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Esa mañana cuando apenas había empezado, vio a la presa perfecta, un joven vestido con traje elegante, sombrero y abrigo colocado sobre los hombros como una capa. Se había detenido en un puesto que servía té causando una cierta sensación por haber sacado un billete de una libra. Aseguraba que no tenía cambio.

– Bueno, ahora si tiene, tesoro -exclamó la mujer del puesto mientras dejaba caer en sus manos una cantidad de moneditas-. ¿No las va a contar? -le sirvió una taza de té.

El hombre todavía tenía la billetera en la mano. La metió en el bolsillo interior de su abrigo y bebió su té.

Poppy entró en acción. No iba a dejarse ese tipo a algún principiante. Se puso en la fila. Con la mano izquierda levantó la solapa del bolsillo y tanteó la billetera.

Para su horror, una mano agarró la suya desde dentro. No podía sacarla. El hombre se dio la vuelta y le sonrió. Todavía sujetaba la taza de té con la mano derecha. Era la izquierda, pasada a través de la división del forro del abrigo, la que sujetaba la mano de Poppy.

– Bien, Poppy, diría que esto ha sido como quitarle un caramelo a un chaval.

– Tengo la mano atascada.

– Por supuesto, y no pienso soltarla. Si no quieres problemas déjala así y sígueme. Tengo un taxi esperándome.

– ¿Me está arrestando? Déme una oportunidad, compañero.

– Camina, Poppy.

Obedeció. Tenía miedo de que sus jóvenes cómplices trataran de detenerlos y fueran también capturados. Sola no la podría retener mucho tiempo.

Cuando llegaron a la parada de taxis en Whitechapel el hombre soltó su mano. Ella esperó que la esposara, pero no lo hizo.

– ¿Usted es polizonte, verdad?

El joven la empujó dentro del taxi y se sentó a su lado.

– Poppy, querida -exclamó con otra sonrisa-, es tu cumpleaños.

– ¿Qué diablos quiere decir? ¿Adónde me lleva?

– A elegir un regalo, tesoro.

– Pues no sabe qué clase de chica soy, señor.

– Calma. Te llevo a pasear, nada más.

Atravesaron la City y Holborn hasta la calle Oxford. Poppy echaba chispas, tratando de imaginar quién era su acompañante. No lo había visto jamás en el mercado antes de esta mañana. Vestía como un caballero, pero se veía que no lo era.

El taxi dobló por Bond y se detuvo.

– ¿Por qué se ha detenido? -preguntó Poppy.

– Baja y te lo mostraré. Pero no me hagas pasar vergüenza. Es una zona muy elegante.

Guió a Poppy, que tenía los ojos abiertos como platos, hacia una tienda de ropa de la que ella sólo había oído hablar en las revistas.

– Elige uno -le ordenó el hombre-. Para una fiesta.

– Espere un momento… ¿qué es lo que quiere?

– Te lo diré, Poppy -le susurró mientras los dos contemplaban el escaparate-. Me han dicho que eres la mejor ratera de Londres y quiero contratar tus servicios por una noche. Es una fiesta, así que necesitas un vestido. ¿Qué te parece ese negro con ribetes plateados? Si trabajas conmigo obtienes un uniforme decente. Y lo conservas. ¿De acuerdo?

3

Lydia Baranov estaba hablando por teléfono en su casa de Putney Hill. Estaba al teléfono desde su regreso de una entrevista, gritando por el auricular. Le dijo a quienquiera que estuviera al otro lado de la línea que era un incompetente. Que no podía comprender cómo una cosa tan sencilla creaba dificultades tan monumentales.

Abajo en el vestíbulo se abrió la puerta y entró Walter. La criada, Sylvia, estaba esperando como de costumbre para tomar su sombrero, sobretodo y paraguas.

La conversación telefónica continuaba. Walter miró hacia arriba, y luego a Sylvia levantando las cejas con aire interrogativo. Ella sacudió la cabeza. Walter hizo una mueca. Fue al salón, se sirvió un whisky y lo bebió de un trago.

Cuando subió, Lydia continuaba diciendo a gritos que su tiempo era demasiado valioso para perderlo hablando con empleados idiotas. Que esperaba que el gerente la llamara por la mañana, no antes de las diez y no más tarde de las once. Colgó.

– ¿Y cómo has pasado tú el día? -preguntó en tono que minaba toda respuesta antes de que pudiera ser articulada.

– Muy frustrante -replicó Walter con énfasis-. Me merece muy poco respeto la gente que me hace perder el tiempo. Dos citas anuladas sin una palabra de explicación. Pienso que la gente podría tener la gentileza de avisar al consultorio. Supongo que no puedo esperar otra cosa de Lady Burke, que es tan conocida por sus olvidos. Seguramente aparecerá mañana muy agitada. Pero el segundo paciente, la señorita Webster, está en su sano juicio y debería comportarse mejor. La hemos citado ya tres veces a la misma hora y el mismo día de la semana y no aparece; me parece inexplicable.

– Si has terminado -gruñó Lydia- tal vez te interese saber lo que me ha sucedido a mí.

Con su formación dramática Lydia sabía todo lo que debía saber sobre actuación. Esa mañana había ido a una entrevista para un pequeño papel en el teatro Richmond. Tenía treinta y cuatro años y no actuaba en un escenario del West End desde 1914.

– Supongo que fue una desilusión -arriesgó Walter.

– ¿Desilusión? Fue ridículo. Una burla. -Si un director hubiera a visto a Lydia en ese momento, le habría ofrecido papeles protagonistas por el resto de su carrera. La indignación la transformaba. Su piel, habitualmente pálida, estaba de un rosado febril. Los rizos negros bailaban con cada movimiento de la cabeza. Las aletas de su nariz estaban dilatadas y los ojos marrones ardían con pasión gitana-. El director está loco. No podría trabajar con él. Acabaría con mi carrera. Ese hombre no entiende el sentido de la obra, no, no entiende a Pinero.

– ¿Quién obtuvo el papel?

– Una mujerzuela con una experiencia de seis semanas en alguna revista. Dijeron que yo podría hacer la sustitución. ¿Sabes lo que eso significa? Vender chocolatines en el entreacto. Les dije que había hecho The Second Mrs. Tanqueray.

– ¿Y qué dijeron?

– Que ésta era una comedia. Que mi experiencia no servía. Estuve de acuerdo con ellos. Dije que habían dejado bien establecido que la experiencia que necesitaban era la que se adquiría en el coro de Cochran y que estaba contenta de haber caído tan bajo.

– Tienes razón.

– Y luego abandoné el teatro. Estaba tan indignada que olvidé allí mi álbum de recortes.

– A lo mejor le echaban una ojeada y se daban cuenta del error que han cometido.

– No creo. De todas maneras el elenco ya está completo. No aceptaría el papel principal ni aunque me lo ofrecieran. Tengo mi orgullo. Pero voy a necesitar los recortes.

– Por supuesto.

– Walter, querido.

– ¿Sí, amor mío?

– ¿Irías a buscarlos?

– Mañana no tengo tiempo, estaré muy ocupado.

– Pues ve a buscarlos esta noche.

Hubo un instante de silencio.

– No tardarás más de una hora -aseguró Lydia-. Le diré a la cocinera que mantenga tu cena caliente. -Lo besó cariñosamente-. Sabes que no podría soportar la pérdida de mis recortes.

Sylvia le alcanzó su sombrero y sobretodo.

Desde la ventana Lydia lo miró bajar la cuesta en busca de un taxi, en la estación. Sus pacientes podían temerle, pero en su casa hacía lo que su mujer quisiera. Por gratitud. Sin su dinero y visión todavía estaría haciendo su ridículo número de adivinación en los teatruchos de provincia. Ella lo había persuadido de que no tenía condiciones para la escena. Le había hecho ver las ganancias que se podían obtener con la odontología y como prueba de su confianza se había casado con él, pagando su aprendizaje en Reading como mecánico dental y los tres años en el Hospital de Odontología de Newcastle-upon-Tyne. Walter nunca había sido tan feliz como al descubrir su vocación. En esa época se veían muy poco, porque Lydia estaba actuando en The Second Mrs. Tanqueray. Su actuación la agotaba y llenaba su vida.