– Tú sabes que Lucas Carrasco es inaceptable para esta casa. Sabes que evoca para nosotros lo peor. Te pregunto: ¿por qué él? ¿Por qué precisamente él?
– Porque ustedes no hablan claro -dijo Leonor. -La culpa la tienen ustedes, por no hablar claro.
– Es fácil echarle la culpa a los demás -descartó roncamente el abuelo Gonzalbo. -Pero ya no eres una niña. En realidad, eres mucho mayor de lo que pareces.
– Yo sólo quiero saber -dijo Leonor. -Y ustedes no han querido decirme. Por eso fui a preguntar en otra parte.
– Has ido mucho más allá de la simple curiosidad, y tú lo sabes. Nos has engañado. A lo mejor, hasta te has engañado a ti misma diciéndote que sólo buscas saber de Mariana. No es eso lo que buscas. Estás escogiendo una manera de vivir, y tu abuela tiene razón en que no le guste lo que estás eligiendo. A mí tampoco me gusta.
¿Qué es lo que no les gusta? -preguntó Leonor.
– Nos recuerda lo peor de la familia -dijo Ramón Gonzalbo. -Todo lo que ha traído infelicidad y locura a esta familia.
– No lo hurto, lo heredo -repitió Leonor, buscando en Ramón Gonzalbo un desconcierto similar al que había inducido en su abuela con esa misma frase.
– Lo eliges, aunque lo heredes -dijo Ramón Gonzalbo, luego de una pausa. -Y estás eligiendo lo peor.
– Eso creen ustedes -dijo Leonor.
– Es lo que nosotros creemos -aceptó Ramón Gonzalbo.
Se frotó las sienes con los dedos de su manaza velluda, de huesos planos y venas vigorosas. Miró después a Leonor con sus ojos enrojecidos por el cansancio y el desamparo. No dijo más. Leonor vio sus enormes espaldas vencidas cruzar el vano de la puerta como si la cruzara por última vez, vale decir, como si se alejara de ella por primera vez.
Un aire frío llenó la casa los siguientes días, un aire que helaba los gestos y disolvía las palabras antes de que llegaran a' su destinatario. Sólo la habitación de Natalia mantenía su bullicio cálido y loco, pero lejos de atenuar el hielo, lo afirmaba como escenario único y obligatorio de la realidad. Huyendo de aquella campana de silencio y recelo, como refugio cómplice y como venganza perfecta, Leonor decidió reincidir en la búsqueda de Lucas Carrasco. Lo buscó, en efecto, pero Lucas había salido de viaje y no tenía fecha prevista de retorno. Tampoco había dejado señas para que pudieran localizarle. Absurdamente, su ausencia le pareció una traición y la reprochó como si tuviera derecho de propiedad sobre ella, como si lo hubiera adquirido. Escribió una carta y luego otra quejándose de aquel abandono, y lo lloró en la soledad de su cuarto en rabiosas sesiones de despecho, como si Lucas se hubiera marchado a propósito para lastimarla, y recusara así los derechos de pareja que su trato había, sin embargo, construido.
Recordó entonces que Lucas solía inventar esos viajes sin rumbo ni huella cuando quería encerrarse a escribir. Decidió que así era y la enervó que no la hubiera considerado como una excepción en su encierro, a continuación de lo cual decidió interrumpirlo y ejercer así los derechos de amor que la huida de Lucas pretendía negarle. La imaginación y la astucia de que es capaz el despecho vinieron en su ayuda. No sabía la dirección de la casa de Lucas, donde seguramente estaba recluido, pero le había oído decir que era un animal de costumbres y que vivía en el mismo lugar de veinte años antes, la casona legendaria de las orgías de la novela y los agravios de Cordelia. Con rápida y enferma lucidez pasó de ese vacío a recordar que los sobres de las cartas de Mariana, dirigidas a Lucas diez años antes, tenían las señas que buscaba. Las cartas remitían, en efecto, a las calles de la colonia Condesa de la ciudad de México, antiguo recinto del hipódromo y la plaza de toros, que conservaba de aquellas glorias campestres un par de avenidas redondas y la más amplia proporción de árboles y zonas verdes de la ciudad.
Un jueves, en lugar de ir al club como solía, se cambió el atuendo del país de sus pocos años para entrar en el reino de Mariana y fue a sacar a Lucas de su reclusión. La dirección de las cartas correspondía a una casa de amplios torreones, bien plantada en el fondo de un jardín cuya única ostentación era la copa invernal, sarmentosa, de una Jacaranda.
Cuando estuvo parada bajo esa copa, que se derramaba sobre la barda como regalándose al mundo, supo que había llegado al lugar de la epopeya, que en ninguna parte sino aquí pudieron suceder las cosas que quizá no habían sucedido, los amores perdidos y encontrados de Mariana y Mariana vagando semidesnuda por estas calles en busca de improbables sustitutos a las caricias perdidas de Lucas Carrasco.
Más acá de esos aluviones míticos, no había en el lugar sino una barda y una jacaranda, una casa despintada sin estilo discernible ni grandeza señorial, una calle arbolada sin más gracia que sus propios árboles, ni otro misterio que el de su apacible supervivencia detenida en el tiempo en medio del vértigo urbano que iba corroyendo, demoliendo, refechándolo todo. Jaló varias veces el cordón de una campana que dobló cristalinamente en el fondo de la casa. Pero nadie acudió al llamado. Insistió con otras dos tandas, la segunda de las cuales, llevada por su mano iracunda, casi tocó a rebato. Nadie acudió de nuevo. Por enésima vez se sintió burlada, traicionada, engañada, desatendida, rechazada. Y en un salto frívolo del alma, se supo también sobrevestida y sobrepeinada, con su elegante atuendo del reino de Mariana y su melena de fiesta y su mascarilla de maquillaje para suntuosos interiores, parada en medio de ninguna parte. Al final de la calle vio un restorán que tenía mesas sobre la acera y se refugió en él para telefonear a Rafael Liévano.
– Tengo la tarde libre -le dijo. -Y estoy harta de todo. ¿Puedes pasar por mí?
– Depende.
– ¿Depende de qué?
– De si tengo que golpear a tu abuelo. -No, idiota. Ya estoy en la calle. Sólo tienes que alcanzarme.
– Qué bueno. Pero si quieres, paso y lo golpeo. Y te llevo sus dientes delanteros de trofeo.
– Sus dientes delanteros son falsos -{Lijo Leonor.
– Entonces los traseros -dijo Rafael Liévano. -También te puedo llevar las trompas de Falopio de tu abuela, recién arrancadas por mis manos.
– ¿Me estás criticando, Liévano?
– No. Estoy tratando de alcanzarte -dijo Rafael Liévano.
– Pues ven y alcánzame. Y no me critiques.
La alcanzó en el restorán media hora después. Supo en cuanto la vio que de alguna forma la había perdido, que la mujer que lo esperaba fumando:en la mesa del rincón frente a un martini venía de otro sitio, un sitio que él no había conocido y en el que ella, sin embargo, ya había estado, como las estrellas están en el cielo, ante nuestros ojos, muchos años después de haberse apagado.
– ¿Seguro que me esperas a mí?
¿A quién más, baboso?
– No sé. Pregunto. ¿De qué estás disfrazada? -Es sólo el peinado.
– Yo veo también un vestido -dijo Rafael Liévano.
– Eso no importa. Quiero darme un toque. -Traigo en el coche -aceptó Rafael Liévano.
– Pues tráelo aquí.
– Aquí no -rechazó Rafael Liévano. -¿Tienes miedo?