Hubo un silencio como un océano. Incómoda por la simpleza desarmante de los hechos, Leonor alcanzó a preguntar:
– ¿Por qué no me contaron esto antes? -No lo sé -dijo Ramón Gonzalbo. -Las cosas son terribles hasta que se dicen.
– No hay nada terrible que ocultar en lo que me has dicho -dijo Leonor.
– No se trataba de ocultar, sino de olvidar dijo Ramón Gonzalbo. -No es agradable recordar la muerte de Mariana. Cuando murió, ninguno de nosotros estaba ahí. No es agradable recordar eso. Tu abuela cree que si hubiéramos dejado a Mariana en la casa, en lugar de internarla, no habría muerto. Quizá tiene razón, y no es agradable pensar en eso. Yo creo que somos culpables de la muerte de Mariana, porque no supimos cuidarla antes de que la recogiéramos esa noche. Tampoco es agradable recordar eso. No queríamos ni queremos hablar más del asunto. Te digo lo que pasó, porque has hecho de esto un delirio. Pero no quiero abundar. Supongo, sin embargo, que tendrás dudas y querrás saber detalles.
– Sí -dijo Leonor.
– Claro que sí -aceptó Ramón Gonzalbo, poniéndose de pie. -Te hice una cita con el médico que atendió a Mariana para que te cuente lo que falta. Se llama Ignacio Mireles. Puedes ir esta tarde y preguntarle los detalles que quieras. Que te muestre los expedientes, los partes médicos, lo que quieras. A ver si terminamos con esta locura de una vez por todas.
Vino hasta ella, le entregó la tarjeta con los datos del médico, le hizo una caricia en la mejilla y salió caminando del despacho, encorvado y convincente, hacia las ruinas del día.
Leonor tuvo vergüenza toda la mañana, pero conforme la hora de la cita se acercó, la curiosidad se impuso al rubor y estuvo puntual en el consultorio de Ignacio Mireles.
Mireles soplaba por las narices al hablar, como si destapara un caño, y movía sin cesar la mano izquierda en el bolsillo de su bata blanca. No hablaba, exponía, ritmando con el soplido de su nariz las pausas de los largos párrafos en que se ordenaba su oratoria, y con el movimiento de la mano las oleadas morosas del discurso. Leonor preguntó al principio, pero al final fue sepultada por la montaña de tecnicismos conque Mireles repitió, amplificada, la versión de su abuelo sobre la muerte de Mariana.
– En resumen -dijo, al terminar su exposición -se configuró lo que podemos llamar una desgracia médica. Mariana no murió de la enfermedad que atacábamos, de la enfermedad que tenía, sino de lo que podríamos llamar sus excrecencias, sus síntomas secundarios. Su hartazgo hospitalario no era parte de la enfermedad, sino su secuela, pero ese hartazgo la llevó a rehusar la ayuda paramédica que era, sin embargo, necesaria. Por rechazar la ayuda de las enfermeras tuvo el percance en la tina de baño, percance que provocó una lesión decisiva, la cual fue invisible para los aparatos que debieron detectarla. Esa lesión, muy distinta de su enfermedad original, no nos dio una segunda oportunidad, ya que su primera manifestación clínica fue un derrame cerebral severo y la segunda, una embolia masiva.
En suma: una desgracia médica. ¿Qué se puede agregar?
– No sé -dijo Leonor.
– Nada -terminó Mireles su exposición circular. -Nada se puede agregar. Una desgracia médica.
Con esa nada y esa desgracia a cuestas volvió Leonor a casa, sintiéndose sola y tonta al final del callejón, frente al muro sin alas ni secretos de la vida. Recogió una manzana del frutero de la cocina y subió masticándola al cuarto de Natalia.
– Me contaron -le dijo, dejándose caer como un mazo de paja sobre la cama. -Me lo contaron todo. Sé todo lo que quería saber. Y me revienta.
– ¿Qué te revienta? -preguntó Natalia.
– Saber -dijo Leonor. -Saber es el peor tedio de la vida.
– Después de los chocolates con relleno -desvarió Natalia. Estaba en su hora frenética de alimentar a sus pájaros. -Fíjate en esto: si les echas luz, los pájaros cantan de noche y las gallinas ponen huevos.
– ¿Qué tiene que ver, tía? Concéntrate en lo que estamos hablando -exigió Leonor. -¿Qué tiene que ver que las gallinas pongan huevos? No seas orate.
– Nada tiene que ver -admitió Natalia. – Pero los ponen. ¿Quién te contó lo que dices que te contaron?
– El médico que atendió a mi tía Mariana.
– ¿Y qué te dijo?
– Me dijo todo. De qué murió, cómo, por qué, todo. Qué mensa mi tía Mariana. Qué manera tan idiota de morirse.
– ¿Fuiste con Necoechea a que te contara? -dijo Natalia, metida en la jaula de sus cotorros australianos.
– Con Ignacio Mireles -dijo Leonor.
¿Quién es ese Ignacio Mireles?
– El que atendió a mi tía Mariana.
– Negativo -dijo Natalia. -El que atendió a tu tía Mariana no fue ningún Mireles. Fue Necoechea. El mismo que me ataranta a mí para que no me aloque. ¿Quién es ese Mireles?
¿No conoces a Mireles?
– No.
¿No atendió Mireles a Mariana?
– A Mariana la atendió Necoechea -repitió Natalia. -El mismo que me pone a raya con mis pastillas, para que no me destrampe. No es un médico. Es un narcotraficante. Lo que le gusta es que esté una drogada con sus pastillas, arañando el cielo de la felicidad un rato y luego lamiendo el piso otro rato. La vida con él es como una montaña rusa, vas pabajo, vas parriba, y otra vez. No te aburres, eso sí.
¿Entonces quién es Ignacio Mireles? -dijo Leonor. ¿Por qué me mandó mi abuelo con él?
– Pues pregúntale a tu abuelo -dijo Natalia.
– ¿Estás segura, tía?
– Como de mis nalgas -dijo Natalia.
Leonor miró las nalgas probatorias de Natalia, sus nalgas enormes y, sin embargo, alzadas y apetitosas bajo el caftán.
Se miró luego las manos. Odió sus uñas de niña, sus padrastros de adolescente. Odió su edad, la conspiración estúpida de los adultos. Y se odió a sí misma por ser parte de ellos, por tener algo que ver con ellos. -
– Mis nalgas son al revés de las gallinas -siguió en su propia ruta Natalia. -Crecen aunque no les prendan las luces. ¿Te había contado eso? Llevan un año de crecer como si no dependieran de mí. No sé qué voy a hacer.
– Yo tampoco, tía -dijo Leonor, sin dejar de mirarse en el espejo de sus manos. -Yo tampoco sé qué voy a hacer.