– Pero ya me lo dijiste.
– Pero la vi.
– No estoy diciendo que no la viste.
– Pues si me lo dijeras serías una tonta, porque sí la vi. Se fue a bañar después de que estuvo jugando con el abuelo. Los
dos en pelotas.
– Ya me lo dijiste, tía.
– Te lo repito porque los vi.
– Voy a traerte unos chocolates de abajo -se rindió Leonor.
– Pero que no tengan relleno -demandó Natalia. -Odio el relleno. Escarban el chocolate y le meten relleno. ¿Por qué dicen después que son chocolates? Debían decir: es relleno con una capita de chocolate escarbado.
– Estás completamente loca, tía.
– Vaya noticia -dijo Natalia. -Hasta crees que se puede otra cosa en la familia.
– ¿Se puede? -dijo Leonor torciendo las piernas, bizqueando los ojos, colgando la boca, encogiendo los brazos poliomielíticos, adelantando la voz de lela: -¿tetendremos sasalvación?
Oyó la risa incontinente de Natalia celebrando el eterno gag que le brindaba como un salvoconducto para salir un tiempo de la cinta de Moebius en la que vivía detenida, sin tregua ni tiempo, amorosa y circular, su tía Natalia. Leonor bajó adonde había dicho, trajo los chocolates que esperaba Natalia, y los comieron sin hacer caso del relleno, hasta llenarse de su compañía.
VI
Alina Fontaine apareció en el horizonte tal como era, suave y discreta, oportunamente.
– Es una amiga de la escuela de Mariana -le explicó Cordelia a Leonor, por el teléfono. -Apareció de pronto, luego de diez años. Está igualita la pobre. Para mal, porque nunca fue lo que se dice un regalo. Pero fue muy amiga de Mariana antes de que entrara a la universidad. Le dije que irías a verla y te va a esperar el jueves. ¿Puedes ir el jueves?
Leonor apuntó una dirección en las afueras de la ciudad, sobre el pueblo de Cuajimalpa, y llamó a Rafael Liévano:
– Necesito que me lleves a un lugar el jueves.
– ¿Quiere decir que me amas? -dijo Rafael Liévano.
– No -respondió Leonor.
– ¿No quiere decir que estás muerta de amor por mí?
– No -dijo Leonor.
– ¿Entonces por mí y por mi pito? -preguntó Rafael Liévano.
– Tampoco -respondió Leonor.
– ¿Por mi pito solo? -preguntó Rafael Liévano.
– Por eso menos que por nada -dijo Leonor.
– Si no estás muerta por mí ni por mi pito, ni por mi pito y por mí, entonces ¿qué quiere decir tu llamada?-quiso saber Rafael Liévano.
– Quiere decir que necesito un chofer, idiota.
– Eso no quiere decir -recusó Rafael Liévano.
– ¿Entonces qué quiere decir? -preguntó Leonor.
– Quiere decir que eres mía, Gonzalbo -dijo Rafael Liévano. -Y que el jueves te voy a besuquear como Dios manda.
– Si me dejo -advirtió Leonor. ¿Puedes llevarme o no?
– Se me está parando de sólo pensar que puedo -dijo Rafael Liévano.
– ¿Que puedes qué, baboso? -lo retó Leonor.
– Que puedo ser tu chofer el jueves, Gonzalbo. Es todo lo que necesito. Subirte a un coche, sentarte en mis piernas, quitarte los zapatos, chupar tus calcetas.
– Yaa.
– ¿Me amas, Gonzalbo? -No.
– , Te-acuerdas de mí? -No.
¿Se te para cuando piensas en mí? -No, baboso -se rió Leonor.
– A ti no se te para, tienes razón -dijo Rafael Liévano. -Al menos no como se me está parando a mí de haberte oído.
– Será de haberte sobado.
– De haberte oído, de pensar que me estás hablando al oído, de imaginarme tu lengua en mi oreja quitándome la cerilla.
– Yaa.
¿El jueves, dijiste?
– El jueves -confirmó Leonor.
– Déjame ver mi agenda. ¿El jueves a qué horas?
– A las cuatro -dijo Leonor.
A las cuatro no puedo. Tendría que ser antes. Al diez para las cuatro. ¿Está bien para ti al diez para las cuatro?
– Está bien -dijo Leonor.
– Entonces, al diez para las cuatro estoy por ti -prometió Rafael Liévano.
– Eres un baboso -dijo Leonor.
– Tu baboso -dijo Rafael Liévano. -Te mando un beso aunque sea en la boca.
– Adiós, baboso.
– Adiós, mi amor.
La casa de Alina Fontaine era una cabaña de facha rústica levantada en medio de un pequeño bosque, junto al predio gigantesco de la escuela que Alina dirigía y poseía. Pese al aire señorial de la fachada y la amplitud aristocrática del umbral, Alina misma salió a abrir la puerta de su casa.
Era una mujer delgada, castaña, con un pelo lacio y maltratado que caía sin un solo rizo sobre sus orejas. Tenía los ojos cafés, casi amarillos, las pestañas rubias, casi albinas, la boca y la nariz delgadas, la tez pálida con una capa de vello invisible, dorado, sobre las mejillas, y ni una gota de maquillaje sobre el alarde de voluntariosa naturalidad que era su rostro. Vestía un traje sastre de cuadros que era una versión estilizada del uniforme de su escuela, la escuela bilingüe que ella había inventado y sostenido, a imagen y semejanza de la que cobijó su adolescencia con Mariana en México y del internado suizo que la había recogido en los veranos de su infancia.
– Espérame afuera -le dijo Leonor a Rafael Liévano, cuando Alina les franqueó la puerta.
– Tómate tu tiempo -concedió Rafael Liévano.
– ¿No quieres pasar? -preguntó Alina Fontaine.
– Tengo instrucciones de caminar por el bosque -respondió Rafael Liévano y la emprendió hacia el sendero de encinos que escoltaban la casa. -Es un encanto tu amigo -le dijo Alina a Leonor cuando llegaron al salón de emplomados que miraba al bosque por donde se perdió Rafael Liévano.
– ¿Dónde te lo conseguiste?
– En la escuela -dijo Leonor. -Bueno, en realidad, en una fiesta en su casa.
– Es un encanto -repitió Alina. -Fuerte. Y como muy hombre ya. ¿Qué edad tiene? -Diecinueve -dijo Leonor. -¿Y tú?
– Cumplo diecinueve en agosto.
– El mismo mes de Mariana -recordó Alina Fontaine. -Supongo que ya te lo habrán dicho, pero tengo que decírtelo yo también. Me recuerdas tanto a tu tía Mariana que me dan nervios. Eres idéntica. ¿Te lo habían dicho?
– Sí -dijo Leonor. -Por eso me peino distinto.
¿Para no parecerte? -preguntó Alina.
– No -dijo Leonor. -Bueno, sí -corrigió, sonriendo. -Mi abuela me dijo que no me peinara como Mariana, porque no quería confundirme con ella.
Alina sirvió los tés en dos esbeltas tazas de porcelana y puso en cada una el resplandor de unas cucharillas de plata.
– Tu abuela quiso mucho a Mariana -dijo Alina Fontaine. -Era su hija favorita. ¿Sabías eso?
– No -dijo Leonor. -Nunca habla de ella. Cuando le pregunto, se sale por las ramas.
– Era su favorita -recordó Alina. -Y nos iba muy bien por eso. Nos llevaba de compras, nos contaba sus cosas, nos dejaba ponemos sus joyas, sus vestidos de cuando era joven. Podíamos pasar una tarde probándonos vestidos. Cuando Mariana aparecía en la recámara vestida como tu abuela veinte años antes, tu abuela se iluminaba. Se quedaba como en vilo viendo a Mariana, admirándola, iluminada por Mariana. Porque Mariana fue guapísima, pero a los catorce años, como que brillaba. Auténticamente estaba floreciendo. Era perfecta y mejoraba por semanas, por días. Hasta por horas. La dejabas de ver esta noche y a la mañana siguiente estaba mejor. Era increíble.