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– Entonces, ¿aceptará mi caso? -preguntó Zorah después de unos instantes.

– Tal vez -contestó él con precaución, a pesar de sentir cómo crecía en su interior la emoción del reto, un aliento de peligro que debía admitir como excitante-. Me ha convencido de que quizá tuvo un motivo para hacerlo, pero aún no de que lo hiciera. -Se aclaró la voz. Debía mostrarse sereno-. ¿Qué pruebas tiene de que, en efecto, Friedrich tenía la intención de regresar, a pesar incluso de la maquinación de la reina Ulrike para que abandonara a Gisela?

Ella se mordió el labio. La rabia asomaba en su rostro, luego brotó una sonrisa.

– Ninguna -admitió-. Pero Rolf Lansdorff estuvo allí aquel mes, en casa de los Wellborough, y a menudo hablaba con Friedrich. Es bastante razonable suponer que se lo propuso. Nunca podremos saber qué habría respondido Friedrich de haber vivido. Está muerto… ¿No le basta con eso?

– Para sospechar, sí. -También él se inclinó hacia delante-. Pero eso no es una prueba. ¿Quién más estaba allí? ¿Qué sucedió? Deme detalles, pruebas, no sensaciones.

Zorah lo miró un instante de un modo desapasionado.

– ¿Quién estaba allí? -Enarcó un poco las cejas-. Estábamos a finales de primavera. Había una fiesta en la casa de campo de lord y lady Wellborough. -Torció la boca en una sonrisa irónica y divertida-. No son sospechosos. Lord Wellborough fabrica armas y comercia con ellas. La guerra, cualquier guerra que no fuera en Inglaterra, le sería del todo conveniente.

Rathbone se estremeció.

– Me ha pedido realismo -señaló ella-. ¿O entra eso dentro de la categoría de las sensaciones? Parece usted conmovido, sir Oliver. -Esta vez sus ojos mostraban una descarada diversión.

No estaba dispuesto a expresarle la repugnancia que sentía. Wellborough era inglés. Rathbone se avergonzaba profundamente de que un inglés se alegrara de sacar beneficio de la matanza de personas siempre que no le afectaran directamente. Existían toda clase de complicados argumentos que hablaban de necesidad, fatalidad, elección y libertad. Aún así, beneficiarse de aquello le parecía repulsivo. Pero no podía decírselo a esa extraordinaria mujer.

– Representaba el papel del jurado -dijo con serenidad-. Ahora vuelvo a ser consejero. Continúe con la lista de invitados, si tiene la bondad.

Zorah se relajó.

– Por supuesto. Estaba Rolf Lansdorff, como le he dicho antes. Es el hermano de la reina, y tiene un inmenso poder. Siente un considerable desprecio por el príncipe Waldo. Piensa que es débil y habría preferido que Friedrich regresara; sin Gisela, por supuesto. Aunque no estoy segura de que piense así por propia voluntad o porque tiene en cuenta que Ulrike no lo permitiría; a fin de cuentas, es ella la que lleva la corona, no él.

– ¿Y el rey?

Ahora su sonrisa era genuinamente divertida, cercana a la risa.

– Creo que hace mucho tiempo, sir Oliver, que el rey no se opone a los deseos de la reina. Ella es más inteligente que él, pero él es lo bastante inteligente como para ser consciente de ello. Y en la actualidad está demasiado enfermo para luchar a favor o en contra de nada. Lo que quiero decir es que Rolf no es de la realeza. Y, aunque está muy cerca, hay una enorme diferencia entre una cabeza coronada y una que no lo está. Cuando exista la suficiente voluntad y se llegue a la lucha, Ulrike ganará; Rolf es demasiado orgulloso como para dar comienzo a una batalla que acabará perdiendo.

– ¿Tanto odia la reina a Gisela? -A Rathbone le costaba imaginarlo. Algo muy hondo debía existir entre las dos mujeres para que una odiara a la otra lo suficiente como para negarle el regreso, aunque eso significase la posible victoria de los partidarios de la independencia.

– Sí, la odia -respondió Zorah-. Pero creo que no lo comprende usted bien, al menos no del todo. La reina cree que Gisela no se uniría a la causa. No es tonta, ni una mujer que anteponga los sentimientos personales, sean cuales sean, al deber. Creí haberlo explicado ya. ¿Duda de mí?

El se movió un poco en el asiento.

– Sólo creo las cosas de manera provisional, señora. Parecía una contradicción. No obstante, continúe. ¿Quién más estaba allí, aparte del príncipe Friedrich y la princesa Gisela, el conde Lansdorff y, por supuesto, usted?

– El conde Klaus von Seidlitz acudió con su esposa, Evelyn -continuó.

– ¿Cuál es su postura política?

– Estaba en contra del regreso de Friedrich. Creo que no se ha pronunciado en cuanto a la unificación, pero no creía que Friedrich pudiera retomar la sucesión sin causar grandes revueltas y, tal vez, incluso la división civil, lo cual sólo podría beneficiar a nuestros enemigos.

– ¿Y tenía razón? ¿Podría desencadenarse una guerra civil?

– ¿Más armas para lord Wellborough? -replicó Zorah con rapidez-. No lo sé. Creo que el resultado más probable habría sido la desunión interna y la indecisión.

– ¿Y su esposa? ¿A quién le es leal?

– Sólo a la buena vida.

Era un juicio severo, y la expresión de su rostro no lo suavizó.

– Comprendo. ¿Quién más?

– La baronesa Brigitte von Arlsbach, a quien la reina había escogido en un principio como esposa para Friedrich antes de que renunciara a todo por Gisela.

– ¿Lo amaba?

Una curiosa expresión se dibujó en la cara de Zorah.

– Nunca pensé que le amara, aunque tampoco se ha casado nunca.

– Y si él hubiese dejado a Gisela, ¿podría haber acabado casándose con ella y convirtiéndola en reina?

De nuevo, la idea parecía divertirla, sin embargo aquella risa mostraba la conciencia del dolor.

– Sí. Supongo que es lo que habría sucedido de haber seguido con vida y regresado a casa, y si Brigitte hubiese sentido la llamada del deber. Y tal vez la hubiese sentido, para fortalecer el trono. Aunque quizá él habría juzgado conveniente desposarse con una mujer más joven para tener un heredero. El trono debe tener un heredero. Brigitte está más cerca de los cuarenta que de los treinta. Muy mayor para un primer hijo. Pero es muy popular en el país, la gente la admira.

– ¿Friedrich no tuvo hijos con Gisela?

– No. Y tampoco Waldo.

– ¿Waldo está casado?

– Oh, sí, con la princesa Gertrudis. Me gustaría decir que me desagrada, pero no puedo. -Dejó escapar una risa burlona-. Reúne todo lo que creo detestar y encuentro inexcusablemente tedioso. Es hogareña, obediente, de buen carácter, viste con corrección, es agraciada y cortés con todo el mundo. Siempre parece tener algo adecuado que decir; y lo dice.

A Rathbone, aquello le hizo gracia.

– ¿Y eso le parece tedioso?

– Increíblemente. Pregunte a cualquier mujer, sir Oliver. Si es sincera, le dirá que semejante criatura es una ofensa a nuestra común naturaleza.

Rathbone pensó de inmediato en Hester Latterly; independiente, de opiniones firmes, arbitraria, de mal carácter cuando percibía estupidez, crueldad, cobardía o hipocresía. No se la imaginaba obedeciendo a nadie. Debió ser una pesadilla para el ejército cuando trabajó en sus hospitales. De todos modos, sonrió sin poder evitarlo al pensar en ella. Habría estado de acuerdo con Zorah.

– Ha recordado a alguien a quien aprecia -Zorah interrumpió sus pensamientos y de nuevo Rathbone sintió cómo se le subían los colores.

– Dígame por qué le gusta Gertrudis a pesar de todo -dijo un tanto irritado.

Zorah rió encantada al constatar su apuro.

– Porque tiene un maravilloso sentido del humor -respondió-. Tan simple como eso. Y es muy difícil que no te guste alguien a quien le gustas y que es consciente del absurdo de la vida y, aun así, la disfruta.