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Rod rió.

—En el culo.

Peter todavía conservaba una larga cicatriz en la pierna a raíz de un accidente en el gimnasio del instituto. Aquellos malditos profesores de educación física. Tipos tan graciosos. Esperó a que todo el mundo estuviese servido, se sirvió salsa y se la pasó a Rod.

—No, gracias —dijo Rod—. Ya no tomo demasiada salsa.

Peter pensó en preguntar por qué, pero decidió no hacerlo, y le pasó la salsa a Cathy. Se volvió hacia su suegra y sonrió.

—¿Algo nuevo contigo, Bunny?

—Oh, sí —dijo—. Estoy asistiendo a un curso los miércoles por la noche: francés. Pensé que ya era hora de aprenderlo.

Peter estaba impresionado.

—Bueno para ti —dijo. Se volvió a Rod—. ¿Eso significa que tienes que defenderte sólo los miércoles por la noche?

Rod gruñó.

—Pido la comida a Food Food —dijo.

Peter rió.

—El pavo está delicioso —le dijo Cathy a su madre.

—Gracias, querida —le dijo Bunny. Sonrió—. Recuerdo aquella vez en que hiciste de pavo en la obra del día de Acción de Gracias en la escuela.

Peter levantó una ceja.

—No lo sabía, Cathy. —Miró a su suegro—. ¿Cómo estuvo, Rod?

—No lo sé. No fui. Ver niños vestidos de animales no es mi idea de una noche de diversión.

—Pero se trataba de tu hija —dijo Peter, y luego deseó no haberlo dicho.

Rod se sirvió algunas zanahorias cocidas.

Peter sospechaba que hubiese ido a ver a un hijo jugar en la Liga Infantil.

—Papá nunca se ha interesado demasiado por los niños —dijo Cathy con tono neutral.

Rod asintió, como si aquélla fuese una actitud perfectamente razonable para un padre. Peter acarició suavemente la pierna de Cathy con el pie.

4

Agosto 2011

El mundo atraviesa dos estaciones en seis meses. ¿Debe sorprender que otras cosas también cambien mucho en ese tiempo?

Peter se había bajado de la red la revista Time de aquella semana y estaba echándole un vistazo. Noticias del mundo. Gentes. Acontecimientos.

Acontecimientos.

Nacimientos, matrimonios, divorcios, muertes.

No todos los acontecimientos eran tan, tan definidos. ¿Se notaban cosas como la desintegración de un romance? ¿Quién marcaba los malestares persistentes, los corazones vacíos? ¿Quién señalaba la muerte de la felicidad?

Peter recordaba cómo solían ser las tardes del sábado. Tranquilas. Cariñosas. Leyendo el periódico juntos. Mirando un poco de televisión. Yendo en algún momento al dormitorio.

Acontecimientos.

Cathy bajó las escaleras. Peter levantó brevemente la vista. Había esperanza al levantar los ojos, esperanza de ver a la vieja Cathy, la Cathy de la que se había enamorado. Los ojos volvieron al lector. Suspiró, sin histrionismo, no para los oídos de ella, sino para sí mismo, una exhalación pesada, intentando expulsar la tristeza de su cuerpo.

Peter había examinado su apariencia en aquella mirada rápida. Vestía un viejo jersey de la Universidad de Toronto y téjanos sueltos. Nada de maquillaje. El pelo peinado pero sin cepillar, que le caía en montones negros sobre los hombros. Gafas en lugar de lentillas.

Otro suspiro débil. Tenía tan buen aspecto sin aquellas lentes gruesas colgándole de la nariz…, pero no podía recordar la última vez que había llevado las lentillas.

No habían hecho el amor en seis semanas.

La media nacional era 2,1 veces por semana. Lo decía allí mismo, en Time.

Por supuesto, Time era una revista americana. Quizá la media fuese diferente en Canadá.

Quizá.

Aquel año había sido su decimotercer aniversario de bodas.

Y no habían hecho el amor en seis jodidas semanas. Seis semanas sin joder.

Él volvió a mirar. Allí estaba, en el tercer escalón, vestida como una maldita marimacho.

Ella tenía cuarenta y un años; su cumpleaños había sido el mes pasado. Todavía conservaba la figura; aunque no es que Peter la viese ahora muy a menudo. Aquellas camisetas y jerseys demasiado grandes y faldas largas —aquellos trapos con los que ahora se vestía— lo escondían todo.

Peter golpeó el botón de AvPág. Inclinó la cabeza, de vuelta a la lectura. Solían hacer mucho el amor las tardes del sábado. Pero, Cristo, si ella iba a vestirse de aquella forma. Había leído los tres primeros párrafos del artículo que tenía frente a él, y se dio cuenta de que no tenía ni idea de lo que decía, no había absorbido ni una palabra.

Miró una vez más. Cathy estaba todavía en el tercer escalón, mirándole a él. Los ojos se encontraron, pero ella apartó la vista, y, con la mano en el pasamanos de madera, entró en el salón.

Centrándose en la revista, Peter dijo:

—¿Qué te gustaría cenar?

—No sé —dijo ella.

No sé. El himno nacional de Cathylandia. Jesús, estaba harto de oírlo. ¿Qué te gustaría hacer esta noche? ¿Qué te gustaría cenar? ¿Quieres ir de vacaciones?

No sé.

No sé.

No sé.

Jódete.

—A mí me gustaría pescado —dijo Peter, y una vez más golpeó el botón de AvPág.

—Lo que te haga feliz —dijo ella.

Me baria feliz que me hablases., pensó Peter. Me haría feliz que no te vistieses de ese maldito modo todo el tiempo.

—Quizá deberíamos pedir algo fuera —dijo Peter—. Quizá pizza, o algo de comida china.

—Lo que quieras.

Pasó página, nuevas palabras llenando la pantalla.

Trece años de matrimonio.

—Quizá llame a Sarkar —dijo él, probando las aguas—. Salir y tomar algo con él.

—Si te apetece.

Peter apagó el lector.

—Maldita sea, no se trata de lo qué a mí me gustaría. ¿Qué te gustaría a ti?

—No sé.

Se había estado acumulando durante semanas, lo sabía, descomponiéndose en su interior, aumentando la presión, una explosión inminente, sus suspiros jamás liberaban la suficiente cantidad de lo que acumulaba, de lo que estaba listo para estallar.

—Quizá debería irme con Sarkar y no volver.

Ella se quedó de pie al otro lado de la habitación. Tras ella se elevaba la escalera. Parecía que le temblaba un poco el labio inferior. La voz sonaba baja.

—Si eso te hace feliz.

Se está desmoronando, pensó Peter. Se está desmoronando ahora mismo.

Peter volvió a conectar el lector de revistas pero inmediatamente lo apagó de nuevo.

—Ha acabado, ¿no? —dijo.

Trece años…

—Cristo —le dijo Peter al silencio.

Cerró los ojos.

—Peter…

Los ojos todavía cerrados.

—Peter —dijo Cathy—, me acosté con Hans Larsen.

Él la miró, con la boca abierta, el corazón desbocado. Ella no le miró a los ojos.

Cathy se movió vacilante al centro del salón. Hubo silencio entre ellos durante varios minutos. A Peter le dolía el estómago. Al final, con la voz ronca, dura, como si hubiese perdido el aliento, dijo:

—Quiero conocer los detalles.

Cathy habló con suavidad. No le miró.

—¿Importa?

—Sí, importa. Por supuesto que importa. ¿Cuánto hace que dura este… —hizo una pausa— este asunto? Cristo, nunca esperé tener que usar la palabra en este contexto.

El labio inferior le temblaba otra vez. Cathy dio un paso hacia él, como si quisiese sentarse a su lado en el sofá, pero vaciló cuando vio la expresión de su cara. En su lugar, se movió lentamente hacia una silla. Se sentó, cansada, como si el pequeño paseo al salón hubiese sido el más largo de su vida. Colocó cuidadosamente las manos sobre el regazo y las miró.