– Te prometo contártelo, pero échate aquí conmigo.
¿Dónde quieres que me ponga?
– Aquí junto.
Natalia se sentó en la colchoneta, alzando los faldones de su caftán para mostrar sus piernas rollizas al sol.
– Ya estoy aquí -dijo. -Ahora toca que me cuentes.
– Qué loca estás, de veras -dijo Leonor. Y empezó a contarle como si rumiara una historia inexistente de la escuela para no tener que decirle que se preparaba nada más para llamarle a Lucas Carrasco, su amante extraviado, el perseguidor de sus sueños y sus amores nocturnos, cumplidos en ella mucho antes de haber empezado.
En efecto, al día siguiente, luego de los ejercicios para fortalecer los músculos del hombro dañado, se escabulló al despacho de su abuelo para evitar toda inspección y marcó los números de la oficina de Lucas Carrasco.
– Tengo dos cartas de Mariana que nunca te envió -le dijo a Lucas, luego de los saludos de rigor. -Si me invitas a comer, a lo mejor te las muestro.
– Te invito aunque no me las muestres -dijo Lucas. -¿Qué día te conviene?
– Cualquiera que sea jueves -dijo Leonor. -Porque puedo volver más tarde. Ese día almuerzo en el club y me quedo hasta las ocho. Pero si hace falta, puedo regresar hasta las diez.
– No hace falta -dijo Lucas. -¿Dónde quieres comer?
– En un lugar al que hayas ido con Mariana.
– De acuerdo -{dijo Lucas. -Te espero el jueves de la semana entrante, en mi oficina. Vamos a ir a un lugar cercano.
– A las tres -aceptó Leonor, y subió a contarle a Natalia.
El jueves acordado llevó a la escuela la bolsa de lona del club, pero no llena de prendas deportivas, sino de los arreos adultos que Natalia conservaba, esta vez un traje sastre de seda y una pañoleta con un prendedor al pecho, los aretes que hacían juego, los más altos zapatos de tacón que encontró y el maletín de afeites. De la escuela salió en punto de las dos rumbo al club, a cambiarse los años del rostro con una capa morena de maquillaje resaltada en los pómulos, interrumpida sólo por los trazos de rímel, las cejas redibujadas, las sombras sobre los ojos, el fragante naranja con cenefas bermellones del bilé. Sobre aquella insolente multiplicación de sus años, expandió su mata de pelo en una gran onda castaña, electrizada e invitante. Poco después de las tres irrumpió en la oficina de Lucas Carrasco convertida en la otra que había sido ya una vez para él. Lucas tomó un sobre del escritorio, le hizo una venia cediéndole el paso y salieron, sin reparar en que parecían la pareja que no eran.
Comieron en un sitio de terrazas abiertas donde servían pastas y asaban bifes en una hoguera de leña.
– Aquí vine con tu tía y una amiga suya que se llama Alina.
Alina Fontaine -completó Leonor. -Es la que me contó que ustedes se besaban en público.
– No recuerdo eso -dijo Lucas.
– ¿Qué tiene de malo? No te apenes -dijo Leonor.
– No me apeno. Sólo hay una cosa que me apena de todo lo que sucedió con tu tía, y es nuestro secreto. No lo supo nadie salvo ella y yo. Es decir, sólo yo lo sé ahora y no pienso decirlo, así que no preguntes. Pero de lo de Alina, no me acuerdo. ¿Qué quieres comer?
– Lo que tú pidas -dijo Leonor. -No soy de restoranes. Tienes que enseñarme.
– Aquí lo único que hay es bife, pasta y vino -dijo Lucas. -Y no hace falta más. Vinimos aquí con Alina hace quince años. Para que veas que me acuerdo de lo que sí sucedió. Servían platos de queso y empanadas con vino de la casa, muy baratos. Había un cantador de tangos y un conjunto de música andina, con quenas y tambores incaicos. Estaba lleno de estudiantes y pasaban cóndores por todos lados. Ahora, los dueños han prosperado y tienen un toque internacional. Cada vez que vengo me acuerdo de la edad que tengo, y de la que tuve. Ellos también.
Leonor admiró su voz quebrada, su frente curtida de arrugas y memorias, la forma como las palabras venían a su boca sin titubear y salían por sus labios delgados espaciando los golpes de aliento sobre unos dientecillos parejos y blancos, saturados de besos y secretos. Lucas ordenó la comida y escogió el vino.
– Bueno -dijo, cuando el mesero se fue. -Pues aquí estamos de nuevo, quince años después, y la única verdad irrecusable es el -gene Gonzalbo que estuvo en Mariana y está intacto en ti.
– ¿Como todos los genes? -preguntó Leonor.
– No, no -dijo Lucas. -El gene Carrasco se acaba en mí. No ha contaminado nada más, y espero que así se quede.
¿Qué tienes contra el gene Carrasco? -se quejó Leonor. -A mí me parece muy bien. Un poco traqueteado por la vida, pero nada más. ¿Por qué dices que va a acabar contigo?
– Porque me casé, pero no tuve hijos -dijo Carrasco. -Me divorcié antes de los nueve meses de rigor, convencido de que lo único verdaderamente antinatural que hay en el mundo es convivir todos los días con la misma persona. Y tengo sólo una hermana, que por definición no heredará el apellido a sus hijos.
– Pero sí el gene -dijo Leonor.
– Sí, pero somos genes muy distintos mi hermana y yo. Ella es una mujer llena de gracia y valentía, se llevó todo el gene vital. El gene misántropo y neurótico, me lo llevé yo. Ella tomó el gene apolíneo y solar. Es la reina de la armonía y la fascinación por los demás. Si sale a correr al parque, al mes tiene diez amigos que corren. Yo llevo cuarenta años de no hacer amigos. Los últimos que hice fue en sexto de primaria.
– Te gusta hacerte el lobo feroz -dijo Leonor.
– Ojalá -dijo Carrasco. -Soy un misántropo de bolsillo rodeado de manías de boticario y tormentas de living room, como decía Cortázar.
– Pues a mí no me consta nada de eso.
– Contigo no soy como soy. Pero soy como soy, no como soy contigo.
– Pues yo tengo otra imagen -dijo Leonor.
– Y tienes también unas cartas -dijo Lucas. -Ésa es una de las dos razones por las que quise verte.
– ¿Cuál es la otra?
– La otra es simplemente verte -dijo Lucas. -Constatar la pureza del gene Gonzalbo.
– ¿Para acordarte de mi tía? -dijo Leonor.
– Para verla -dijo Lucas, haciendo un esfuerzo porque no se le quebrara la voz. El mesero vino en su ayuda con la botella de vino y el plato de fetuccini al pesto que iban a compartir. Lucas repartió el fetuccini, escanció el vino y siguió hablando, sin mirar a Leonor. -Luego de que tu tía murió, hubo una época en que creía verla en la calle, dos o tres veces al día.
Encontraba rasgos de ella en cualquier gente. El pelo, el gesto, un par de botas: cualquier detalle y la veía de nuevo.
Verte a ti es como tenerla enfrente, detenida en el tiempo. Y no es un detalle o la forma del pelo o el vestido que traes, que es igual a uno que Mariana tenía. Es todo. Me pone muy nervioso y muy feliz la coincidencia. Es el tipo de cosa que tenía que pasarme desde luego con Mariana.
– ¿Por qué desde luego?
– Porque con ella pasaba todo. Es decir, me pasaba todo. Las cosas más increíbles, y ahora tú. El gene Gonzalbo reciclado.
– ¿Tu crees que el gene transmite formas de ser? -preguntó Leonor.
– Carácter y temperamento, sí -dijo Lucas. -Inteligencia, taras y rasgos físicos, tensión muscular, cáncer y alcoholismo, estatura, alergias, humor y mal humor.
¿Y transmite fatalidad? -No entiendo.