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Se vio obligado a estar de acuerdo con ella, a pesar de que hubiese preferido que no fuera así. Era incómodo; le desconcertaba. Retomó de forma brusca su anterior pregunta.

– ¿Qué desea Brigitte? ¿Tiene lealtades, deseos de independencia o unificación? ¿Quiere ser reina? ¿O es ésa una pregunta estúpida?

– No, en absoluto. No creo que desee ser reina, pero lo haría si fuese su deber -contestó Zorah, cualquier rastro de sonrisa desapareció de su semblante-. Públicamente, le habría gustado que Friedrich regresara y dirigiera la lucha por la independencia. Personalmente, creo que hubiese preferido que continuara en el exilio. De ese modo no habría tenido que cargar con el peso de la humillación de casarse con él si el país lo hubiese deseado.

– ¿Humillación? -El comentario era incomprensible-. ¿Cómo puede ser una humillación casarse con un rey porque el pueblo te tiene en gran estima?

– Muy sencillo repuso Zorah de forma cortante, con un hiriente desdén en la mirada-. Ninguna mujer que se precie se casaría por propia voluntad con un hombre que ha sacrificado en público un trono y un país por otra persona. ¿Querría usted casarse con una mujer protagonista de una de las grandes historias de amor de todos los tiempos, cuando usted no es el galán?

Se sintió estúpido. Su falta de percepción se le presentó ante los ojos como un abismo. Un hombre desearía poder, un cargo, reconocimiento público. Debería haber sabido que una mujer desearía amor y que, en caso de no poder obtenerlo de verdad, querría al menos ilusión. No conocía bien a muchas mujeres, pero creía saber algo de ellas. Había llevado bastantes casos que concernían a mujeres en su faceta más perversa o vulnerable, inteligente, ciega o increíblemente estúpida. Y, con todo, Hester aún lo confundía… en ocasiones.

– ¿Puede imaginar que alguien le haga el amor por obligación? -Zorah continuaba sin compasión-. ¡Me daría asco! Sería como acostarse con un cadáver.

– ¡Por favor! -protestó él con vehemencia. En un instante su percepción era delicada como un aleteo de mariposa y al instante siguiente decía algo tan crudo que resultaba nauseabundo. Le hacía sentirse muy incómodo-. Ya he comprendido su argumento, señora. No hace falta que lo ilustre. -Moderó el tono de su voz y lo controló con dificultad. No debía permitir que viera lo mucho que lo turbaba-. ¿Son ésas todas las personas que estaban presentes en la desafortunada reunión?

Zorah suspiró.

– No. Stephan von Emden también asistió. Pertenece a una familia de rancio abolengo. Y también Florent Barberini. Su madre está emparentada lejanamente con el rey, y su padre es veneciano. No hace falta que me pregunte lo que piensan, porque no lo sé. Pero Stephan es un gran amigo mío y le ayudará en el caso. Ya me lo ha prometido.

– ¡Bien! -Exclamó Rathbone-. Porque, créame, ¡necesitará todos los amigos y toda la ayuda que pueda conseguir!

Zorah se percató de que lo había molestado.

– Lo siento -dijo con gravedad, de pronto su mirada era suave y arrepentida-. He hablado con demasiada franqueza, ¿verdad? Sólo quería que lo comprendiera. No, no es verdad. -Soltó un pequeño bufido de cólera-. Me enfurece lo que le harían a Brigitte, y quiero que deje usted a un lado su complacencia masculina y lo entienda. Usted me gusta, sir Oliver. Tiene aplomo, cierta frialdad británica que resulta muy atractiva. -De pronto, le sonrió.

Rathbone renegó entre dientes. Detestaba la adulación descarada, y mucho más el intenso estado de placer que le provocaba.

– ¿Desea saber qué sucedió? -continuó ella imperturbable, reclinándose un poco en la silla-. Habían pasado tres días desde que llegó la última persona. Estábamos montando a caballo, por lugares más bien escabrosos, debo añadir. Cruzamos los campos y saltamos bastantes setos al galope. El caballo de Friedrich cayó y él salió disparado. -Una sombra de inquietud le cubrió el rostro-. Tuvo una mala caída. El caballo logró ponerse de nuevo en pie y la pierna de Friedrich quedó atrapada en el estribo. Fue arrastrado varios metros antes de que pudiéramos detener al caballo y liberarlo.

– ¿Gisela estaba allí? -interrumpió el abogado.

– No. No monta si puede evitarlo, y en cualquier caso sólo al paso, en desfiles o parques de moda. Es mujer de arte y artificio, no de naturaleza. Todos sus anhelos tienen un muy serio propósito y son siempre sociales, no físicos. -Si intentaba que su voz no mostrara desprecio, no lo consiguió en absoluto.

– ¿De modo que no es posible que provocara el accidente?

– No. Por lo que yo sé, fue una verdadera desgracia y nadie lo provocó.

– ¿Llevaron a Friedrich a la casa?

– Sí. Parecía lo único que podíamos hacer.

– ¿Estaba consciente?

– Sí. ¿Por qué?

– No se me ocurre ninguna razón. Debía de, sufrir mucho.

– Sí. -Su rostro reflejaba una inconfundible admiración-. Puede que Friedrich fuera necio en algunas cosas, pero nunca le faltó valentía física. Lo soportó muy bien.

– ¿Llamaron a un médico de inmediato?

– Naturalmente. Antes de que me lo pregunte le diré que Gisela estaba destrozada. -Sus labios esbozaron una leve sonrisa-. No se apartó de su lado. Pero eso no es de extrañar. Casi nunca se separaban. Desde luego, no se puede decir que no fuera la más diligente y atenta de las enfermeras.

Rathbone le devolvió la sonrisa.

– En fin, si usted no puede decirlo, dudo que nadie más lo haga.

Zorah levantó un dedo con delicadeza.

– Touché, sir Oliver

– ¿Y cómo lo mató?

– Veneno, claro. -Enarcó las cejas sorprendida de que hubiese necesitado preguntarlo-. ¿Qué imaginaba? ¿Que creía, que robó una pistola de la armería y le disparó? No habría sabido cómo cargarla. Apenas sabría con qué extremo apuntar. -De nuevo apareció el desprecio-. Y puede que el doctor Gallagher sea un necio, pero no tanto como para pasar por alto una herida de bala en el cadáver de alguien que se supone que ha muerto por accidente de equitación.

– No sería la primera vez que los médicos pasan por alto un hueso roto en el cuello -dijo Rathbone para justificarse-. O una asfixia, si la persona ya estaba enferma y de todos modos no esperaban que se recuperase.

Ella compuso una extraña expresión.

– Seguro que sí. Aunque no logro imaginar a Gisela asfixiándolo y, desde luego, no sabría cómo romperle un hueso del cuello. Suena a truco de asesino.

– ¿Así que deduce que lo envenenó? -apuntó Rathbone con calma, sin comentar nada acerca de cómo podría ella saber algo referente a asesinos.

Zorah permaneció inmóvil, mirándolo con ojos resueltos y brillantes.

– Demasiado perceptivo, sir Oliver -concedió ella con un gesto de dolor-. Sí, lo deduzco. No tengo pruebas. De tenerlas, no la habría acusado en público, me habría limitado a ir a la policía. Habría sido acusada y todo esto no hubiera sido necesario.

– ¿Y por qué ahora lo es? -preguntó Rathbone sin rodeos.

– ¿Para hacer justicia? -Inclinó un poco la cabeza. No había duda de que se trataba de una pregunta.

– No -respondió él.

– Entonces, ¿no cree que lo haga por amor a la justicia?

– No lo creo.

Zorah suspiró.

– Tiene mucha razón. De ser así, dejaría que Dios o el diablo se ocuparan de ello llegado el momento.

– ¿Por qué entonces, señora? -la presionó-. Al hacerlo corre usted un gran riesgo. Si no puede defender su afirmación, quedará arruinada, no sólo económica sino también socialmente. Puede incluso que deba enfrentarse a una acusación penal. Se trata de una calumnia muy grave y la ha hecho pública.

– Bueno, ¡no tenía mucho sentido hacerla en privado! -espetó ella con los ojos bien abiertos.

– ¿Y qué sentido tiene haberlo hecho?