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Alma sintió la muerte de Arthur de una manera que nadie podría entender. En su vida había un vacío. La gente era amable con ella.

La alentaban a salir más. Estaban en otra era, en la que los placeres eran públicos. Cines, salones de baile y clubs nocturnos aparecían por todos lados. Alma todavía era joven, pero se sentía como perteneciente a otra generación. No estaba lista para los años veinte. Los hombres jóvenes no la impresionaban.

– Abra un poco más, por favor -pidió el doctor Baranov-. Dígame si le duele.

Estaba segura de que no le dolería. El doctor Baranov era un maravilloso dentista. Sería un maravilloso amante, también.

– Algunos de mis pacientes me piden que los anestesie… con cloroformo, ¿sabe?… pero trato de convencerlos de que de esta manera no sentirán dolor.

El doctor Baranov pertenecía al mundo de los dignos años de la preguerra. No lo verían jamás en un baile público. Su ambiente era el de las cenas privadas, donde su conversación seguramente brillaría como cristal tallado. Todo lo que decía parecía resaltar al ser pronunciado con esa voz sonora. Para ser ruso dominaba muy bien el idioma. No se podía adivinar que era extranjero. Alma suponía que él había recibido una educación de aristócrata, casi con seguridad a cargo de un preceptor inglés.

– En el Strand hay un dentista -comentó el doctor Baranov-. Un norteamericano. Se especializa en trabajos de coronas y puentes. Todas las semanas hace propaganda en The Stage, el periódico de los actores. En su anuncio incluso publica una lista de sus pacientes más ilustres, los actores y actrices que han pasado por su consultorio. Supongo que lo hace con su permiso, así que no puedo objetar nada, aunque yo por supuesto no lo haría. Le prometo que no encontrará su nombre en el periódico de la semana próxima. Lo que encuentro mal en sus anuncios…, y en otros como ése…, es el eslogan que dice: Sistema Norteamericano Indoloro, como si por alguna misteriosa razón los norteamericanos fueran los únicos capaces de tratar a sus pacientes sin causarles dolor. Le contaré el secreto del «sistema norteamericano indoloro». Se trata de nuestro viejo conocido el cloroformo, señorita Webster. Personalmente yo lo uso como último recurso. Si se tiene cuidado se puede trabajar sin causar dolor. ¿Quiere enjuagarse, por favor?

Pusieron un vaso de agua en la mano de Alma y la enfermera le alcanzó un bol de porcelana.

– Echemos otra mirada -sugirió el doctor Baranov.

Alma le creía. Era incapaz de lastimarla. Podía sentir la leve presión del muslo y estómago de él contra su brazo derecho cuando se agachaba para examinarla. Trató de no poner tenso el brazo. Tarde o temprano tendría que encontrar alguna manera de hacerle saber que era el hombre más adorable que había conocido.

– Si me permite, algunas de las cosas que se hacen en nombre de la odontología son intolerables. Recuerdo haber leído algo antes de la guerra sobre un médico de Holloway que asesinó a su mujer. Un tal Crippen. No creo que usted lo recuerde. Supongo que en esa época usted aún llevaría trenzas. Pero produjo un cierto revuelo porque cuando la policía llegó a la casa… creo que los vecinos hablaron del asunto… el doctor Crippen y su… si me perdona la expresión… amante, se asustaron y compraron unos pasajes para el Canadá. La joven, Ethel no sé cuanto, se vistió como un muchacho y Crippen se afeitó el bigote y se quitó las gafas pretendiendo hacerse pasar por su padre. El disfraz no debió de ser muy convincente, porque el capitán del barco los descubrió durante el primer día de viaje. Mandó un mensaje y Scotland Yard envió un hombre en un barco más rápido para arrestarlos al final del viaje: el inspector Dew. Enjuáguese, por favor.

El doctor Baranov arregló la luz mientras la enfermera mezclaba una pasta para rellenar la cavidad. Volvió a acercarse.

– Está casi listo. Supongo que se estará preguntando qué tenía que ver el doctor Crippen con la odontología. Bien, antes de ese asesinato, él era socio de un norteamericano. Se hacían llamar «Los Especialistas Dentales de Yale». Crippen era médico, así que cuidaba el negocio y ayudaba de vez en cuando, y Ethel era la enfermera. Ethel sufría de agudos dolores de cabeza, neuralgias. Y éste es el punto clave de la historia. Decidieron que el dolor era causado por sus dientes, así que se los extrajeron. Veintiún dientes de una vez. La pobre chica no era mayor que usted en ese momento. Fue un acto criminal. Me gustaría poder recordar el apellido de ella. Era algo exótico.

Alma trató de decir «Le Neve» sin mover la boca.

– Sí, señora Webster. Sé que es molesto. Aguante un poquito más.

Alma recordaba el caso Crippen. Había ocupado los diarios durante semanas. Fue en 1910, cuando ella tenía diecisiete años y solía leer a Ethel M. Dell. El caso la había afectado mucho. No había podido evitar sentir pena por los dos fugitivos recorriendo la cubierta de ese barquito durante diez días con su patético disfraz, mientras gracias al ojo agudo del capitán y al milagro del telégrafo cualquier tipo que pudiera leer un diario sabía que el inspector Dew estaría esperándolos en Toronto con las esposas listas. Había llorado por ellos cuando supo la noticia del arresto, tratando de pensar si hubiera podido enfrentar ese momento con dignidad y amor. El amor, y sólo el amor, podía haberles dado fuerzas.

– Ya está -el doctor Baranov extrajo los instrumentos de su boca. Trate de no masticar con ese lado esta noche. La enfermera le dará la próxima cita. ¿Pasa algo?

– Iba a decirle que el apellido de la mujer era Le Neve, Ethel Le Neve.

– Así es. Tiene una memoria excelente.

– El caso salió en todos los diarios de Inglaterra.

– Sí, lo recuerdo.

– ¿Estaba en Inglaterra en 1910?

– He estado aquí toda mi vida -sonrió el doctor Baranov.

– Pero…

– Creyó que era ruso, ¿no? Es una suposición razonable y no es la primera que lo piensa. El nombre de mi padre era Henry Brown. Trabajaba en los music-halls como equilibrista -hizo una representación veloz, con los brazos extendidos-. El Gran Baranov.

Alma estaba estupefacta.

– ¿Así que es inglés?

– Me bautizaron Walter Brown. Oiga, está usted muy pálida.

– ¿Su padre se hacía llamar Baranov en el music-hall?

– Y yo lo adopté para mi profesión. En mi trabajo es una ventaja tener un nombre que suene a extranjero. Los ingleses no creen que un dentista pueda ser bueno si se llama Walter Brown.

Alma estaba sin habla.

– Está frunciendo el ceño -afirmó Baranov-. Lo que hice es perfectamente legal, se lo aseguro. Para mi padre no era más que un nombre de teatro pero yo decidí legalizarlo. Estaba por casarme y mi futura esposa lo aprobó, ya que ella también trabajaba en el teatro. Lydia Baranov… ¿no es un nombre para una actriz, no? Tal vez haya oído hablar de ella. Es bastante conocida.

Así que su mujer estaba viva… Alma se sintió mareada. Tenía que salir de allí. Se alejó de él y cruzó la habitación a tientas, y las lágrimas le nublaban la visión. La enfermera sujetó la puerta para que pasara y le entregó una tarjeta con la fecha de su próxima visita.

Una vez en la calle Alma la rompió y arrojó los pedazos al desagüe más cercano.

2

Otra mujer joven intervino en el caso. Se llamaba Poppy Duke.

El día de descanso del Señor funcionaba al revés para Poppy. Ella descansaba seis días y trabajaba el séptimo. Su puesto de acción estaba en el mercado de Petticoat Lane. Tenía dieciocho años, mirada alerta, una sonrisa que engañaba y hermosos rizos dorados. Era una brillante ladrona. Sus manos delgadas de dedos largos podían sacar una billetera del bolsillo de su dueño mientras tropezaba con él y le decía, «¿Me disculpa?». Podría abrir una cartera, localizar el monedero dentro y quitar el dinero en un solo movimiento imperceptible para el dueño o el vendedor que trataba de obtenerlo de manera más legítima. La toleraban en el mercado porque se decía que era una especie de moderno Robin Hood. Robaba sólo a los visitantes que iban más a husmear que a comprar. Y empleaba más de media docena de chicos como señuelos, pagándoles generosamente.