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Y eligiendo su nombre, firmó:

Leonor Gonzalbo

XII

Inesperadamente, la respuesta de Lucas llegó a través de Carmen Ramos: quería ver a Leonor, dijo, pero quería que Carmen la llevara.

– No lo he visto en años -le confió Carmen Ramos. -¿Qué le diste?

Le contó luego los detalles de su reencuentro telefónico con Lucas y las condiciones que había puesto para la entrevista. Leonor estuvo de acuerdo en el día y en la hora, y en las instrucciones complementarias, que se resumían en una sola: debía ir con Carmen Ramos. El día señalado, un jueves de mayo, metió ropas, afeites y la novela de Lucas en un maletín, dijo que iba al cine con Rafael Liévano y salió de su casa cargando su trenza infantil rumbo a Lucas Carrasco.

Hizo una escala. En el baño de un centro comercial se despojó de sus jeans y de su edad, se montó en el traje sastre y los tacones sustraídos del ropero juvenil de Natalia, y se agregó después los años que faltaban con una rápida anexión de rimel y sombras, bilé y maquillaje. Un rayón antes del exceso, aunque muchos años antes de la edad buscada, depuso los afeites y se miró en el espejo acabada de nacer. Deshizo luego la trenza, abriéndola con los dedos y cepilló el pelo suelto de la frente a la espalda y de la nuca a la frente, como alguna vez se lo había cepillado su abuela, dejando que se expandiera hasta su límite y se derramara sobre ella, igual que sobre los hombros de Mariana. No pasó a buscar a Carmen Ramos. Fue directamente al lugar de la reunión con Carrasco, el lugar donde la esperaba el tiempo detenido en ella y que era el momento de airear.

Las oficinas de Lucas Carrasco estaban en una casona remodelada de San Ángel. El frontis de dos pisos era ancho, con portones de madera y aldabas de hierro ennegrecido por el tiempo; su recién adquirida modernidad incluía un portero automático y paredes incendiadas por un fanático color canela, pero respetaba dos balcones con herrerías coloniales y macetas de talavera. La puerta de la calle, regulada electrónicamente, abría a un recibidor oblongo donde una mujer de edad repartía bienvenidas como una tía solterona sorprendida en falta.

– Las está esperando -le dijo a Leonor. -En cuanto llegue tu amiga, las paso.

– Mi amiga no pudo venir -dijo Leonor. -Se le cruzó un amigo.

Ah, pues entonces te paso de una vez. Déjame avisarle a Lucas -apretó un botón del interfono. -¿Lucas? ¿Me escuchas? Aquí están ya tus visitas, ¿me escuchas? Esta cosa no sirve. Y a ti, pensándolo bien, no puedo pasarte sola. Estás demasiado joven para Lucas. Ya no está para esas danzas. No me hagas caso, estoy bromeando. A ver, vente conmigo.

Rodeó su escritorio y caminó adelante, para mostrarle el camino. Por un pasillo largo fueron cruzando cuartos donde trabajaban en computadoras tríos y parejas de jóvenes concentrados. Al final, a mano izquierda, había una sala de muebles de cuero con dos lámparas de luz halógena que echaban una claridad apacible sobre tres paredes de libreros umbríos.

– Pásalas a la sala, Chabe -se oyó una voz en la oficina del otro lado del pasillo. -Estoy con ellas en un momento.

Leonor vio salir de la puerta de enfrente a un hombre flaco y largo, con el pelo blanco y alborotado en lo alto de la cabeza redonda. Traía un chaleco color zanahoria sobre una camisa azul tenue y dos lentes colgando de una cadena, como un collar, sobre su pecho. Leía unos papeles que llevaba en la mano y caminaba hacia el pasillo por donde ellas habían llegado, como para terminar un trámite pendiente de oficina, pero al pasar por la puerta de la sala alzó la vista y se topó con Leonor. Leonor vio esos ojos distraídos, usados, exhaustos, y sin embargo extraordinariamente alertas y vivos, detenerse en ella y quedarse ahí, sin pestañear, como fijados por un rayo, un instante de luz e inmovilidad en la molienda incesante y oscura del mundo.

Chabe, la recepcionista, se disculpó, jugueteando:

– Ya estábamos aquí. Mejor dicho, aquí estamos. Son la señorita Leonor y su amiga que no vino. Éste es mi jefe y problema, el tal Lucas Carrasco. -Y luego a ambos: -Están en su casa.

– Gracias, Chabe -dijo Lucas, sin quitar los ojos de Leonor.

Tenía la frente llena de arrugas bronceadas y un rostro enjuto, de huesos marcados y piel estricta, sin grasa, hija del ascetismo o el deporte.

Llena como nunca de sí, conciente de sus brazos y sus piernas, del correr de su pulso, de su sonrojo y sus pechos y del tacto de la falda, de la altura de sus tacones y el calor de las medias en sus piernas, Leonor sintió brincar por su cara la intención de una sonrisa. Lucas vino hasta ella, sin dejar de mirarla, los papeles todavía tiritando en su mano. Leonor vio sus ojos crecer y nublarse, mirar y descreer, reconocer y recordar, llenarse de amor y de memoria, de años perdidos y escenas recobradas, y se escuchó diciendo, con una voz que tampoco fue suya, alterada por el miedo y la incredulidad del momento:

– Tenía que hablar contigo.

– Sí -contestó Lucas, luchando todavía contra el astigmatismo y el testimonio de sus ojos. -Teníamos que hablar.

Apenas se habían sentado, sonó el teléfono histérico. -No, Chabe, -dijo Lucas después de oír

. -Dile que no estoy. Y no me pases llamadas. Era Carmen Ramos -le explicó a Leonor. -Pero creo que podemos conversar sin ella. ¿Quieres tomar algo?

– No -dijo Leonor.

– ¿Te importa si tomo algo?

– No.

– Entonces voy a tomar algo.

En las maneras lentas de ir hasta el bar simulado en el librero y servirse coñac, le recordó a su abuelo Gonzalbo. Mientras estaba de espaldas, comparó la amplitud de sus hombros huesudos con los de su propio abuelo y con los de Rafael Liévano. Pensó que estaba viejo, levemente encorvado, y sin embargo duro, a un tiempo laxo y listo para saltar, como un leopardo.

– ¿Cómo está Carmen? dijo Lucas, mientras servía. -Hace ocho años que no la veo

.

– Telefoneando Lijo Leonor.

– Sí dijo Lucas, y regresó sonriendo. -Pensé que sería más cómodo para todos si ella venía. Me olvidé que eres una Gonzalbo.

– La mitad nada más -dijo Leonor.

– No hace falta más -dijo Lucas. -Eres idéntica. No acabo de reponerme del impacto. Me pusiste una tarjeta enigmática pidiéndome una respuesta. No sé si la tengo. Qué quieres saber. -Todo -dijo Leonor.

– Todo acaba siempre siendo poco -dijo Lucas. -¿Cuántos años tienes? -¿Cuántos crees?

– Veinte, más el rímel dijo Lucas.

– Diecinueve -dijo Leonor.

– Diecinueve preguntas entonces -dijo Lucas.

– Más el rímel -dijo Leonor.

– De acuerdo -aceptó Lucas. -¿Qué quieres saber?

– Todo lo de Mariana -dijo Leonor.

– Eso ya es menos que todo -dijo Lucas. -Pero es demasiado todavía. Tienes una tía que se llama Cordelia. ¿Cómo está?

– Si supiera que estoy aquí, me desconoce como sobrina.

– Especialidad de la casa: desconocer -dijo Lucas. ¿Y Natalia, cómo está?

– ¿Conoces a Natalia?

– De oídas -dijo Lucas. -¿Cómo está?