutaciones de rigor.

– No, la de mi padre. ¿Sus cosas siguen ahí?

– Tenía pagada esta semana y también la próxima, aunque no hubiéramos tocada nada, por supuesto. Con gusto haremos lo que podamos para que su estadía aquí sea agradable, señorita. Sin cargo alguno, por supuesto.

– ¿Mi padre renovaba el alquiler de la habitación semanalmente?

– Quincenalmente -la informó la mujer.

– Gracias.

No quería interrogarlos nada más llegar. Demasiado cansancio. Demasiado sueño. Demasiados pensamientos embotándole la razón. Tomó la llave y un cortés muchacho asió la bolsa de viaje. No parecía un mozo. El hotel era muy pequeño y discreto para tenerlo. Tal vez uno de los hijos de la propietaria o directora, quizá un empleado del bar o el comedor. Le dijo que se llamaba Tadeo y la acompañó hasta la habitación, la más alejada y apartada. El calor era menos sofocante que en Villahermosa, y la humedad mucho más relativa. Aun así sudaba.

Y más al abrirse la puerta.

El último espacio conocido habitado por su padre.

– Puedes irte -le pidió a Tadeo. Aceptó la propina y se retiró sin decirle nada, dejándola sola.

Joa se quedó quieta en el umbral, absorbiendo aquella primera imagen.

Salvo la cama, que estaba hecha, y el armario, arreglado, el resto era un pandemonio de fotografías, mapas, libros y objetos propios del trabajo de Julián Mir. Si alguien había registrado también aquello, no le había sido necesario disimularlo.

Vio el móvil en la mesita, apagado. Y no sabía su contraseña.

Ni siquiera supo por dónde empezar.

Así que se sentó en la cama, sin tocar nada, testigo de aquel silencio opresor.

Aquello le imponía tanto respeto…

Tardó en reaccionar. Oscurecía rápido y necesitaba descansar cuanto antes. Lo primero, ir al baño, cumplir con sus necesidades fisiológicas. Lo segundo, lavarse la cara, sentir el frescor del agua en la piel. Lo tercero, mirarse al espejo y jurarse fortaleza. No llorar.

Cuando salió del cuarto de baño y se enfrentó al abismo, se dirigió al armario. Examinó la escasa ropa con cuidado, sin encontrar nada en los bolsillos. Después abrió la caja de seguridad sin problema. Conocía la clave de su padre por otros viajes hechos con él, compuesta por cuatro números sin ninguna relación con fechas de nacimiento o efemérides especiales. En el interior encontró el pasaporte y apenas dos mil euros y mil dólares en metálico. Ningún billete de avión. Ninguna pista. Pasara lo que pasara, si su padre le había dejado algo, no se encontraba allí.

«Lo evidente es lo que menos se ve», solía decirle.

Fue a la mesa. Examinó sus papeles. Palenque, Palenque, Palenque. Nada más. Planos y fotos de todos los templos del conjunto histórico, el del Conde, el de la Cruz, el de la Cruz Foliada, el del Sol, los numerados del X al XXVI, aunque faltaban el XIV, el XV, el XVI y el XVIII en la numeración establecida por los arqueólogos, y por supuesto el más famoso de todos, el de las Inscripciones, con la Tumba de Pakal y su inmensa lápida. Precisamente la lápida aparecía dibujada por su propio padre con minuciosidad.

Todas las anotaciones hacían referencia a los diversos grupos estructurales: el del Bosque Azul, el Encantado, el Galindo, el Norte, el Encantado Sur, el A, E, H y J, con el Juego de Pelota y el Palacio como remate. Por entre ellos, vio los puntos donde se excavaban las nuevas tumbas encontradas en los últimos años y también los lugares que servían de acceso desde el exterior a los templos más importantes, siempre con el de las Inscripciones como bandera. Aquella misteriosa tumba, la gigantesca lápida que sólo pudo haber sido colocada antes de construirse el templo, porque el acceso apenas si permitía el paso a una persona.

La leyenda de que Pakal era en realidad un astronauta…

Estudió algunas de las anotaciones, buscando claves, pistas, mensajes, algún truco que detectara su instinto. Si su padre había muerto de improviso, lo raro era que su cuerpo no apareciera, así que tenía que estar vivo. Si se había vuelto loco o había sufrido una repentina e inaudita pérdida de memoria, tal vez vagara por cualquier parte, aunque lo raro en tal caso era que tras tantos días nadie lo hubiera encontrado. Si se lo habían llevado, era lógico que no hubiera tenido tiempo de hacer nada. Pero en caso contrario…

– Vamos, papá, vamos…

Escrutó los documentos de su padre, una y otra vez, papel a papel. Lo único que echaba de menos era el diario, la libreta en la que solía anotarlo todo, o casi todo. No era tan estúpido como para poner determinadas cosas con pelos y señales. Era precavido. Esas libretas sí estaban en clave, y la conocía él y sólo él, aunque ella jugaba a descifrarlas y casi siempre lo conseguía.

Nadie más.

Acabó rendida, tanto que ni siquiera salió de la habitación para ir a cenar.

No supo cómo acabó tendida en la cama, vestida, ni cuándo ni cómo cerró los ojos.

Tampoco supo de qué forma pudo dormir diez horas seguidas.

8

A1 despertar, lo primero que notó fue el crujir de su estómago. Se quedó en cama unos minutos, la misma cama en la que había dormido su padre hasta su misteriosa desaparición, despejando la mente, aclarando ideas, ordenando los acontecimientos y tratando de verse a sí misma a lo largo del día. Cuando la azotó un segundo crujido estomacal se incorporó, se metió en la ducha y se vistió de la forma más cómoda posible para desayunar algo.

Su presencia en el comedor del hotel no pasó inadvertida. Para los clientes, turistas ávidos de cultura e historia por el lugar en que se encontraban, era una más. Para el personal del Xibalba no. La atendieron rápidamente y con mimo, expectantes, incluso con una atención por encima de la habitual, superando la eterna y exquisita cortesía clásica en la mayoría de los países latinoamericanos. Le preguntaron cómo había dormido, cómo se encontraba y le reiteraron que, cuanto quisiera, sólo tenía que pedirlo.

Luego la dejaron tranquila.

Desayunó.

Y por supuesto no fue casual que justo al sorber la última gota de su café, apareciera él.

Era un hombre de algo más que mediana edad, cincuenta y muchos años, no muy alto, relativamente orondo,

hebras de plata en la cabeza y bastón con empuñadura de verdadera plata en la mano, aunque no daba la impresión de tener ninguna dificultad para caminar. La sotabarba sí era generosa, y las bolsas bajo los ojos, perspicaces, vivos. Vestía con corrección, incluso con exceso de elegancia dada la temperatura, porque llevaba una chaqueta de lino por encima de su camisa abotonada hasta el cuello.