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»"Si os la arrancaron mediante tortura, Dios no os condenará por eso. Una confesión falsa no es como un juramento ante Dios", añadí amargamente. "Hermano, temo por mi alma. He pecado con mujeres…" "Si os arrepentís sinceramente, el Señor os perdonará." "Es que no me arrepiento, hermano", respondió él, y rompió a reír histéricamente. "Siempre lo hice con placer. No quiero morir y no conocer el placer nunca más." "Debéis poner en orden vuestra alma", lo urgí. "Debéis arrepentiros sinceramente, u os condenaréis en el fuego eterno." "Aunque me arrepienta, iré al purgatorio", respondió Smeaton, y volvió a echarse a llorar. Me daba vueltas la cabeza y estaba demasiado débil para seguir hablando, de modo que me arrastré hasta el maloliente jergón. No sabía si era de noche o de día, pues allí abajo no había más luz que la de las antorchas del pasadizo. Me quedé dormido. Me desperté dos veces, cuando los guardias trajeron sendas visitas a la celda de Smeaton. -Los ojos de Jerome se alzaron y se encontraron con los míos; luego, volvieron a bajarse-. En ambas ocasiones, lo oí llorar de un modo desgarrador. Más tarde, me desperté, vi pasar a los guardias con un sacerdote y oí murmullos en la celda de al lado durante largo rato, pero no podría decir si al final Smeaton hizo una confesión en regla y salvó su alma. Volví a dormirme y, cuando el dolor me despertó, todo estaba en silencio. Allí abajo no hay ventanas, pero de algún modo supe que era de día y que Smeaton ya había muerto. -Los ojos del cartujo volvieron a posarse en mí-. Ahora ya sabes que tu señor torturó a un inocente para arrancarle una confesión falsa y lo hizo ejecutar. Es un hombre sanguinario.

– ¿Le habéis contado esta historia a alguien más? -le pregunté.

– No. No he tenido… necesidad -respondió el anciano con una extraña e inquietante sonrisa.

– ¿Qué queréis decir?

– No importa.

– Desde luego que no importa, porque todo eso es una sarta de mentiras. -El anciano se limitó a encogerse de hombros-.Muy bien. Volvamos a Robin Singleton. ¿Por qué lo llamasteis perjuro y traidor?

– Porque lo era -respondió el cartujo con la misma sonrisa extraña y salvaje-. Era un instrumento de ese monstruo de Cromwell, como tú. Todos sois unos perjuros y traicionáis la obediencia que debéis al Papa.

Respiré hondo.

– Jerome de Londres, sólo sé de un hombre que podía odiar al comisionado, o más bien lo que representaba, hasta el punto de idear un insensato plan para asesinarlo, y ese hombre sois vos. Vuestra invalidez os impedía cometer el asesinato personalmente, pero sois capaz de engañar a cualquiera para que lo hiciese por vos. Os desafío a negar que sois el responsable de esa muerte.

El cartujo cogió la muleta y volvió a ponerse en pie con una mueca de dolor. Se llevó la mano derecha al corazón; le temblaba ligeramente. Me miró a los ojos sin dejar de esbozar su enigmática y estremecedora sonrisa.

– El comisionado Singleton era un hereje y un hombre despiadado, y me alegro de su muerte y de la ira que ésta haya causado a Cromwell. Pero juro por la salvación de mi alma, ante Dios y por voluntad propia, que no tomé parte en el asesinato de Robin Singleton, y también que no sé de ningún hombre en esta casa de cobardes e idiotas con suficientes redaños para hacerlo. Bueno, ya he respondido a tu acusación. Y ahora, estoy cansado y quiero dormir -dijo el cartujo sentándose de nuevo en la cama y tendiéndose en ella.

– Muy bien, Jerome de Londres. Pero volveremos a hablar.

Indiqué a Mark que saliera y yo abandoné la celda tras él. Una vez fuera, cerré la puerta con llave y avancé por el pasillo, observado por los monjes, que habían vuelto de la iglesia y tenían abiertas las puertas de las habitaciones. Cuando nos acercábamos a la puerta del claustro, ésta se abrió de golpe, y el hermano Athelstan entró como una exhalación con el hábito cubierto de nieve. Al verme, se detuvo en seco.

– Hombre, hermano… Ya sé por qué os trata tan mal el hermano Edwig. Habéis dejado su despacho sin vigilancia.

– Sí, señor -respondió el monje, que no paraba de balancearse sobre los pies; su enmarañada barba dejaba caer gotas de nieve derretida sobre la estera.

– Esa información me habría sido más útil que vuestros cuentos sobre lo que se murmura en la sala capitular. ¿Qué ocurrió?

Athelstan me miró asustado.

– No creí que fuera importante, señor comisionado. Fui a la contaduría a trabajar y encontré al comisionado Singleton examinando un libro en el despacho del hermano Edwig. Le rogué que no se lo llevara, o que al menos me dejara registrar la salida, porque sabía que el hermano Edwig se enojaría conmigo. Cuando el hermano volvió y le conté lo ocurrido, me dijo que no debería haber perdido de vista al comisionado Singleton.

– Así que estaba furioso…

– Mucho, señor-respondió el monje agachando la cabeza.

– ¿Sabíais qué contenía el libro?

– No, señor. Yo sólo manejo los libros de contabilidad. No sé nada sobre los que el hermano Edwig tiene arriba, en su despacho.

– ¿Por qué no me habéis comentado esto?

– Tenía miedo, señor -respondió el monje sin dejar de balancearse sobre los pies-. Porque, si le preguntabais por el libro, el hermano Edwig sabría que yo había hablado. Es un hombre duro, señor.

– Y vos un estúpido. Permitidme que os dé un consejo, hermano. Un buen informador debe estar dispuesto a dar información, a pesar del riesgo. De lo contrario, desconfiarán de él. Ahora desapareced de mi vista.

El hermano Athelstan echó a correr por el pasillo y nosotros nos arrebujamos en nuestras capas y nos enfrentamos al temporal.

– ¡Por los clavos de Cristo, en mi vida había visto nevar de este modo! -exclamé contemplando el patio cubierto de nieve-. Quería que me acompañaras al estanque, pero con este tiempo no hay nada que hacer. En fin, volvamos a la habitación.

Mientras caminábamos hacia la enfermería, advertí que Mark estaba pensativo y preocupado. Encontramos a Alice en la cocina preparando una infusión.

– Estáis muertos de frío, señores. ¿Puedo ofreceros un poco de vino caliente?

– Gracias, Alice -le dije-. Cuanto más caliente mejor.

Una vez en la habitación, Mark cogió una almohada y se acomodó ante el fuego, mientras que yo me senté en la cama.

– Jerome sabe algo -murmuré-. No está implicado en el asesinato; de lo contrario, no habría jurado. Pero sabe algo. Lo he leído en su sonrisa.

– La tortura lo trastornó de tal modo que dudo que sepa lo que dice.

– No, la rabia y la vergüenza lo consumen, pero no ha perdido la cabeza.

– Entonces, ¿es cierto lo que ha dicho sobre Mark Smeaton, que Lord Cromwell lo torturó hasta arrancarle una confesión falsa? -preguntó Mark con los ojos clavados en el fuego.

– No -respondí mordiéndome el labio-. No lo creo.

– Os gustaría no creerlo -murmuró Mark.

– ¡No! Y tampoco creo que lord Cromwell estuviera presente mientras torturaban a Jerome. Es mentira. Vi a Su Señoría en los días previos a la ejecución de Ana Bolena. Estaba constantemente con el rey; no le quedaba tiempo para ir a la Torre. Y no se habría comportado así; jamás. Se lo ha inventado Jerome -aseguré.

De pronto, advertí que tenía los puños apretados. Mark me miró.

– Señor, ¿no os ha parecido evidente por su actitud que todo lo que ha dicho era verdad?

Dudé. Ciertamente, el cartujo se había expresado con una vehemencia que parecía abonar la sinceridad de sus palabras. Desde luego, lo habían torturado; eso saltaba a la vista. Pero que lord Cromwell en persona lo hubiera obligado a jurar en falso era harina de otro costal. Yo no podía creer algo así de mi señor, como no podía aceptar que estuviera implicado en la tortura de Mark Smeaton. En la presunta tortura, me dije a mí mismo pasándome la mano por el cabello.