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Adriana se echó a reír, con una risa profunda y melodiosa.

– En cuanto lo hice, me di cuenta de haber cometido un desliz. Es algo muy personal. Pero pensaba que todo lo demás era bastante aceptable. El abrigo es una apreciada reliquia de Meeson, mi doncella, que solía ayudarme a vestir. Y el sombrero es uno que ella iba a tirar. Francamente, pensaba que era una obra maestra, con velo y todo. De todos modos, lo única cosa de la que tenía miedo era de mis ojos. Mis fotografías siempre los han resaltado.

Se fue apartando el velo mientras hablaba. También se quitó la peluca de pelusilla gris. Apareció entonces su propio pelo, corto, espeso y maravillosamente teñido de un profundo rojo ticiano. Después con voz sonriente, comentó:

– Bueno, así está mejor, ¿no le parece? Claro que el pelo no se adapta ahora a estas ropas y no es maquillaje adecuado, pero por lo menos ahora nos podemos ver cara a cara. Me disgustaba mucho tener que observarla a través de ese maldito velo.

Dejó la peluca y el sombrero en la silla más próxima y se estiró en el asiento. La inclinación de sus espaldas no era suya, como tampoco lo era el abrigo de piel de conejo. La espalda de Adriana Ford era bastante recta.

Esta ya no era la Mrs. Smith de antes, ni tampoco la trágica Lady Macbeth de hacía una década, o la cálida y exquisita Julieta de hacía treinta años. Despojada de su disfraz, había en ella una mujer que había vivido mucho tiempo y que había llenado ese tiempo de triunfos. Ahora se percibía en ella una atmósfera de vigor, un aire de autoridad. Había humor y también capacidad para la emoción. Los ojos oscuros seguían siendo hermosos y las cejas montadas sobre ellos aparecían finamente arqueadas.

Miss Silver observó estas cosas y aquella otra que iba buscando. Estaba allí, en los ojos y en la expresión de la boca. Aquella mujer había pasado noches de insomnio y días de incertidumbre y tensión antes de decidirse a representar el papel de Mrs. Smith y confiar sus problemas a una persona extraña.

– Quizá esté dispuesta ahora a darme los detalles que le he pedido -le dijo.

3

Adriana Ford se echó a reír.

– Es usted insistente, ¿verdad?-pasó la risa y siguió diciendo con voz profunda-: Quiere usted saber quién estaba en la casa, y qué estaban haciendo y si yo pienso que alguno de ellos ha tratado de asesinarme…, ¿no es cierto? Bueno, le puedo dar una lista de nombres, pero eso no va a ayudarle más que a mí. A veces, pienso que me lo estoy imaginando todo. He venido a verla porque, de repente, tuve la impresión de que no podía quedarme sentada, en espera de que sucediera otra cosa. En la casa Ford entra y sale una gran cantidad de gente. Le daré sus nombres y le diré lo que son, pero quiero que entienda con toda claridad que no sospecho de nadie en particular, ni mucho menos acuso a nadie, y que si yo lo digo así, romperá usted todas las notas que haya podido tomar y olvidará todo lo que le he dicho.

– Ya le he asegurado que todo lo que me diga quedará entre nosotras -afirmó Miss Silver-, siempre y cuando no se produzca ningún acontecimiento trágico que haga necesaria la intervención de la ley.

La mano de Adriana se alzó y volvió a descender. Era el mismo gesto que Miss Sil- ver había recordado… ligero, gracioso y expresivo.

– ¡Oh, después de mí el diluvio! Si soy asesinada puede hacer lo que guste -las palabras fueron pronunciadas siguiendo un impulso que se elevó y se apagó por sí mismo; frunció el entrecejo y añadió-: ¿Por qué he dicho eso? En realidad, no quería decirlo. Bueno, será mejor que empecemos con esos nombres -dio unos suaves golpecitos con los dedos sobre el brazo del sillón-. No lo mucho o poco que sabe usted de mí, pero todo el mundo sabe que me he retirado de la escena. Vivo a cinco kilómetros de Ledbury, en una vieja casa, junto al río. Se la llama

Casa Ford y la compré hace unos veinte años. Me encapriché de ella por el nombre. Mi apellido verdadero es Rutherford, pero cuando empecé a actuar adopté el nombre de Adriana Ford. Algunos de mis parientes han mantenido el apellido escocés de Rutherford, pero otros se hacen llamar Ford… como yo. Soy la última descendiente de mi generación.

Y ahora empezaré hablándole del personal que trabaja en la Casa Ford. Alfred Simmons y su esposa son el mayordomo y la cocinera. Están conmigo desde hace veinte años. Viven en la casa, como Meeson, a quien supongo se le puede llamar mi doncella. Antes era mi modista y está completamente dedicada a cuidarme. Empezó a trabajar para mí cuando sólo era una niña y ahora ya tiene unos sesenta años. Además, hay dos mujeres que vienen todos los días… una chica llamada Joan Cuttle, una criatura tonta y bastante irritante, a la que no se puede imaginar queriendo envenenar a nadie… y una viuda de edad mediana, cuyo esposo era jardinero. Si quiere saberlo, se llama Pratt. Además, hay un jardinero llamado Robertson y un joven que trabaja a sus órdenes, Sam Bolton. Él es quien se cuida del coche y realiza los trabajos más molestos.

Miss Silver se apuntó los nombres en el cuaderno azul, mientras Adriana guardaba silencio, con el ceño fruncido. Al final, dijo:

– Bueno, ése es todo el personal, y no se me ocurre una sola razón por la que alguno de ellos desee quitarme de en medio.

– ¿No hay herencias? -preguntó Miss Silver, tosiendo.

– ¡Desde luego! ¿Por quién me toma? Meeson está conmigo desde hace cuarenta años, y los Simmons desde hace veinte.

– ¿Saben ellos que usted les deja algo en su testamento?

– Pensarían muy mal de mí si no lo hiciera.

– Miss Ford, debo pedirle que sea lo más exacta posible. ¿Saben realmente que usted les va a dejar algo?

– ¡Pues claro que lo saben!

– ¿Y se trata de cantidades considerables?

– ¡Yo nunca hago las cosas a medias!

– ¿Alguna otra herencia para el personal?

– ¡Oh, no! Por lo menos… bueno, cinco libras por cada año de servicio. Con cien se cubre lo máximo.

Miss Silver trazó una línea a lo largo de la página.

– Bien, ya hemos revisado al personal. ¿Me permite preguntarle ahora quién más vive en la Casa Ford?

Los dedos de Adriana recorrieron la figura de una hoja de acanto tallado.

– Mi primo Geoffrey Ford y su esposa Edna. Él está cercano a los cincuenta. Sus medios no son los que a él le gustaría que fueran y la vida de un caballero del campo se le da muy bien. Empezó a venir para hacer visitas, que se fueron prolongando hasta convertirse en una estancia más o menos permanente. Es una compañía agradable y a mí me gusta tener a un hombre en la casa. Su esposa es una de esas mujeres pesadas, pero bien intencionadas. Vigila a los sirvientes y es una especie de ama de llaves. Le gustaría tenerlo todo cerrado con llave para ir distribuyéndolo en dosis diarias. Y siente unos celos ridículos de Geoffrey.

El lápiz de Miss Silver se detuvo en el aire.

– Cuando dice ridículos, ¿quiere dar a entender que no tiene motivo alguno para sentirse celosa?

Adriana se echó a reír con aspereza.

– ¡Al contrario! Debería decir que tiene todas las razones para sentirse así. Pero ¿qué otra cosa puede esperar? Ella tiene más años que Geoffrey y nunca fue atractiva. Nadie ha logrado comprender por qué se casó con ella. Por lo que sé, ella no tiene dinero. Y eso es todo lo concerniente a Geoffrey y Edna. Después está Meriel.

Miss Silver escribió el nombre y lo repitió con tono interrogativo.

– ¿Meriel…?

– ¡Oh! Ford… Ford. En cualquier caso, así es como se ha llamado durante los últimos veintitrés años. Y no vale la pena que me pregunte de dónde viene, porque no viene de ninguna parte. Se puede decir que fue arrojada en mis brazos y lo más probable es que permanezca así. Atemoriza a los hombres, alejándolos de su lado. Es una criatura intensa… probablemente una desadaptada.