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– Sí. Y confieso que también tengo miedo. Lo he pensado hace un momento, en el patio. Unos pasos a mi espalda, el ruido de una espada cortando el aire…

Alcé la vista hacia Mark, que estaba de pie frente a mí. Sus facciones de adolescente dejaban traslucir una preocupación que me hizo comprender el peso que aquella misión arrojaba sobre él.

– Sí, os entiendo. El lugar, el silencio…, roto súbitamente por esas campanas que te dan unos sustos de muerte…

– Bueno, eso nos hace estar alerta, lo cual no es malo. Me alegro de que estés dispuesto a admitir que tienes miedo. Eso demuestra tu hombría, más que las fanfarronadas de la juventud. Y yo no debería estar tan melancólico. Esta noche tengo que rezar para que Dios me dé fuerzas -dije, y lo miré con súbita curiosidad-. ¿Qué pides tú en tus oraciones?

Mark se encogió de hombros.

– No tengo costumbre de rezar al acostarme.

– No debería ser una simple costumbre, Mark. Pero no pongas esa cara, no voy a sermonearte sobre la necesidad de la oración -dije levantándome del sillón con dificultad. Volvía a tener la espalda cansada y dolorida-. Venga, debemos espabilar y echar un vistazo a esos libros de contabilidad. Después de cenar, nos veremos las caras con el hermano Edwig.

Encendí más velas, y colocamos los libros en la mesa. Cuando abrí el primero y aparecieron las páginas con renglones, llenas de números y letras apretadas, Mark me miró muy serio desde el otro lado de la mesa.

– Señor, ¿podría estar Alice en peligro por lo que nos ha contado? Si han asesinado a Simón Whelplay por miedo a que revelara un secreto, podrían hacer lo mismo con ella.

– Lo sé. Cuanto antes interrogue al tesorero sobre ese misterioso libro, mejor. Le prometí a Alice que no la descubriría.

– Es una mujer admirable.

– Y fascinante, ¿no?

Mark se puso rojo y se apresuró a cambiar de tema.

– ¿De modo que el hermano Guy os ha dicho que el novicio había tenido cuatro visitas?

– Sí, y no olvidemos a los cuatro obedienciarios que conocían el auténtico propósito de Singleton. Como el hermano Guy.

– Pero ha sido él quien os ha dicho que Simón había sido envenenado…

– Aun así, no puedo permitirme confiar totalmente en él -respondí alzando la mano-. Y, ahora, los libros. Supongo que, después de trabajar en Desamortización, estarás familiarizado con las cuentas de los monasterios…

– Por supuesto.

– Bien. Entonces, échales un vistazo y dime si hay algo que te llame la atención. Partidas de gastos que te parezcan excesivas o que no cuadren. Pero antes cierra la puerta con llave. ¡Por Dios santo, me estoy volviendo tan medroso como el pobre Goodhaps! Nos pusimos manos a la obra. La tarea era pesada. Los balances son más difíciles de revisar que las listas simples, a no ser que uno se gane la vida haciendo números; sin embargo, no detectamos en aquellos libros nada inusual. Las rentas que obtenía el monasterio por sus tierras y los ingresos que le reportaba la destilería eran sustanciales; los reducidos desembolsos en limosnas y sueldos contrastaban con el elevado gasto en comida y ropa, sobre todo en casa del abad. Al parecer, existía un superávit de unas quinientas libras, una suma importante pero no insólita, engrosada por la venta reciente de algunas tierras.

Seguimos trabajando hasta que las campanas que anunciaban la cena resonaron en el gélido aire nocturno. Me levanté, me restregué los ojos y empecé a dar vueltas por la habitación, mientras Mark se desperezaba con un gruñido.

– Es tal como nos imaginábamos -dijo Mark desperezándose con un gruñido-. El monasterio es rico; aquí hay mucho más dinero que en los conventos cuyas cuentas yo solía revisar.

– Sí, detrás de esos balances hay mucho oro. ¿Qué escondería ese libro que descubrió Singleton? Tal vez esté todo demasiado en orden; tal vez estos números sean para el auditor y el otro libro contenga los auténticos. Si el tesorero está defraudando al Exchequer, estaríamos ante un grave delito -dije cerrando mi libro de golpe-. Bueno, vamos. Debemos reunimos con la congregación. Y asegúrate de comer lo que comen todos -añadí mirándolo muy serio.

Mientras cruzábamos el patio del claustro en dirección al refectorio nos encontramos con varios monjes, que nos hicieron profundas reverencias. Al inclinarse ante nosotros, uno de ellos resbaló y se cayó, pues durante el día había atravesado el patio mucha gente y la nieve estaba apisonada y muy resbaladiza. Al pasar junto a la pila, vi que el chorro de agua se había congelado y formaba una larga estalagmita de hielo que sobresalía del caño.

La cena transcurrió en un ambiente lúgubre. El hermano Jerome no acudió. Presumiblemente, estaría encerrado en algún sitio por orden del prior. El abad Fabián subió al facistol y anunció con solemnidad que el novicio Simón Whelplay había fallecido a consecuencia de las fiebres palúdicas, lo que provocó las previsibles exclamaciones de consternación y apelaciones a la misericordia divina. Advertí algunas miradas envenenadas dirigidas al prior, especialmente de parte de los tres novicios que estaban sentados en el extremo más alejado de la mesa grande. También oí a uno de los monjes, un individuo grueso de ojos tristes y legañosos, mascullar una maldición contra las almas poco caritativas, al tiempo que fulminaba con la mirada al prior Mortimus, que miraba al frente, orgulloso e imperturbable.

El abad entonó una larga oración en latín por el alma del hermano finado; las respuestas fueron fervorosas. Esa noche su reverencia se quedó a cenar en la mesa de los obedienciarios, en la que se sirvió una gran pierna de ternera con acompañamiento de guisantes. Hubo débiles intentos de conversación; el abad comentó que nunca había visto nevar de aquel modo en el mes de noviembre y el hermano Jude, el despensero, y el hermano Hugh, el rechoncho mayordomo de la verruga en la cara al que había conocido en la sala capitular, que al parecer siempre se sentaban juntos y siempre acababan riñendo, empezaron a discutir sobre si los estatutos obligaban o no a la ciudad a retirar la nieve del camino del monasterio, pero sin demasiado entusiasmo. El único que hablaba con verdaderas ganas era el hermano Edwig, que explicó con preocupación que las cañerías de las letrinas se habían helado y habló de lo que costaría repararlas cuando el tiempo mejorara y las hiciera reventar. «Pronto te daré algo de lo que preocuparte de verdad», pensé. Sorprendido por la intensidad de mi emoción, me reconvine interiormente, pues no es bueno que la antipatía hacia un sospechoso nos oscurezca el juicio.

Otro de los comensales estaba bajo el influjo de emociones aún más fuertes. El hermano Gabriel apenas probó la comida. Parecía anonadado por la muerte de Simón y perdido en su propio mundo. Por eso me sorprendió tanto que de pronto levantara la cabeza y lanzara a Mark una mirada de tan intenso deseo, de tan violenta emoción que no pude reprimir un estremecimiento. Me alegré de que Mark estuviera concentrado en su plato y no se diera cuenta.

Cuando los monjes dieron las gracias por los alimentos y todo el mundo empezó a desfilar, sentí auténtico alivio. El viento había arreciado y nos lanzaba al rostro pequeños copos de nieve. Indiqué a Mark que esperara junto a la puerta, mientras los monjes se calaban las capuchas y desaparecían a toda prisa en la oscuridad.

– Vamos a abordar al tesorero. ¿Llevas la espada al cinto? -Mark asintió-. Bien. Manten la mano en la empuñadura mientras hablo con él. Recuérdale nuestra autoridad… Pero ¿dónde se ha metido?

Esperamos un poco, pero el hermano Edwig no daba señales de vida. Al cabo de unos instantes, oímos sus tartamudeos y, cuando entramos en el refectorio, lo vimos con las manos apoyadas sobre la mesa grande, inclinado sobre el hermano Athelstan, que seguía sentado en su sitio con expresión compungida.

– Este balance no es c-correcto -estaba diciendo el tesorero al tiempo que clavaba un dedo en un papel una y otra vez-. Has alterado la partida del lúpulo.