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Walter tomó la botella de vino apresuradamente.

– ¿Quieres un poco más? Estuvo muy bien en Armas al hombro. Lo vi en Escocia. ¿La viste?

Lydia tapó el vaso con la mano.

– Primero quisiera mostrarte el recorte de mi álbum.

– Recuerdo que mi padre estaba en Estados Unidos. Fue cuando tuvo el accidente. Me pregunto si habrá conocido a Chaplin.

– Walter, dime qué ha sucedido con mi álbum.

Se aclaró la garganta.

– No estoy muy seguro de lo que ha ocurrido. He ido a buscarlo al teatro, pero al llegar a casa ya no lo tenía.

– ¿Qué quieres decir? ¿Lo has perdido?

– Lo he dejado en alguna parte. Creo que en el taxi. Lo siento, querida.

Lydia se levantó de la silla. Lo odiaba. Habló con fría calma.

– Ese libro era lo más valioso que tenía. Ninguna cifra de dinero puede reemplazarlo.

Salió de la habitación corriendo. En el hall arrancó las rosas del florero y las arrojó al suelo. Subió a su habitación y cerró la puerta con violencia. Se desplomó en la cama y lloró.

Más tarde fumó un cigarrillo. Oyó a la cocinera salir de la casa por la puerta de servicio, y a Sylvia subir a la pequeña habitación en el altillo.

Se oyeron unos golpes suaves en la puerta.

– ¿Estas despierta, Lydia? -dijo la voz de Walter.

No le contestó. No tenía nada que decirle.

Alcanzó a ver cómo se movía el picaporte de la puerta cerrada con llave.

– Lydia, querida, soy yo…

– Vete.

– Acabo de recordar dónde he dejado el álbum. Vi las rosas y me he acordado. Ha sido en la floristería donde las he comprado. He puesto el álbum en el mostrador mientras elegía los colores. Tenía un taxi afuera esperando que no dejaba de tocar la bocina y en mi apuro he olvidado el álbum. Lo puedo recuperar mañana. Está cerca de la estación de Richmond. Lydia, ¿me escuchas? Iré a buscarlo mañana.

– No.

– ¿Qué?

– No confío en ti. Iré yo misma y será mejor que esté allí.

– Pero la chica de la floristería no te conoce.

– Idiota. Ese cuaderno está lleno de fotos mías.

Hubo una pausa.

– En cuanto a lo otro -titubeó Walter-, me refiero a Estados Unidos… Volvamos a hablar de ello cuando ambos hayamos tenido la oportunidad de pensarlo bien.

– No hay nada más que hablar. Estoy decidida. Me voy, Walter. Tú puedes hacer lo que quieras.

8

Poppy compartía un colchón de estopa con su hermana Rose en el cuarto familiar sobre la lechería de la calle Chicksand. Rose tenía siete años. Le gustaba despertarse en cuanto amanecía y bajar a ver cómo los lecheros ataban los caballos a los carros. Esa era la oportunidad de Poppy para estirar los brazos y las piernas y rodar hasta en centro del colchón. Caía en un profundo sueño, lejos de las movedizas rodillas y codos de Rose. Casi siempre dormía hasta las once, menos el domingo. No sentía remordimientos por dormir hasta tan tarde. Mantenía a su familia vestida y alimentada con sus ganancias en Lane.

Aquel lunes por la mañana se sintió sorprendida y molesta al ser despertada por Rose, que tiraba de las mantas. Eran las nueve.

– Pop, despierta.

– Vete o te mato.

– Un hombre te busca.

– ¿Qué hombre? -se sentó maldiciendo y miró hacia abajo-. ¡Oh! -pegó un salto hasta quedar fuera de la vista del hombre y se abotonó la camisa que usaba para dormir.

– ¿Qué quiere? -preguntó Rose, interesada.

– Dile que en seguida bajo -fue a buscar su ropa. Casi había olvidado su aventura del día anterior. El desconocido del mercado con sus misteriosas amenazas de que no contara nada de sus «negocios» se había alejado de tal manera de su mente que esa mañana sólo recordaba que se sentía fatal por la enorme cantidad de cerveza bebida la noche anterior.

De todas maneras pensaba que ese tipo era raro y sentía que había escapado por un pelo de algo malo, aunque el comportamiento de él fuera tan correcto. Y aquí estaba, cumpliendo su promesa de llevarla a una tienda elegante.

Le gritó a Rose.

– Dale un té -se sacó la camisa y se detuvo a pensar en lo que podría ponerse. Cuando bajó, él estaba sentado en la silla del padre de Poppy. Era bastante apuesto, con grandes ojos azules y pelo color miel bien alisado. No le importó que la mirara. Se había puesto un vestido de crêpe supuestamente usado en el Savoy y comprado de segunda mano en el mercado. Poppy sabía manejar muy bien el hilo y la aguja. Los azules estaban un poco desteñidos, pero de todos modos le quedaba perfecto.

– ¿Qué llevas debajo de eso?

Después de todo era raro. Le lanzó una de sus miradas torvas y se sirvió té.

– Lo menciono -explicó el hombre-, porque vas a tener que sacarte el vestido para que te tomen las medidas.

Ella no lo había pensado. Volvió al cuarto y buscó la ropa interior.

Cuando dejaron la casa, Poppy se sintió desilusionada al no encontrar un taxi esperándolos. El automóvil estaba a la vuelta de la esquina en la otra calle. Ella rió y él le preguntó qué encontraba tan gracioso. Poppy cantó un estribillo que había oído en la calle sobre el «maldito y misterioso Pimpernel». El hombre no pareció apreciarlo.

– Me llamo Jack -replicó secamente.

El taxi recorrió un corto trecho y se detuvo. Poppy miró por la ventanilla y en ese mismo instante Jack le puso algo en la mano. Era jabón de lavanda. Estaban delante de los baños públicos de Aldgate Street.

– ¡Demonios! -pero pensó en esa elegante tienda y dijo que no tardaría.

Cuando al final llegaron a Bond Street, se sentía agradecida por la ocurrencia de Jack. Después de tener la satisfacción de que desenrollaran metros de telas preciosas delante de ella, sentada en una silla dorada, se la llevaron para tomarle medidas. Una era la encargada de dar conversación en forma de elogios a la figura y el aspecto de Poppy; otra usaba en centímetro y la tercera anotaba las medidas. Poppy casi no habló. Había elegido un crêpe-de-chine dorado que le formaba un nudo en la garganta ante el anticipado placer. La modista le pidió que volviera el miércoles a probarse.

El viernes estaba listo. Por una vez las empleadas dijeron la verdad: la señora estaba preciosa.

– Ahora -dijo Jack cuando se alejaron de la tienda con el vestido envuelto en papel de seda dentro de una caja negra y dorada- iremos a comprar medias y zapatos. Después te llevaré a mi apartamento.

Poppy era joven pero no ingenua. Sabía lo que quería un hombre cuando la invitaba a una a su apartamento. Hacía rato que sospechaba que eso era lo que estaba detrás de la generosidad de Jack. Sin embargo, pensó mientras caminaba al lado de él por Regent Street, era una manera bastante gratificante de empezar. Nadie podría decir que se vendía por monedas.

Y era un tipo bastante varonil.

La llevó a un apartamento con terraza y vista a Hyde Park. Las paredes estaban empapeladas en blanco y dorado, las alfombras eran orientales y los muebles de laca chica. Delante de la chimenea había una mujer con un spaniel en brazos. Llevaba puesto un vestido de seda plisado, con un ramito de violetas de Parma en el hombro izquierdo. Era muy elegante.

– Poppy, ella es Kate -la presentó Jack y sonrió al agregar-. Mi adorada esposa.

– Así que tú eres la ratera -gruñó Kate en una voz que no correspondía a su apariencia-. No lo pareces en absoluto.