Siguiendo esos senderos, Carrasco había escrito una serie de pequeños libros sobre los temas más dispares, cuyo eje secreto era, sin embargo, el mismo: la exploración de las vetas por donde se había roto la normalidad del pasado y había hecho su primera aparición el inexperto futuro. Había dedicado un libro a las etnias en extinción de las zonas de refugio, no como una denuncia antropológica, sino como un testimonio a la vez trágico y augural del doble proceso de desindianización del país y mexicanización de las etnias indígenas. Había hecho un provocativo trazo histórico de las zonas mineras relativamente prósperas, como focos detonadores de las grandes rebeliones mexicanas, para contraponerlas a la idea común de las zonas campesinas o pobres, como origen de esos movimientos. Había escrito también un largo y exitoso ensayo sobre el cambio más significativo que a su juicio había tenido la sociedad mexicana del siglo XX: el aumento de las mujeres entre la población económicamente activa, que casi se había triplicado en los años setentas quebrando por primera vez la estable inexistencia laboral femenina y anticipando la aparición de un nuevo mundo amoroso. Había escrito, por último, una colección de crónicas históricas sobre los años frágiles de México, años que habían condensado cambios decisivos del país, y en cuya exploración podían leerse, como en un mapa cristalizado, los virajes esenciales de su historia.
Entre el trabajo periodístico y sus heterodoxias académicas, Carrasco gozaba de una firme fama pública y oficiaba a la vez, sin proponérselo, como el capellán de una cofradía informal que extendía su prestigio al ámbito de los círculos de iniciados, proclives a los corpus herméticos y la exclusividad de los secretos. En este último carril, Carrasco había desarrollado su propia dosis de esnobismo: se rehusaba a toda forma de aparición pública y a que su efigie se reprodujera en medios impresos o electrónicos, para no confundir a los lectores con su facha, decía él, y para evitar que su alma fuera secuestrada por los aparatos que reproducían su efigie, según era la convicción animista de una de las etnias en extinción que había estudiado. No contestaba el teléfono personalmente en la oficina donde editaba su boletín, ni respondía a las cartas que le enviaran sus lectores. Había construido así la subfama paralela de una neurosis misántropa, y su inaccesibilidad se había vuelto parte complementaria de su leyenda.
Leonor aprendió todo esto de Carrasco, durante las semanas que dedicó a buscarlo después de leer Lucrecia contra la luna. En una cocción lenta, su lectura no había dejado en ella, al final, sino la necesidad compulsiva de buscar a Carrasco, para decirle lo mucho que se había equivocado en la evocación de Mariana, lo distinta que Mariana había sido, lo distinta que era en el surco de su ausencia. Y explicarle todo lo que ella, Leonor, estaba decidida a no aceptar como historia de Mariana, y de ella misma, sin que las fichas del dominó fueran repartidas otra vez, y la historia reconstruida y contada de nuevo.
Supo algunas cosas de la vida de Carrasco a través de Carmen Ramos y la mayor parte de las otras por medio de Ángel Romano, a quien pidió que le consiguiera una entrevista con Carrasco. Ángel Romano hizo dos llamadas que Lucas no respondió y se declaró mal conducto para la encomienda. Por su parte, Carmen Ramos le contó a Leonor lo que sabía de Carrasco, pero dudó de la conveniencia del encuentro y le pidió un tiempo para pensarlo.
– No sé si quiero revivir esas cosas -le dijo. -Son heridas que no duelen, pero no quiero averiguar si están cerradas.
¿Entiendes lo que quiero decir?
– Sí -saltó Leonor. -Tú también quieres ocultar lo que pasó.
– No -dijo Carmen Ramos. -Lo que no sé es si quiero desenterrarlo. Y no he dicho que no. Sólo te estoy pidiendo un poco de tiempo para pensarlo.
– De acuerdo dijo Leonor.
Pero no estaba de acuerdo. Latiendo de impaciencia e impotencia en su búsqueda de Lucas Carrasco, tuvo un desencuentro con Rafael Liévano. Al final de una noche de amores y amigos, Rafael Liévano le dijo, en la puerta de su casa:
Estás conmigo pero no estás aquí, Gonzalbo.
– Mi apellido no es Gonzalbo -reviró Leonor.
– También te apellidas Gonzalbo, Gonzalbo -dijo Rafael Liévano.
– También -subrayó, minimizando, Leonor.
– ¿Cómo quieres que te llame, entonces? -No quiero que me llames -dijo Leonor,
abriendo la puerta y bajando del coche. -No entiendes nada. Eres un escuincle baboso. Rafael Liévano bajó a alcanzarla: -¿Qué pasa? ¿Ahora, qué hice? -Nada, baboso.
– ¿Nada?
– Precisamente: no has hecho nada. -Nada de qué. ¿De qué estás hablando? -De todo -dijo Leonor. -De todo lo que no entiendes ni vas a entender nunca, porque eres un escuincle baboso.
– ¿Qué te pasa, Gonzalbo?
– Ya te dije que no me llamo Gonzalbo, idiota -repitió Leonor apretando los dientes, y se metió a su casa sin mirar hacia atrás, estampándole la puerta en las narices.
Al día siguiente, un sábado, se rehusó a dos telefonazos de Rafael Liévano. Por la tarde, ansiosa y vacía como la tarde misma, llamó al periódico donde Carrasco publicaba cada semana su columna y obtuvo el número de su oficina. Durante el mes siguiente, con las palmas sudando y la garganta seca cada vez, llamó siete veces a la oficina de Carrasco y siete veces la secretaria le hizo dejar su teléfono, prometiéndole que Carrasco le devolvería la llamada. En la llamada octava, la secretaria le confió: Lucas sólo se comunicaba con gente a la que ya conocía o que le encaminaban terceros.
– Pero yo lo conozco a él -dijo Leonor. -No puede negarse a hablar conmigo sabiendo quién soy.
Apenas dijo esto entendió: era imposible para Carrasco saber quién era. Los mensajes que le había dejado incluían su nombre y su apellido, pero nada había en ese nombre que llevara hasta Carrasco los ecos de Mariana. Su nombre estaba un escalón fuera de la genealogía de los Gonzalbo, porque ella llevaba el apellido de su padre, no el de su abuelo ni el de Mariana, aunque hubiera empezado a cabalgar por él, aceptándolo y negándolo, en su propio galope sin rienda, bajo las estrellas impasibles que todo lo sabían sin recordarlo, como ella.
Una de sus noches, en el balcón, le confió sus dilemas a Natalia. Y Natalia le dijo:
– Con el dueño del perro.
¿Qué es eso tía? Estoy hablando en serio.
– Te digo que hables con el dueño del perro -dijo Natalia, agitando las manos. -Es lo que dice el abuelo: si un perro te muerde, ¿a quién hay que demandar? ¿Al perro o al dueño del perro? Si quieres ver a Lucas, ¿ a quién hay que dirigirse? Pues al dueño del perro, es lo que quiero decir.
Unos días después, poco antes del aniversario de la muerte de Mariana, Leonor mandó a la oficina de Lucas la carta que decía:
Leí Lucrecia contra la luna y no me gustó, porque no trae lo principal, no está dicho ahí lo principal, y nadie se atreve a decirlo. Pienso si tú estarías dispuesto a ayudarme en eso. Yo me llamo Leonor..Mariana fue mi tía. Quiero que me hables de ella, creo que nos debes a las dos una respuesta.