– Suficiente.
– Bueno -cedió Leonor. -Pero si voy al coche, ¿me dejas manejar, después?
– Antes de que fumes, lo que quieras.
– ¿Y después de que fume?
– Depende cuánto fumes.
– ¿Aunque te estrelle otra vez?
– No habrá otra vez.
– ¿Cómo sabes? Andas con una mujer salada -jugó Leonor.
– Pero no es ésta -dijo Rafael Liévano, señalándola.
– De acuerdo -dijo Leonor. -Vamos a tu coche.
Bebió de un trago lo que quedaba de su martini y echó a caminar adelante de Rafael Liévano,
meciendo al caminar, con el alto balanceo de sus tacones, la melena suntuosa y el cuerpo de piernas largas y cintura leve que Rafael Liévano no conocía, aunque hubiera estado desnudo entre ellas y las hubiera medido con sus manos.
¿De veras te molesta mi atuendo? -dijo Leonor, cuando subió al coche.
– No -mintió Rafael Liévano.
– Son sólo unos trapos de más -dijo Leonor. -Vas a ver si no.
Se zafó los zapatos y luego, en dos movimientos, se quitó las pantimedias oscuras, desabrochó la mascada del pecho y juntó la melena en una cola que amarró con la propia mascada. Volteó entonces a Rafael Liévano y le dijo, antes de empezar a besarlo:
– Ahora despíntame, para que me reconozcas.
Cuando acabó de despintarla a besos, tenía enfrente otra vez a la muchacha que había venido buscando, salvo que lo miraba con una pasión irónica, como si lo midiera o lo comparara, y en ambas operaciones él saliera perdiendo. Fumaron el primer pitillo de marihuana camino a su lugar de siempre, en la barranca de Las Lomas.
– Eres mi cómplice -le dijo Leonor.
– Me siento más bien tu pendejo -dijo Rafael Liévano.
– Eso no -dijo Leonor, montándose en él para volver a besarlo. -Eso no. Tienes que entenderme, aguantarme, soportarme
– gimió encima de Rafael Liévano. -Tenerme así, tocarme así, quererme así.
Estaban solos en su lugar solitario y empezaba a oscurecer, pero igual hubiera sido que estuvieran a la luz del día en medio de una muchedumbre, porque en los siguientes minutos no hubo para ellos sino la pequeña eternidad de tenerse en la estrechez del coche que sus cuerpos, ignorantes de sus límites, ignoraron también.
Leonor volvió a su casa llena, forrada de Rafael Liévano. Y sin embargo, como el timbre inaudible que despierta a los insomnes, poco antes de dormirse vino hasta su corazón el fantasma de Lucas Carrasco, su falsía, su abandono. Quiso odiarlo, pero en vez de rabia tuvo urgencia de él, de su voz y sus labios secos, de sus ojos cercados de arrugas y penas que todo tenían que decirle, todavía, sobre los arcanos de su vida. Bajó al gabinete de Ramón Gonzalbo a sustraer una botella barrigona y regresó a su cuarto henchida de su pena, dispuesta a beberla entera en el centro de su bien ganada soledad. Bebió y lloró frente al retrato y frente a la novela de Lucas Carrasco. Un vuelco de amor la hizo doblarse, bañada de dichas obre su desdicha, cuando asomó la cara por la ventana del jardín y vio la luna redonda, vibrante de su propia luz y de las penas de todos los amantes, sancionando en lo alto del cielo su amor y su locura. Era de madrugada y la luna seguía arriba, cuando Leonor bajó en puntillas a la sala donde estaba el retrato de Mariana. Corrió las dobles cortinas que amurallaban el recinto y vio a Mariana virar del castaño al azul, como si una transfusión la avivara y su efigie se inclinara en un tropismo a los rayos de la luna que la volvían a la vida. Botella en mano y con una brasa de hierba entre los dedos, Leonor tomó asiento frente a ese fresco azul, imantado por la luna, y habló con Mariana. Le dijo que había vuelto al lugar del crimen en la casona y que la había sentido desnudarse dentro de ella al saberse nuevamente abandonada, le dijo que conocía la jacaranda y los torreones, y el idéntico sonido de cristal de la campana, y que había leído sus cartas y la había soñado, apenas ayer, acodada en la terraza de Natalia mirando vibrar la luna, charlando con su hermana muerta, la madre de Leonor, que también fumaba y sonreía. Le dijo cuánto amaba a Lucas, lo bien que entendía que ella también lo hubiera amado, y la forma en que habría de recobrarlo para ambas. Quiso saber dónde habían perdido el amor, en qué momento Lucas las había dejado, y cómo se habían extraviado después en el laberinto de su ausencia, mancas, cojas, tuertas, mensas, zonzas, turulatas, incapaces de amarlo y conservarlo, embrujarlo, engañarlo, halagarlo, domarlo, amarrarlo, atraerlo, envolverlo, retenerlo.
Entonces oyó un ruido. Un resplandor azul entre las sombras del cuarto vecino le hizo saber que estaba acompañada.
Viejo de toda su edad, con todos sus años puestos como una paletada sobre el rostro, Ramón Gonzalbo se asomó a la luz donde su nieta hablaba con los muertos.
– Es suficiente -dijo, con una voz delgada y sin matices, como si se hubiera derrumbado y se ahogara por dentro.
– Ella me dirá lo que ustedes callan -deliró Leonor.
– No dirá nada -la miró Ramón Gonzalbo. -Y es suficiente por este día.
– Estoy enamorada del mismo hombre que mi tía Mariana -siguió Leonor.
– No -dijo Ramón Gonzalbo con la misma voz de siglos, acercándose a su nieta para quitarle la botella de la mano. -Nada más estás borracha.
– Sé lo que quiero, aunque esté borracha -gritó Leonor.
– No lo sabes -dijo Ramón Gonzalbo. -Lo sé muy bien. Ya no soy una niña. -Ya no -admitió Ramón Gonzalbo. -Pues no me trates entonces como si lo fuera -litigó Leonor.
– Mañana vamos a hablar como la adulta que quieres ser-concedió Ramón Gonzalbo. -Pero por hoy ha sido suficiente Vete a dormir. Y no provoques más a los fantasmas.
XVI
La despertaron a primera hora diciéndole que su abuelo la esperaba en el despacho. Le dolía la cabeza y había en sus entrepiernas el ardor por los roces del cuerpo de Rafael Liévano. -Pero no eres tú -le dijo, todavía dormida, sin saber que le hablaba. -Aunque esté llena de ti, no has de ser tú.
Ramón Gonzalbo leía en el escritorio, bajo la luz de su lámpara. No volteó a ver a Leonor sino hasta que la tuvo sentada frente a él, la cara pálida, recién lavada, con la marca de la noche en todas partes.
– Voy a decirte lo que sé de Mariana -le dijo. -Sin añadir ni callar nada.
– Sí -musitó Leonor.
Dejó de mirarla y empezó a hablar, concentrado en la cúpula que hacían sus manos, y echó todo de un tirón, como si lo recitara, con una voz monótona y resignada, defensiva.
– Mariana -dijo -padeció una enfermedad que se da en las mujeres por desajustes emocionales. Se llama anorexia nerviosa. Consiste en que se sienten gordas, quieren adelgazar y dejan de comer. Adelgazan, desde luego, tanto, que llegan a ponerse cadavéricas, pero ellas siguen viéndose y sintiéndose gordas. Luego les da por comer mucho, pero no pueden retener los alimentos y los devuelven. Eso tuvo Mariana. La recogimos una noche en su departamento. Nos llamó una amiga suya que vivía en el mismo edificio. La encontramos muy mal. Llevaba días sin comer, tomando pastillas y psicotrópicos. Estaba como sonámbula, al punto de que no nos reconoció. La durmieron los médicos y la trajimos a la casa. Aquí la alimentaron por vía intravenosa una semana. Se recuperó un poco y quiso volver a su departamento. Los médicos se opusieron y entonces trató de escaparse. No era difícil, porque nadie la vigilaba, pero estaba tan débil que al cruzar la puerta se desmayó. Su obsesión era que la teníamos presa. No era así. Pasó otro mes en recuperación, y volvió a querer irse. Tampoco estaba lista y los médicos volvieron a no autorizar su salida. En protesta, Mariana quemó el colchón y las cortinas de su cuarto. Decidimos internarla en el hospital para que terminara su recuperación. Mejoró mucho internada, recuperó peso, pero su estado emocional siguió siendo precario. Desvariaba y tenía la obsesión de Lucas Carrasco. La enfermera venía a preguntarle si quería comer, y ella contestaba: "Pregúntenle a Lucas." Nosotros no sabemos qué pasó realmente con Lucas Carrasco, pero ese nombre nos recuerda los peores momentos de la enfermedad de Mariana. Así pasaron tres meses, en un frágil equilibrio. Un día, como parte de su debilidad y de su empeño en no depender de nadie, Mariana se desvaneció en la tina mientras se bañaba. Se bañaba sola, porque rehusaba la ayuda de las enfermeras. Se golpeó la nuca. Estuvo inconsciente media hora, con convulsiones. Las placas mostraron una ligera inflamación del cerebro, aunque ninguna lesión grave. Pero no fue así. A la semana se le presentó un derrame cerebral y luego, horas más tarde, una embolia. Murió en la madrugada. Eso es lo que pasó.