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Sandra negó ligeramente con la cabeza.

—Bien, se puede. Es una técnica nueva. Sarkar Muhammed es uno de los pioneros. ¿Qué diría si le cuento que mi cerebro ha sido escaneado y duplicado?

Sandra levantó las cejas.

—Dos cabezas… mejor que una.

Peter recibió el comentario con una sonrisa torcida.

—Quizás. Aunque, realmente, se realizaron un total de tres simulaciones de mí.

—¿Y una de ellas… cometió… los asesinatos?

Peter se sorprendió por la rapidez con la que Sandra entendía la situación.

—Sí.

—Pensaba que una I A… estaba implicada.

—Intentamos detenerlas —dijo Peter—. No funcionó. Pero al menos sé cuál es la simulación culpable. –Hizo una pausa—. Le daré todo lo que necesite, Sandra, incluyendo acceso completo a los escáneres de mi cerebro. Me conocerá hasta en los detalles más íntimos; mejor de lo que cualquiera en el mundo real me conoce. Sabrá como pienso, y eso le permitirá saber cómo derrotar a la simulación asesina.

Sandra levantó ligeramente los hombros.

—No puedo hacer nada —dijo con voz débil y llena de tristeza—. Me muero.

Peter cerró los ojos.

—Lo sé. Lo siento mucho, muchísimo. Pero hay una forma, Sandra; una forma en que puede detener todo esto.

1

Enero 1995

Sandra Philo examinó los recuerdos de Peter Hobson.

El horror, descubrió, había comenzado en 1995, dieciséis años antes. En aquella época, Peter Hobson no era el centro de una controversia sobre la ciencia y la fe que agitaba al mundo entero. No, entonces era simplemente un estudiante de veintiséis años graduado en la Universidad de Toronto y que realizaba un máster en ingeniería biomédica; un estudiante que estaba a punto de sufrir el mayor impacto de su vida…

El teléfono sonó en la habitación de Peter Hobson.

—Tenemos un fiambre —dijo la voz de Kofax—. ¿Te apetece?

Un fiambre. Una persona muerta. Peter intentaba habituarse a la insensibilidad de Kofax. Se restregó los ojos para despertarse.

—S-sí. –Intentó aparentar más confianza—: Por supuesto —dijo—. Seguro.

—Mamikonian va a empezar a cortar —dijo Kofax—. Tú puedes manejar el ECG. Eso te supondrá una buena parte de tus requerimientos en prácticas.

Mamikonian. El cirujano de Stanford especializado en trasplantes. Sesenta y tantos, con manos tan firmes como las de una estatua. Recogida de órganos. Jesús, sí, quería estar allí.

—¿Cuándo?

—En un par de horas —dijo Kofax—. El chico está lleno de soporte vital… mantiene la carne fresca. Mamikonian está en Mississauga; le llevará ese tiempo llegar y prepararse.

Chico, había dicho. La vida de un chico cercenada.

—¿Qué sucedió? –preguntó Peter.

—Un accidente de moto… el chico salió volando por los aires cuando un Buick le dio de lado.

Un adolescente. Peter agitó la cabeza.

—Iré —dijo.

—Quirófano 3 —dijo Kofax—. Empezamos a prepararnos en una hora. –Colgó.

Peter se apresuró a vestirse.

Se suponía que no debía hacerlo, lo sabía, pero no pudo evitarlo. De camino al quirófano, pasó por Urgencias y miró los blocs de aluminio colgados en el soporte móvil. A un tipo lo estaban cosiendo después de haber atravesado el cristal de una ventana. Otro con un brazo roto. Herida de arma blanca. Retortijones de estómago. Ah…

Enzo Bandello, diecisiete.

Accidente de moto, como había dicho Kofax.

Una enfermera se acercó en silencio hacia Peter y miró por encima de su hombro. La identificación decía Sally Cohan. Frunció el ceño.

—Pobre chico. Tengo un hermano de la misma edad. –Una pausa—. Los padres están en la capilla.

Peter asintió.

Enzo Bandello, pensó. Diecisiete.

Al intentar salvar al chico, el equipo de traumatología le había dado dopamina y le habían deshidratado deliberadamente, esperando reducir la inflamación cerebral normalmente asociada con graves heridas en la cabeza. Sin embargo, demasiada dopamina dañaría el corazón. Según la tabla, a las 2.14, habían comenzado a sacarla del cuerpo y a meterle fluidos. Lecturas posteriores mostraban que la presión sanguínea era todavía demasiado alta —efecto de la dopamina— pero debería bajar pronto. Peter pasó las páginas. Un informe serológico: Enzo estaba libre de hepatitis y de SIDA. Los recuentos sanguíneos y los estudios hemorrágicos también parecían buenos.

Un donante perfecto, pensó Peter. ¿Tragedia o milagro? Sus órganos salvarían la vida de media docena de personas. Mamikonian sacaría primero el corazón, una operación de treinta minutos.

Luego el hígado; dos horas de trabajo. Luego, el equipo renal sacaría los riñones, otra hora más de cortar.

Después de eso, las córneas. Luego los huesos y otros tejidos.

No quedaría mucho para enterrar.

—El corazón va a Sudbury —dijo Sally—. Los datos encajan a la perfección, dicen.

Peter colocó el bloc de nuevo en el carrusel y salió por las puertas dobles que llevaban al resto del hospital. Había dos rutas igualmente buenas para llegar al quirófano 3. Eligió la que pasaba por la capilla.

No era una persona religiosa. Su familia, en Saskatchewan, era canadiense protestante blanca. La última vez que Peter había ido a la iglesia había sido para una boda. Antes de eso, a un funeral.

Podía ver a los Bandello desde el pasillo, sentados en un banco del centro. La madre lloraba suavemente. El padre pasaba un brazo por encima de sus hombros. Era un hombre muy bronceado que llevaba una chaqueta de trabajo a cuadros con manchas de cemento.

Un albañil, quizá. Muchos italianos de Toronto de su generación trabajaban en la construcción. Habían venido después de la Segunda Guerra Mundial, incapaces de hablar inglés, y habían aceptado trabajos pesados para construir una vida mejor para sus hijos.

Y ahora el chico del hombre estaba muerto.

La capilla era confesionalmente neutral, pero el padre miraba a lo alto, como si pudiese ver un crucifijo en la pared, como si viese a Jesús colgando de allí. Se persignó.

Peter sabía que en algún lugar de Sudbury había una celebración. Venía un corazón; se salvaría una vida. En algún sitio había alegría.

Pero no aquí.

Siguió caminando por el corredor.

Peter llegó a la habitación de lavado. A través de una gran ventana podía ver el escenario de operaciones. La mayoría del equipo quirúrgico estaba ya en su lugar. El cuerpo de Enzo había sido dispuesto: le habían afeitado el torso, dos capas color óxido pintadas sobre él, plástico transparente sobre el campo quirúrgico.

Peter intentó mirar eso que a los otros les habían enseñado a ignorar: el rostro del donante. No estaba visible por completo; la mayor parte de la cabeza de Enzo estaba cubierta por una sábana fina, exhibiendo sólo los tubos del respirador. El equipo de trasplantes desconocía deliberadamente la identidad del donante; decía que lo hacía más fácil. Peter era probablemente el único que conocía el nombre del muchacho.

Había dos lavabos fuera del quirófano. Peter comenzó el lavado de ocho minutos, un cronómetro digital sobre el lavabo contaba el tiempo.

Después de cinco minutos, el doctor Mamikonian en persona llegó y comenzó a restregarse en el segundo lavabo. Tenía el pelo de color acero y la barbilla fina; más bien un súper-héroe envejecido que un cirujano.

—¿Tú eres…? –preguntó Mamikonian mientras se restregaba.

—Peter Hobson, señor. Soy estudiante graduado de ingeniería biomédica.