Выбрать главу

– Obligarla a que se defienda, claro. ¿No resulta evidente?

– Pero es usted la que debe defenderse. La acusada es usted.

– Ante la ley, sí. Pero yo la he acusado y, para quedar como inocente frente al mundo, deberá probar que soy una embustera. -Su expresión sugería que su acto había sido de lo más razonable, lo que todo el mundo debería comprender sin dificultad.

– No tiene por qué -la contradijo Rathbone-. Gisela sólo ha de demostrar que usted dijo todo eso y que la ha perjudicado. Si usted deja algún cabo suelto, el caso lo ganará ella. No tiene por qué probar que es falso.

– No según la ley, sir Oliver, pero por supuesto sí ante el mundo. ¿La imagina a ella, o a cualquiera, saliendo del tribunal con la cuestión aún sin resolver?

– Confieso que es poco probable, aunque sí posible. Sin embargo, con toda certeza se defenderá atacándola, acusándola, en primer lugar, de tener motivos personales para haberla calumniado -la previno-. Debe estar preparada para una desagradable batalla que será tan personal para usted como usted ha hecho que lo sea para ella. ¿Está dispuesta a eso?

Zorah respiró hondo e irguió sus delgados hombros.

– Sí, lo estoy.

– ¿Por qué hace todo esto, condesa? -Tenía que preguntarlo. Era extraño y peligroso. Zorah tenía un rostro insólito y temerario, pero no era necia. Tal vez no conocía la ley, pero desde luego sabía cómo funcionaba el mundo.

De pronto, adoptó un semblante muy serio, sin rastro alguno de humor o de afán de discutir.

– Porque ha utilizado a un hombre hasta destruirlo, y ese hombre, a pesar de su locura y sus excesos, debería haber sido nuestro rey. No permitiré que el mundo la considere una amante esposa cuando es una mujer ambiciosa y egoísta que se quiere a sí misma más que a nadie o a nada. No soporto la hipocresía. Si no puede creer que ame la justicia, ¿creerá esto tal vez?

– Lo creo, señora -contestó Rathbone sin vacilar-. Yo tampoco la soporto. Y estoy convencido de que el jurado inglés medio tampoco la soporta. -Lo dijo con pasión y total sinceridad.

– Entonces, ¿aceptará mi caso? -instó la condesa. Se trataba de un reto, de un desafío a su seguridad, su corrección, sus años de comportamiento brillante y siempre apropiado.

– Sí. -Aceptó sin dudar siquiera. Para él era algo moraclass="underline" si el caso iba a ser juzgado en un tribunal inglés, tanto por la reputación de Gisela, en caso de que fuera inocente, como por la de la ley (de mucho más valor según su punto de vista), ambas partes debían estar representadas por el mejor abogado. En caso contrario, el asunto nunca se esclarecería ante la opinión pública. Su fantasma siempre volvería a aparecer.

Existía un riesgo, era cierto, pero de esa clase que provoca la aceleración del pulso y hace que uno se dé cuenta del infinito valor de la vida.

Zorah le había dejado su tarjeta. Al día siguiente, por la tarde, tras enviarle una nota por adelantado para informarle de su intención, la fue a visitar al lugar en el que se alojaba en Londres.

La condesa lo recibió con un entusiasmo que la mayoría de las damas de alcurnia habría considerado inadecuado. Sin embargo, él sabía desde hacía tiempo que las personas que se enfrentan a un juicio, civil o penal, suelen expresar sus miedos de una forma que no siempre concuerda con su carácter habitual. Si se prestaba atención, se trataba siempre de una faceta escondida de algo que ya estaba presente en situaciones de menor apremio. El miedo era el más universal destructor de los disfraces y las protecciones propias de las actitudes artificiales.

– ¡Sir Oliver! Estoy encantada de que haya venido -dijo Zorah de inmediato-. Me he tomado la libertad de pedirle al barón Stephan von Emden que nos acompañe. Le ahorrará el tener que ir a buscarlo, y estoy segura de que no tiene tiempo que perder. Si desea hablar en privado, dispongo de otra habitación en la que podemos hacerlo. -Y se volvió para conducirlo a través de un vestíbulo bastante formal y anodino hasta una sala decorada de un modo tan extraordinario que le provocó un suspiró de admiración. En la pared del fondo había colgado un gigantesco chal tejido en tonos rojizos y granates, marrones chocolate amargo y negro cerrado. Tenía un largo fleco de seda que colgaba en complicados nudos trenzados. Había un samovar de plata sobre una mesa de ébano, y en el suelo unas cuantas alfombras de piel de oso, también de cálidos colores marrones. El sofá, de cuero rojo, estaba inundado de cojines bordados, todos diferentes.

Junto a una de las dos altas ventanas había un hombre joven de hermoso pelo castaño claro y un rostro encantador, en ese momento marcado por la preocupación.

– Barón Stephan von Emden -dijo Zorah de forma casi informal-. Sir Oliver Rathbone.

– Encantado, sir Oliver. -Stephan se dobló por la cintura y juntó los talones, pero casi sin producir ruido-. Me resulta un gran alivio saber que defenderá a la condesa Rostova. -La sinceridad del comentario quedaba patente en su rostro-. Se trata de una situación muy complicada. Cualquier cosa que pueda hacer para ayudar la haré con mucho gusto.

– Gracias -aceptó Rathbone, sin saber si se trataba de una simple demostración de amistad o si había algo más que el joven barón pretendiera conseguir. Al recordar la franqueza de Zorah, habló sin rodeos. En aquella habitación no se podía ser indiferente-. ¿Cree que la Princesa es culpable de haber asesinado a su marido?

Stephan parecía aturdido, aunque poco después un brillo de humor encendió su mirada.

Zorah dejó escapar un suspiro, quizá en señal de aprobación.

– No tengo la menor idea -respondió Stephan con los ojos bien abiertos-. Pero tampoco tengo la menor duda de que Zorah lo cree de veras, así que supongo que es cierto. Estoy convencido de que no lo dijo guiada por la ligereza o por la malicia.

Rathbone juzgó que tenía algo más de treinta años, seguramente unos diez menos que Zorah, y se preguntó qué tipo de relación habría entre ellos. ¿Estaba dispuesto a arriesgar su nombre y su reputación apoyando a una mujer que afirmaba algo semejante? ¿Cabía la posibilidad de que estuviera seguro, no sólo de que ella estaba en lo cierto, sino de que se podía demostrar? ¿O tenía algún motivo más emocional y menos racional, amor u odio hacia alguno de los personajes de la tragedia?

– Su confianza me tranquiliza -dijo Rathbone con educación-. Agradeceré mucho su ayuda. ¿En qué había pensado?

Si esperaba que Stephan se desconcertase, quedó defraudado. El barón enderezó la postura más bien relajada que había adoptado y caminó hacia la silla que había en el centro de la habitación. Se sentó de medio lado y miró a Rathbone de hito en hito.

– Había pensado que a lo mejor querría enviar a alguien, por supuesto de una forma discreta, a casa de los Wellborough para interrogar a todas las personas que estuvieron presentes en aquel momento. La mayoría estarán allí de nuevo a causa de este escándalo, claro. Yo puedo contarle todo lo que recuerdo, pero imagino que mi testimonio se considera sesgado, y usted necesitará mucho más que eso. -Encogió sus delgados hombros-. De todas formas, no sé nada que pueda ser útil, si no, ya se lo habría contado a Zorah. No sé qué es lo que hay que buscar, pero conozco a todo el mundo y respondería por la persona a la que usted quisiera enviar. Lo acompañaría, si lo cree necesario.

Rathbone quedó sorprendido. Era una oferta generosa. En los brillantes ojos color avellana de Stephan no se apreciaba otra cosa que candor y un matiz de preocupación.

– Gracias -aceptó-. Es una magnífica idea. -Pensó en Monk. Si alguien podía encontrar y recabar pruebas acerca de la verdad, ya fuera ésta buena o mala, era él. La magnitud del caso y sus posibles repercusiones tampoco lo amedrentarían-. Aunque tal vez no sea suficiente. Aportar pruebas para este caso será complicado en extremo. Tenemos en contra un buen número de intereses personales.

Stephan frunció el ceño.