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– Sencillamente -continuó-, es algo que sé que tengo que hacer ahora.

– En ese caso, espero que seas capaz de convencerla.

Linda consultó la agenda que tenía en la mesilla en cuanto se despertó. Leyó lo que había escrito la noche anterior para ayudarse durante la confusión que la asaltaba nada más despertarse.

Hoy es martes, día dos de mayo. Te han cambiado de dormitorio. Ahora estás alojada en el ala sur. Es por la mañana, así que tienes que levantarte, ducharte y vestirte. Después ir a desayunar. Para llegar al comedor, hay que girar a la izquierda.

Linda se estiró en la cama y alargó la mano hacia la ropa que había dejado preparada el día anterior. Unos pantalones de yoga, una camiseta y zapatillas deportivas. Tenía que ir a fisioterapia aquella mañana. Un año atrás, todavía estaba aprendiendo a caminar, pero ya estaban preparándola para abandonar el centro.

La ansiedad le aceleró el corazón al pensar en ello. Ignorando aquel sentimiento, se dirigió al cuarto de baño. Se sentía muy cómoda en el centro de rehabilitación, pero su psicólogo le había asegurado que ya estaba preparada para volver al mundo.

Pero cuando volviera al mundo tendría que iniciar una nueva vida. Una vida autónoma… Bueno, todo lo autónoma que podía ser una vida de la que formaba parte un niño de diez años, su hijo, Richard. Ricky.

Pensó en él y asomó a sus labios una sonrisa mientras se metía en la ducha. Aquel niño la asustaba, sí, pero también era capaz de hacerla sonreír. Cerró las manos alrededor del jabón y comenzó a acercarlo a su cuerpo.

Y se quedó paralizada.

– Maldita sea, maldita sea -musitó, dejando bruscamente el jabón en su lugar.

Se quitó rápidamente el camisón que se había puesto la noche anterior y que, obviamente, estaba empapado.

Aquel pequeño error le puso de un humor tan pésimo que ni siquiera la luz del comedor y el excelente desayuno pudieron disiparlo. Una de las psicólogas debió de advertirlo, porque se sentó a su lado mientras Linda se estaba tomando su segunda taza de café.

– Linda, ¿Has tenido pesadillas? ¿Te duele la cabeza?

– No, me he duchado en camisón.

– ¿Eso es todo?-preguntó la psicóloga sonriendo.

– ¿No es suficiente? ¿Qué clase de mujer adulta se mete bajo la ducha en camisón?

La psicóloga se inclinó hacia ella.

– No se lo digas a nadie, pero una vez fui a trabajar en zapatillas. Es normal que tengamos despistes cuando tenemos la cabeza llena de cosas.

¿Pero cómo se suponía que iba a ser una mujer independiente si no era capaz de acordarse de algo tan sencillo?

– Has conseguido manejar la situación, ¿verdad, Linda? Has reconocido el error y lo has subsanado.

– Pero sólo era una ducha -musitó-. ¿Crees que alguna vez llegaré a ducharme con normalidad?

– ¿Hay algo que te inquiete, Linda? ¿Algo que te preocupe? Ya sabes que cualquier cosa puede ponerte fuera de juego.

Linda tamborileó con los dedos en la mesa; meses atrás, ni siquiera era capaz de hacer eso.

– Es… es un hombre -admitió.

– ¿Ryan Fortune?-la psicóloga le frotó el hombro-. También es absolutamente normal dejarse abatir por la tristeza.

Linda asintió vagamente. Sí, todavía estaba llorando la muerte de Ryan. Había sido un gran amigo para ella y la única persona a la que había podido aferrarse tras recuperar la conciencia. Ryan le había pagado el centro de rehabilitación y, antes de morir, se había asegurado de que su hijo y ella tuvieran una situación económica holgada durante el resto de sus vidas.

– Pero yo estoy pensando en otro hombre confesó.

Alargó la mano inmediatamente hacia su libreta de notas y la abrió en la página más reciente. En ella había anotado lo que tenía que hacer después del desayuno:

9:00, cita con los Armstrong y Emmett Jamison.

Los Armstrong eran otro milagro en su vida. Después del nacimiento de Ricky, Ryan había conocido a la pareja a través de una asociación de madres en contra de la conducción bajo los efectos del alcohol. Los Armstrong habían perdido a su hija, su yerno y sus nietos por culpa de un conductor borracho. Al enterarse de lo que le había ocurrido a Linda, le habían abierto a Ricky las puertas de su casa y a ella las de su corazón.

Cuando saliera del centro de rehabilitación, querían llevársela a casa y le habían asegurado que Ricky y ella podrían quedarse allí durante todo el tiempo que quisieran. Linda sabía que la querían como a una hija y a Ricky como a su nieto. Los Armstrong no le preocupaban, no. Pero sí Emmett Jamison. Señaló nerviosa su nombre.

– ¿Quién es Emmett Jamison?-preguntó la psicóloga.

– El problema es cómo es -contestó Linda en un susurro.

Era agente del FBI, un hombre duro. Su seguridad la confundía. Y bastaba una sola de sus miradas escrutadoras para alterarla. «Yo soy el hombre que va a cuidarla», le había dicho, y después había desaparecido. El día anterior la había llamado para decirle que había concertado una reunión con los Armstrong. No tenía la menor idea de por qué, y la verdad era que le daba miedo hasta imaginárselo.

– Linda, ¿quién es ese hombre?-la presionó la psicóloga.

– Emmett Jamison es…-alzó la mano-. Emmett Jamison es…

– Emmett Jamison soy yo -contestó una voz profunda desde la puerta del comedor.

Capítulo 2

Linda descubrió que los pasillos del centro de rehabilitación no eran suficientemente anchos en el momento en el que tuvo que cruzarlos al lado de Emmett Jamison. Era enorme y tenía un aspecto extremadamente masculino con los pantalones anchos y la camisa de cuello abierto. Mientras lo guiaba hasta su dormitorio, Linda tenía la sensación de que estaba excesivamente cerca de ella. Y estaba deseando deshacerse de él.

– No me dijo por qué quería verme -le advirtió.

Si no hubiera estado tan sorprendida y confundida cuando la había llamado el día anterior, habría insistido en averiguar la razón.

– ¿Ah, no?-preguntó, mientras miraba hacia una de las salas de rehabilitación.

En el centro había algunos pacientes sentados frente a diferentes mesas, unos trabajando con ordenadores, otros insertando clavijas en una malla de plástico y otros haciendo un rompecabezas.

– ¿Ése es el tipo de cosas que ha estado haciendo durante este año?

– Sí. Los juegos de ordenador y los rompecabezas ayudan a mejorar la destreza en las manos, la memoria y la capacidad de concentración. También he recibido terapia física y ocupacional. En muchos aspectos, en la mayoría quizá, era como una niña cuando vine aquí.

– Pero ya está… ¿cómo lo diría? ¿Curada?

Linda comenzó a notar un sudor frío.

– Soy una persona diferente, no soy la misma que antes de tener el accidente.

¿Y quién era esa persona exactamente? A aquella pregunta se sumaba la horrible sensación de haber perdido una década. Con un pasado tan nebuloso como su futuro, continuaba luchando para crearse una identidad, incluso para creer que sería capaz de hacerlo. Dejar el centro de rehabilitación, pensó preocupada, agudizaría aquel problema.

Encontrar a Nancy y a Dean Armstrong en la pequeña salita de su habitación no la hizo sentirse mejor. Eran maravillosos, dos personas extremadamente generosas que habían cuidado a Ricky. Pero aquel día verlos allí sólo servía para recordarle que pronto, muy pronto, tendría que trasladarse a su casa y se esperaba que allí no sólo comenzara a labrarse su propia vida, sino que ejerciera de madre de su hijo.

– Nancy, Dean, me alegro de veros -los abrazó.

– Te hemos traído las fotografías del partido de fútbol y de la excursión al campo de la semana pasada.

Linda tensó los dedos sobre las fotografías. Los Armstrong estaban haciendo un gran esfuerzo para integrarla en la vida de Ricky.

Compartían sus fotografías y se hacían acompañar por el niño en cuanto tenían oportunidad. Ellos no tenían la culpa de que ella no se aceptara a sí misma como madre.