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– ¿Razón de qué? -preguntó Cordelia.

– Somos muy parecidas -se adelantó Leonor. -Ya me lo dijo la abuela.

– Quiero ver -insistió Cordelia. -Quítate esa trenza.

– De acuerdo, pero luego tú me ayudas a rehacerla -dijo Leonor y empezó a zafarse.

Cuando el pelo le cayó sobre los hombros, todavía ahogado por el yugo de la trenza, Leonor alzó la mirada hacia Cordelia segura del efecto logrado, pero vio en la expresión de su tía una nube de indecisión, un vaho de duda de experto sobre la autenticidad de una pieza.

– Es que así no es -dijo Leonor. Y fue al baño del fondo por un cepillo para repetir el ritual de su abuela. Volvió cepillándose el pelo de la nuca hacia adelante y de la frente hacia atrás, dejando que entraran en él la vida y el aire que habían inflamado el pelo de Mariana. Cuando llegó frente a Cordelia, otra vez había sobre su cabeza el casco esponjado de la esfinge y sentía en sus sienes y su nuca la frescura etérea del pelo suelto, la libertad y la ligereza que la trenza no dejaba avanzar. Se paró entonces frente a Cordelia, dio una vuelta lenta para regodearse en su parecido con Mariana, y otra para ostentar ese parecido, pero cuando acabó su doble minuet y quedó frente a Cordelia, Leonor no encontró la sonrisa que esperaba sino los dos ojos enormes de Cordelia, empezando a enrojecer bajo el líquido que corría ya por las discretas pecas de sus pómulos hasta la piel agrietada de sus labios llenos y hasta el mentón redondo en que terminaban sin saltos, con una suave y discreta armonía, los huesos triangulares de su mandíbula, a la vez poderosa y tersa, como la de su madre, que no había conocido la papada.

– Estás llorando -dijo Leonor. -Pensé que iba a darte gusto.

– Me dan nervios, ya te dije -respondió Cordelia, quitándose las lágrimas de la cara, sin dejar de mirarla. -Y ahora entiendo por qué.

– ¿Por qué? -preguntó Leonor.

– Pareces una copia de Mariana -le dijo Cordelia. -Pero no es sólo que te parezcas físicamente. Es que todo. Cuando venías cepillándote por el pasillo, eras como Mariana cepillándose. Esto va a necesitar de una limpia mayor.

– Mi abuelo dice que tú la conocías mejor que nadie -se acercó Leonor.

– La conocí muy bien -aceptó Cordelia. -¿Qué quieres saber?

– No sé -dijo Leonor. ¿Cómo era? ¿De qué murió? ¿Por qué nadie habla de ella?

– Por miedo -dijo Cordelia. -Y porque no es una historia bonita. Ahora mismo que hemos hablado tan abiertamente tú y yo, no sé si deba contarte todo lo que sé. No sé si conviene que lo sepas.

– ¿Conviene a quién? -retó Leonor.

– A ti, mi hija. No sé si te conviene a ti.

– Menos me conviene este silencio -replicó Leonor. -Me hace sentirme parte de una cosa horrible, tan horrible que nadie se atreve a mencionarla siquiera.

– No es horrible -dijo Cordelia. -Pero tampoco es bonita. O será que a mí me da rabia acordarme de eso, y simplemente odio mi impotencia. No sé.

¿Tu impotencia para qué? -la siguió Leonor.

– Para haber ayudado a Mariana -se nubló Cordelia. -Para haberla sacado de manos de ese miserable.

– ¿Cuál miserable?

– El culpable de todo -dijo Cordelia. -Para acabarla de fregar, una gloria nacional. Una seudogloria, porque eso es todo lo que hay aquí: seudoglorias nacionales.

– Sería también un seudomiserable -jugó Leonor.

– No, eso lo era completo. Pero, en fin. ¿Por dónde quieres que empiece?

– Por el principio -dijo Leonor. -Dime quién fue el miserable.

– Querrás decir quién es -subrayó Cordelia. -Porque todavía es. Anda por ahí suelto, gozando de su seudofama. Sobre todo, todavía anda metido en mi cabeza como si las cosas hubieran pasado ayer. Lo de Mariana y él, quiero decir. Tengo la rabia idéntica de cuando pasó, hace diez años.

– ¿Pero qué pasó?

– Muchas cosas, demasiadas cosas -se abrumó Cordelia, poniéndose de pie para ir hacia el centro del librero que se extendía sobre la sala como la nave de una biblioteca medioeval. -Todas las cosas que te puedas imaginar. ¿Quieres tomar algo?

– No -dijo Leonor.

¿No bebes?

– A veces le robo coñac al abuelo. Pero sólo una copa, o así, allá cada Viernes Santo. -¿Tampoco fumas? -No.

– ¿Ni siquiera marihuana?

– Fumé una vez, pero me puse idiota y luego vomité -explicó Leonor. -Tampoco fumo, desde entonces.

– ¿Quieres decir que no necesitas tóxicos de ningún tipo para andar de loca por el mundo? -jugueteó Cordelia, con estudiada alarma, mientras sacaba de las entrañas rústicas de un arcón una botella de brandy.

– No -sonrió Leonor.

– ¿Quiere decir que traes la música por dentro? -dijo Cordelia, volviendo a su sillón en el centro de la sala. =Si es así, eres lo que ahora llamarían una "loca interconstruida". Mariana también traía la música por dentro. Y a todo volumen.

– Cuéntame -pidió Leonor.

– Te voy a contar -la apaciguó Cordelia, pasando un ademán de reina y señora sobre la corte de muebles coloniales que eran testigos mudos de su propio fonógrafo prendido. -Pero no sé cómo. No sé por dónde empezar.

– Ya dijimos que por el principio.

– No, no, no -dijo con vehemencia Cordelia. -Ése es el peor sitio para empezar a contar esta historia. Yo tengo que empezar por el final, porque el final es lo que sigue echando chispas en mi cabeza. ¿Me entiendes?

– Sí -dijo Leonor.

– No me entiendes, pero no importa -subió y bajó su voz, imperativa y condescendiente, Cordelia. -Lo que quiero decir es que todo eso no tiene sentido para mí si no empieza en la rabia que me quedó. Tengo que empezar diciéndote que el culpable de todo es él. Porque él fue quien sedujo y enloqueció a tu tía Mariana. El la metió a su circuito de enfermos mentales a experimentar y hacer locuras; él le dio las razones y las justificaciones para hacer todo lo que hizo. Y luego, él fue quien la abandonó cuando ella más lo necesitaba. O sea, que primero la hizo enamorarse de él, y luego la tiró como un limón chupado. Eso es lo que pasó y el culpable fue él. Mariana no pudo reponerse de eso.

– ¿Pero quién es él? -preguntó Leonor.

– Se llama Carrasco -dijo Cordelia, incendiándose de rabia al pronunciar el nombre. -Lucas Carrasco. Era mayor que Mariana diez años. No parecen muchos años, pero lo son. Las mujeres estamos acostumbradas a enredarnos con hombres mayores y a nadie le parece que diez años sean una gran diferencia entre hombre y mujer. En la adolescencia los hombres son unos idiotas y nosotras ya lo sabemos todo. Pensamos por eso (no sentimos, pensamos) que nos conviene siempre un hombre mayor. Para estar parejos, como si dijéramos. Pero no es así. Acabando la adolescencia, la cosa cambia mucho. Después de la adolescencia, los hombres aprenden un montón de cosas, adquieren un montón de mañas, porque están más expuestos a la vida real, a las jodederas de la vida adulta. Las mujeres, en cambio, nos quedamos en el mundo ese de mierda donde nos hacen estar, en la casa, los niños, el mercado, las otras mujeres y el confesionario. Nos vamos volviendo idiotas, mientras ellos se van volviendo unos perfectos cabrones. De modo que cuando un hombre más o menos vivido como el cabrón de Carrasco, se encuentra a una muchacha diez años menor como Mariana, la desventaja para la mujer es enorme. Ésa es la ventaja que el cabrón de Carrasco tenía y utilizó para fregar a Mariana. Eso es lo primero que hay que entender. Y no te estoy haciendo un alegato feminista, sino diciéndote la verdad verdadera de la vida entre hombres y mujeres. ¿Ya me entiendes?