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– Pero es la verdad. He visto cómo mirabas a las otras mujeres y no es difícil adivinar lo que estabas pensando. Pero no necesitas preocuparte de no estar a su altura.

– Eres muy observador -replicó ella, sin estar muy segura de que le gustara.

– Me ha preparado mi tío Sam. Pero tú estás familiarizada con ese tipo de cosas, ¿no? Ryan me contó que trabajabas para el Departamento del Tesoro antes del accidente. Que estabas investigando los libros de contabilidad de Fortune TX y que fue así como conociste a Cameron Fortune, el padre de Ricky.

– Cameron Fortune -repitió el nombre y desvió la mirada-. Estoy segura de que tu tío Sam te dejó claro que no deberías involucrarte sentimentalmente con la persona que está siendo investigada. Y menos aún hacer algo tan estúpido como acostarte con ella.

– ¿Fue eso lo que ocurrió?

– No lo sé -se frotó la cara-. Eso fue lo que Ryan averiguó después del accidente. Pero cuando recuperé la conciencia, no fui capaz de añadir nada más a la historia. No recuerdo nada de lo ocurrido durante los meses en los que estuve investigando a Fortune TX. Me acuerdo del día en el que, a los veintiún años, recibí mi diploma y también de que desde allí fui a un curso de preparación. Y lo siguiente que recuerdo es el rostro de Nancy Armstrong. La miré a los ojos y le pedí un refresco de cola. Pero, entre el día del diploma y el refresco, no me acuerdo de nada.

– ¿Y tampoco de lo que sentías por Cameron?

– No.

– Supongo que entonces debe de resultarte difícil asimilar que eres madre.

– Pero lo soy.

Se oyó el timbre del colegio en la distancia. A su alrededor comenzaron a abrirse las puertas de los coches y a salir aquellas confiadas y eficaces madres. Linda tomó aire y alargó la mano hacia la manilla de la puerta.

– Ahora mismo vuelvo -le dijo a Emmett.

– Te acompañaré.

Una verdadera madre no habría necesitado su presencia, pero ella ni siquiera se molestó en protestar. Hundió las manos en los bolsillos y siguió a todas aquellas mujeres que se dirigían hacia las puertas del colegio.

En primer lugar salió un grupo de niños con capas de plástico amarillas y señales de stop.

– Es la patrulla de tráfico -le explicó Emmett.

¡La patrulla de tráfico! Por supuesto. E, inmediatamente, comenzaron a salir montones de niños. Algunos se dirigían hacia los autobuses escolares, otros corrían hasta sus madres y los demás se juntaban para cruzar la calle.

Linda no distinguía entre ellos a Ricky. Estudió los rostros que la rodeaban y se dirigió hacia las puertas.

– ¡Ricky!-oyó gritar a una voz aguda.

Giró, intentando seguir aquel sonido, pero el niño que lo había emitido se había perdido en aquel mar de cabezas.

Volvió a girar, diciéndose que encontraría a su hijo, que no tenía que dejarse llevar por el pánico, que también una persona que no hubiera sufrido lesión cerebral alguna estaría aturdida en medio de aquel griterío.

– ¡Grrrr!

Un ser que le llegaba a la altura de las rodillas y llevaba una horrible careta hecha con un plato se acercó a ella. Linda retrocedió instintivamente, chocando al hacerlo contra el sólido pecho de alguien.

Contra el pecho de Emmett. Emmett la sostuvo contra él agarrándola por la cintura.

– Esto es una selva, ¿eh?-le susurró suavemente al oído.

Aunque su cálido aliento le había erizado el vello de la nunca, Linda se relajó contra él. Al igual que había ocurrido en el supermercado, su presencia la tranquilizó.

– No veo a Ricky, ¿es posible que se nos haya perdido?

– No, claro que no -Emmett posó la mano en su hombro y la hizo volverse hacia un cruce-. ¿Ves esa señal de stop?

Y allí estaba Ricky, sujetando una de aquellas señales, con el rostro casi oculto bajo la visera amarilla de su gorra. Su hijo, Ricky: la estrella de la patrulla de tráfico.

O al menos así fue como lo vio ella, henchida de orgullo. Alzó la mirada hacia Emmett.

– Lo hace muy bien, ¿verdad?

– Es un auténtico prodigio.

Linda lo miró con los ojos entrecerrados.

– ¿Te estás riendo de mí?

– No, pero ha sido un comentario de lo más maternal.

Lo vieron ayudar a cruzar al último grupo de peatones y dirigirse después hacia el colegio con la señal de stop bajo el brazo. Linda fue consciente del instante en el que la vio.

– Hola -le dijo, deseando poder conservar el tono maternal que Emmett le había notado-. ¿Has tenido un buen día?

– ¿Qué estás haciendo aquí?-preguntó el niño, mirando hacia sus compañeros y volviéndose de nuevo hacia ella.

– He pensado que a lo mejor te apetecía volver a casa en coche. Podemos ir a tomar un helado -alzó la mirada hacia Emmett, buscando su aprobación, pero él no los estaba mirando.

– Quiero ir en autobús -miró hacia un niño que estaba a su lado-. Anthony y yo siempre volvemos juntos en el autobús.

– Anthony puede venir con nosotros a tomar el helado.

Anthony abrió de par en par unos ojos oscuros como el chocolate.

– No puedo ir a casa con una desconocida. ¡Mi madre me mataría!

– Yo no soy una desconocida -empezó a decir Linda, pero Ricky ya estaba empujando a su amigo hacia el colegio.

– Vamos, Anthony, tenemos que dejar las señales -le urgió.

– ¡Ricky, espera!

– ¿Qué quieres ahora?-preguntó el niño, volviéndose con desgana.

– Yo…-Linda suspiró-, ¿de verdad quieres ir a casa en autobús?

– Sí.

– Bueno -Linda se frotó las manos en los vaqueros-, supongo que es lógico. En ese caso, perdona que haya venido sin haberte avisado. Y también el que haya pensado que Anthony podría venir con nosotros. No me he dado cuenta de que…

– De que podías causarle problemas. Una verdadera madre lo sabría -Ricky se volvió y se alejó de ella.

Una verdadera madre lo sabría. Una verdadera madre.

A Ricky no podía engañarlo. Aunque hablara como una madre, actuara como una madre y se aprendiera todas sus normas de comportamiento, no conseguiría nada si Ricky no quería que ella fuera su madre.

Emmett no necesitaba las estrategias de observador que había aprendido en el FBI para saber que la conversación de Linda con su hijo no había ido bien. Linda no sólo había tenido que irse sin el niño, sino que había hecho todo el trayecto de vuelta a casa sumida en un profundo silencio. Y él no sabía qué hacer.

Una vez en casa, cuando Linda le pidió que le enseñara a utilizar la cinta mecánica, pensó que quizá el ejercicio la ayudara a combatir los demonios que la acechaban.

Pero, al contrario, parecían continuar castigándola.

Linda llevaba ya treinta minutos en la máquina, a una velocidad cada vez mayor, como si estuviera intentando dejar atrás lo que fuera que la inquietaba. Los pantalones cortos y la camiseta que se había puesto estaban empapados en sudor y algunos mechones de pelo que rodeaban su rostro estaban completamente mojados.

Aun así, continuaba moviéndose sin cesar.

Emmett la vigilaba bajo el pretexto de estar haciendo también él ejercicio, pero no podía continuar fingiendo que no estaba preocupado.

– A lo mejor deberías dejarlo…-le comentó.

– Créeme, estoy empezando a pensar en ello -contestó jadeante.

– Dejar de correr -le aclaró. Se inclinó hacia delante para poder reducir la velocidad de la cinta-. Creo que ya es hora de que descanses un poco.

– No necesito una… niñera. Antes… estaba muy en forma.

– Y volverás a estarlo -redujo todavía más la velocidad de la cinta-, a no ser que antes te provoques un ataque al corazón.

Linda le hizo una meca.

– No me crees… pero antes era una mujer muy fuerte.

Pero la dureza no era ningún antídoto contra la tragedia, pensó Emmett. Ryan era un hombre duro. Lily Fortune era una mujer dura. Pero ninguno había escapado a las caras más sombrías que podía presentar el mundo. Jessica Chandler, la víctima más dulce y optimista a la que había intentado en vano ayudar, también era una mujer fuerte.