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– Mark me dijo que tenías novio, pero que se mató en un accidente. Lo siento.

– Sí -murmuró la joven. La mirada vigilante había vuelto a sus ojos-. Parece que el señor Poer os ha contado muchas cosas sobre mí.

– Nosotros… En fin, necesitamos averiguar todo lo que podamos de las personas que viven aquí, como puedes comprender… -le expliqué con una sonrisa que esperaba fuese tranquilizadora.

Alice se levantó y se acercó a la ventana. Cuando se volvió hacia mí, su cuerpo tenso parecía haber tomado una decisión.

– Señor, si os confiara una información, ¿la mantendríais en secreto? Necesito este trabajo… -Sí, Alice, te doy mi palabra.

– Los monjes de la contaduría han dicho que han traído todos los libros de cuentas que habíais pedido. -Excelente…

– Pero no los han traído todos, señor. No han traído el que tenía el comisionado Singleton el día que lo asesinaron. -¿Cómo lo sabes?

– Porque todos los libros que han traído son marrones, y el que estaba examinando el comisionado tenía las tapas azules. -¿Sí? ¿Cómo sabes eso?

– ¿Mantendréis en secreto que he sido yo quien os lo ha dicho? -insistió Alice tras unos instantes de vacilación.

– Sí, te lo prometo. Me gustaría que confiaras en mí, Alice. La joven respiró hondo.

– La tarde anterior a la muerte del señor Singleton estuve en la ciudad comprando provisiones. A la vuelta, vi al comisionado y al joven ayudante del tesorero en la puerta de la contaduría.

– ¿El hermano Athelstan?

– Sí. El comisionado Singleton tenía un gran libro azul en las manos y estaba gritando. Cuando pasé, no se molestó en bajar la voz. -La chica esbozó una sonrisa irónica-. Después de todo, no soy más que una criada.

– ¿Y qué decía?

– Recuerdo sus palabras perfectamente: «¿Creía que iba a escamoteármelo escondiéndolo en su cajón?» El hermano Athelstan balbuceó algo como que no tenía derecho a registrar la habitación del tesorero en su ausencia, a lo que el comisionado replicó que tenía derecho a entrar en cualquier sitio y que aquel libro arrojaba nueva luz sobre las cuentas anuales.

– ¿Qué respondió a eso el hermano Athelstan?

– Nada, estaba muerto de miedo. El comisionado Singleton dijo que iba a estudiar el libro a fondo y a continuación se alejó a grandes zancadas. Recuerdo su expresión de triunfo. El hermano Athelstan se quedó clavado en la puerta durante unos instantes. Entonces, me vio, me lanzó una mirada fulminante y luego entró, cerrando de un portazo.

– ¿Y no supiste nada más del asunto?

– No, señor. Ya estaba anocheciendo, y lo siguiente que supe fue que el comisionado había muerto.

– Gracias, Alice -le dije-. Esto podría serme de gran ayuda. -Hice una pausa para observarla atentamente-. Por cierto, el señor Poer también me ha dicho que has tenido algunos problemas con el prior…

La cólera volvió a brillar en su mirada.

– Cuando llegué, intentó aprovecharse de mi situación. Ahora ya no es un problema.

Asentí.

– Hablas claro, Alice, y eso me gusta. Por favor, si se te ocurre alguna otra cosa que pudiera ayudarme en mi investigación, acude a mí. Si necesitas protección, yo te la daré. Intentaré averiguar qué ha ocurrido con ese libro, pero me cuidaré de mencionar que me has hablado de él.

– Gracias, señor. Y ahora, con vuestro permiso, debo ayudar al hermano Guy.

– Es un trabajo desagradable para una joven.

La joven se encogió de hombros.

– Forma parte de mis obligaciones, y estoy acostumbrada a ver muertos. Mi madre solía amortajar a la gente que moría en la ciudad.

– Tienes más estómago que yo, Alice.

– Sí, la vida me ha endurecido -respondió la chica con repentina amargura.

– No quería decir eso -protesté alzando una mano. Al hacerlo, rocé la taza con el brazo y estuve a punto de volcarla. Pero Alice, que había vuelto junto a la mesa y estaba frente a mí, alargó la mano rápidamente, la agarró y volvió a dejarla en su sitio sin que se derramara su contenido-. Gracias. ¡Eres rápida de reflejos!

– El hermano Guy siempre está tirando cosas. Y ahora, señor, con vuestro permiso, debo dejaros.

– Por supuesto. Y gracias por contarme lo del libro -le dije sonriendo-. Sé que un comisionado del rey puede resultar intimidante.

– No, señor. Vos sois diferente.

Alice me miró muy seria durante unos instantes; luego dio media vuelta y abandonó la habitación.

Apuré la infusión, que iba calentándome el cuerpo poco a poco. La idea de que Alice parecía confiar en mí también me proporcionaba una dulce calidez en mi interior. De haberla conocido en otra situación, y de no haber sido una criada…

Pensé en sus últimas palabras. ¿Qué había querido decir con que yo era «diferente»? Supuse que lo que había visto en Singleton la había llevado a pensar que todos los comisionados éramos unos energúmenos autoritarios; pero ¿no había algo más en sus palabras? No podía imaginarme que se sintiera atraída hacia mí del mismo modo en que yo me sentía atraído hacia ella. También comprendí que yo le había revelado que Mark me contaba todo lo que ella le decía. Eso podía minar su confianza en él, una idea que, advertí alarmado, me producía placer. Fruncí el semblante, pues la envidia es un pecado mortal, y me concentré en lo que Alice me había dicho sobre el libro de contabilidad. Parecía una línea de investigación prometedora.

Mark volvió al cabo de unos instantes. Cuando abrió la puerta, comprobé con alivio que el chiquichaque de la sierra había cesado.

– He firmado un recibo por los libros de cuentas, señor. Dieciocho grandes tomos. Los monjes de la contaduría no paraban de refunfuñar que esto les causará muchos trastornos.

– Al diablo con sus trastornos. ¿Has cerrado la habitación con llave?

– Sí, señor.

– ¿Has visto si alguno de los libros tiene las tapas azules?

– Son todos marrones.

Asentí.

– Creo que ya sé por qué el hermano Edwig lleva de cabeza al pobre Athelstan. Hay algo que no nos contó cuando hablamos con él en la destilería. Tendremos otra conversación con el tesorero; esto puede ser importante-La entrada del hermano Guy me obligó a interrumpirme. Estaba serio y pálido; bajo el brazo llevaba un delantal manchado de sangre, que arrojó a un cesto que había en una esquina de la habitación.

– ¿Podemos hablar en privado, doctor Shardlake?

– Por supuesto.

Me levanté y lo seguí. Temía que me llevara junto al cadáver del pobre Simón, pero afortunadamente salimos al exterior. El sol empezaba a ponerse y bañaba de luz rosada la nieve que cubría el herbario. El hermano avanzó entre las plantas hasta un gran arbusto que estaba completamente blanco.

– Ya sé qué causó la muerte del pobre Simón, y no fue ningún demonio. También a mí me llamó la atención el modo en que se balanceaba y agitaba los brazos. Pero no tenía nada que ver con vos. Esos espasmos son característicos, lo mismo que la pérdida de la voz y las visiones.

– Característicos ¿de qué?

– Del veneno que contienen las bayas de este arbusto. -El enfermero sacudió las ramas, en las que todavía quedaban unas pocas hojas negras-. Belladona. La mora escarlata, como la llaman por aquí.

– ¿Lo envenenaron?

– La belladona tiene un olor muy suave pero inconfundible. Hace muchos años que la utilizo, de modo que la conozco bien. He encontrado restos en el estómago del pobre Simón. Y en los posos de la copa de aguamiel caliente que había junto a su cama.

– ¿Cómo lo han hecho? ¿Y cuándo?

– Esta mañana, sin duda. El efecto es inmediato. Es culpa mía; si Alice o yo hubiéramos permanecido a su lado todo el tiempo… -murmuró el enfermero pasándose una mano por la frente.

– No podíais saber que iba a ocurrir algo así. ¿Quién más ha estado a solas con él?

– El hermano Gabriel lo visitó anoche, después de que os marcharais, y ha vuelto esta mañana. Está muy angustiado, de modo que le di permiso para que rezara por el muchacho. Y más tarde han venido a verlo el abad y el tesorero.