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– Sí -replicó Walter. Todavía estaba pálido-. ¿Cómo te enteraste de que me hacía pasar por Dew?

– Vi tu foto en el diario. Me sorprendió bastante; la primera vez que la vi me sentí desfallecer. Mi amado esposo en el Daily Mail. Después vi que debajo estaba el nombre del inspector Dew y pensé que, como se supone que todo el mundo tiene su doble, éste era el tuyo. Pero un par de días después leí que había otro que decía ser Walter Dew, y si él lo era, ¿quién era el hombre misterioso de la fotografía? Entonces estuve segura. Cielos, pensé ¿en qué se ha metido mi Walter? Era obvio que estarías en una situación muy comprometida cuando llegaras a Southampton. Así que te mandé mi precioso telegrama. Y ahora nunca encontrarán a su hombre misterioso.

– Espero que no. Te lo agradezco, Lydia.

Ella le apretó la mano.

– Tesoro, era lo menos que podía hacer después de haberte comportado con tanta galantería.

– ¿Galantería?

Lydia emitió una risita.

– ¡Siempre el mismo Walter, tan modesto! Querido, ¿qué puede ser más galante y romántico que un marido que se despide de su mujer con un beso y después planea en secreto reunirse con ella y cruzar el océano porque no puede vivir sin su presencia? Fue muy enternecedor y terriblemente trágico que yo no estuviera en el barco.

Walter frunció el ceño.

– Pero estabas; te vi subir a bordo. Tus cosas se encontraban en el camarote. Te esperé allí varias horas.

Lydia le pellizcó la mejilla.

– Qué hombre incorregible. No sé lo que estabas pensando -suspiro-. Y pensar que me lo perdí. Esto es lo que pasó, querido. Fui a mi camarote, como tú notaste, y deshice el equipaje, pero recordando tu consejo sobre el mal de mer decidí no ir a almorzar. Me senté en la cama y leí el diario.

– Lo vi sobre la cama.

– ¿Pero lo leíste, Walter? ¡Yo sí, y casi me dio un ataque! ¡En primera página estaba la noticia de que Charlie Chaplin llegaba a Inglaterra! Navegaba en el Oliympic, a dos días de Southampton. ¡Y allí estaba yo cruzando hacia el otro lado, con la idea de verlo! ¡Qué pánico! Me puse a llorar. Subí a la cubierta para ver a qué distancia estábamos de tierra. Eran millas. ¿Qué podía hacer? Tenía que salir de ese barco o mis oportunidades de comenzar una carrera en el cine eran nulas. ¿Cómo crees que me las arreglé?

– No bajaste en Cherburgo. La única que bajó fue una jovencita.

– No querido, tu ingeniosa Lydia ya no estaba en el barco para entonces. Me fui en la lancha del práctico. La vi llegar cuando me estaba preguntando desesperada qué podía hacer. Me fui con otra gente que no había oído la campana en Southampton. Ni siquiera tuve tiempo de recoger mi equipaje.

– Ya lo sé.

– ¡Mi pobre Walter! Debes de haber estado loco de preocupación. ¿Creíste que me había caído por la borda? ¿Qué hiciste… diste la alarma?

– Me senté y esperé. Supuse que estarías en el barco porque tu ropa estaba allí.

Lydia entrecerró los ojos.

– Ya sé lo que estabas pensando; que tenía otra compañía en el barco, Walter, ¿qué clase de mujer crees que soy?

– A medianoche volví a mi camarote de segunda -continuó sin contestar a su pregunta.

– ¿Dónde estabas registrado como Walter Dew?

– Señor Dew. Ellos supusieron que se trababa del inspector.

Lydia se estremeció de risa.

– Y fuiste tan gentil como para no desmentirlo. Walter, eres adorable. ¿Por qué usaste otro nombre?

– Pensaba sorprenderte.

A Lydia se le iluminó la cara.

– ¡Qué idea tan maravillosa! Me abrumas, querido. ¿Sabes? No puedo imaginar nada más romántico… y pensar que lo estropeé como una estúpida y todo para nada.

– ¿Por qué?… ¿No viste a Chaplin?

– Ah, sí. Fui al Ritz y me dejaron entrar.

– ¿Te recordaba?

– ¡Por supuesto! Como si fuera ayer.

– ¿Te ofreció trabajo en el cine? -preguntó Walter con entusiasmo.

Lydia suspiró.

– Hay un problema. Me hubiera llevado a Hollywood sin dudarlo un segundo, pero está el problema de mis ojos.

– ¿Tus ojos? No sabía que les pasaba algo.

– No les pasa nada, excepto el color. Parece que los ojos marrones aparecen negro y estropean la película.

– Es la primera vez que oigo tal cosa.

– Yo también, pero así fue como ocurrió. No crees que lo haya inventado, ¿no?

Walter se tomó la barbilla con los dedos como si tuviera sus propias ideas.

– ¿Pero eso qué importa? -agregó Lydia bebiendo el último sorbo de vino-. He aprendido algo, querido. Estoy casada con un hombre que me valora. Espero conservarlo a mi lado para siempre.

– ¿Qué vamos a hacer ahora? -preguntó Walter.

– La verdad es que no podemos volver a Inglaterra hasta que las cosas se calmen un poco. Pensé ir a París… no tengo nada de ropa… y después recorrer Francia en coche…

– ¿Y después?

– No lo sé, querido. ¿Se te ocurre algo?

Walter tuvo una súbita inspiración.

– ¿Qué te parece un crucero por mar?

Peter Lovesey

***