—Por favor, Peter. Tú y yo sabemos que eso son gilipolleces.
—No estoy seguro de que cada uno de nosotros tenga un voto.
—Como sea, estoy seguro de que Cathy sabe que son gilipolleces.
—Eso espero.
—Tú y Cathy tenéis un buen matrimonio… ya lo sabes. No se pudrió por dentro; lo atacaron desde fuera.
—Supongo —dijo Peter—, pero lo he estado repasando mucho… buscando una pista de haberlo estropeado en algún sitio.
—¿Y encontraste alguna? —preguntó el sim.
—No.
—Por supuesto que no. Siempre has intentado ser un buen marido… y Cathy también fue una buena esposa. Ambos trabajasteis para hacer que el matrimonio fuese un éxito. Os interesáis por el trabajo del otro. Cada uno apoya los sueños del otro. Y habláis con libertad y sinceridad sobre todo.
—Pese a todo —dijo Peter—, desearía poder estar seguro. —Hizo una pausa—. ¿Recuerdas Perry Masón} No la serie de televisión original con Raymond Burr, sino la versión que hicieron en los setenta. ¿Lo recuerdas? La repitieron en AE A finales de los noventa. Harry Guardino interpretaba a Hamilton Burger. ¿Recuerdas esa versión?
El sim hizo una pausa momentánea.
—Sí. No era muy buena.
—De hecho, apestaba —dijo Peter—. Pero ¿la recuerdas?
—Sí.
—¿Recuerdas al que interpretaba a Perry Masón?
—Claro. Era Robert Culp.
—¿Puedes recordarlo? ¿Lo ves en el tribunal? ¿Lo recuerdas en esa serie?
—Sí.
Peter estiró los brazos.
—Robert Culp nunca interpretó a Perry Masón. Monte Markham lo hizo.
—Sí. Yo también pensaba que era Culp, hasta que vi una historia sobre Markham en el Star de ayer; está en la ciudad haciendo Twelve Angry Men en el Royal Alex. Pero ¿conoces la diferencia entre esos dos actores, Culp y Markham?
—Claro —dijo el sim—. Culp salía en I Spy y El gran héroe americano. Y, veamos, en Bob and Carl and Ted and Alice. Gran actor.
—¿Y Markham?
—Un sólido actor de carácter; siempre me gustó. Nunca tuvo una serie de éxito, pero ¿no estuvo en Dallas un año o así? Y, alrededor del 2000, apareció en esa terrible comedia de situación con James Carey.
—Exacto —dijo Peter—. ¿Ves? Los dos tenemos recuerdos, verdaderos y sólidos recuerdos, de Robert Culp interpretando un papel que realmente interpretó Monte Markham. Por supuesto, ahora mismo estás reescribiendo esos recuerdos, y estoy seguro de que ahora puedes ver a Markham en el papel de Masón. Así es como funciona la memoria: guardamos sólo la información suficiente para reconstruir el suceso más tarde. Guardamos las deltas: recordamos trozos básicos de información, y anotamos los cambios. Luego cuando necesitamos recuperar el recuerdo, lo reconstruimos, y a menudo no lo hacemos exactamente.
—¿Adonde pretendes llegar? —dijo el sim.
—Mi idea, querido hermano, es ésta: ¿cuán precisos son nuestros recuerdos? Recordamos todos los sucesos que llevaron al asunto de Cathy, y nos encontramos libres de culpa. Todo encaja perfectamente; todo es consistente. ¿Pero cuan preciso es? ¿En alguna forma que hemos elegido no recordar, en algún momento que hemos eliminado, por algún acto que se perdió en la mesa de montaje neuronal, la empujamos a los brazos de otro hombre?
—Creo —dijo el sim—, que si tienes el poder de introspección para plantear esa pregunta, sabes que la respuesta es probablemente no. Eres un hombre reflexivo, Peter… yo mismo lo digo.
Hubo un largo silencio.
—No he sido de mucha ayuda, ¿no? —preguntó el sim.
Peter se lo pensó.
—No, al contrario. Ahora me siento mucho mejor. Hablar de ello me ha ayudado.
—¿Incluso si esencialmente fue hablar contigo mismo? —preguntó el sim.
—Incluso así —dijo Peter.
23
Una mañana soleada en medio de noviembre, algo poco común, con la luz penetrando por los bordes de la persiana del cuarto de estar.
Hans Larsen estaba sentado a la mesa en el rincón del desayuno mordisqueando una tostada blanca untada con mermelada de naranja. Su mujer, Donna-Lee, en la puerta principal, se estaba poniendo unos zapatos con diez centímetros de tacón. Hans la observó inclinarse para hacerlo, sus pechos —perfectos para sostener en las manos— luchando contra su blusa de seda roja, la dura curva del culo contra la falda de cuero negro, el cuero demasiado grueso para mostrar la línea de los panties.
Era una mujer hermosa, pensó Hans, y sabía cómo vestirse para demostrarlo. Y eso, por supuesto, era la razón por la que se había casado con ella. Una mujer adecuada, del tipo que volvía cabezas. El tipo de mujer que un hombre de verdad debería tener.
Mordisqueó algo más de tostada, y la tragó con algo de café. Le daría lo mejor cuando volviese a casa por la noche. A ella le gustaba.
Por supuesto, él no volvería a casa hasta tarde: vería a Melanie después del trabajo. No, espera: Melanie era mañana por la noche; hoy era miércoles. Entonces Nancy. Mejor aún; Nancy tenía unas tetas para morirse.
Donna-Lee se miró en el espejo de la puerta del armario en la entrada. Se inclinó hacia delante para examinar el maquillaje, luego le gritó a Hans.
—Te veré más tarde.
Hans agitó una tostada en su dirección.
—Recuerda, llegaré tarde. Tengo una reunión después del trabajo.
Ella asintió, sonrió radiante y se fue.
Era una buena esposa, pensó Hans. Fácil a los ojos, y no demasiado exigente de su tiempo. Por supuesto, una única mujer no era ni de lejos suficiente para un hombre de verdad…
Hans vestía una chaqueta de sport de nilón azul oscuro y una camisa de poliéster azul claro. Una corbata gris plata, también sintética, le colgaba sin nudo del cuello. Llevaba calzoncillos Hanes y calcetines blancos, pero todavía no se había puesto los pantalones. Todavía le quedaban veinte minutos antes de salir para el trabajo. Desde el rincón del desayuno podía ver la televisión en el cuarto de estar, la imagen algo difuminada por la luz del sol. El programa era Canadá A.M., con Joel Gotlib entrevistando a algún actor calvo que Hans no reconoció.
Hans se acabó la última de las tostadas justo cuando llamaron a la puerta. La televisión redujo automáticamente Canadá A.M. a una pequeña imagen en la esquina superior izquierda.
El resto de la pantalla se llenó con la imagen de la cámara de seguridad exterior. Había un hombre con el uniforme marrón de UPS en el porche. Llevaba un enorme paquete envuelto en papel.
Hans gruñó. No estaba esperando nada. Tocando un botón en el teléfono de la cocina, dijo:
—Un segundo.
Y se fue a buscar los pantalones. Una vez que los tuvo puestos, atravesó el salón hacia la entrada, luego abrió la puerta. Su casa miraba al este, y la figura en el porche estaba iluminada desde atrás. Tenía unos cuarenta años, bastante alto —dos metros— y era delgado. Parecía que podía haber sido jugador de baloncesto una década atrás. Tenía rasgos marcados v un bronceado intenso, como si hubiese estado recientemente en el sur. Hans pensó que debían pagar muy bien a los tíos de UPS.
—¿Es usted Hans Larsen? —preguntó el hombre. Tenía acento británico, o quizás australiano… Hans no sabía distinguirlos.
Hans asintió.
—Soy yo.
El repartidor le entregó la caja. Era un cubo como de medio metro de lado, y era sorprendentemente pesado… como si alguien le hubiese enviado una colección de rocas. Una vez que tuvo las manos libres, el hombre se llevó una a la cintura. Llevaba colgando del cinturón un pequeño bloc electrónico de recibos por medio de una cadena metálica. Hans se volvió para dejar la caja en el suelo.