Alice frunció el semblante.
– Mi madre era la única familia que me quedaba -respondió, jugando con un hilo suelto de la manga-. Los Fewterer no éramos muy queridos en la ciudad; las curanderas siempre han vivido un poco aparte -añadió con voz amarga-. La gente acude a mujeres como mi madre y mi abuela para que remedien sus males, pero a nadie le gusta sentirse obligado hacia ellas. Siendo joven, el juez Copynger fue a ver a mi abuela porque tenía unos retortijones de tripas que no se le iban. Ella lo curó, pero después él ni la saludaba cuando se encontraban por la calle. Y tampoco se privó de echarnos de casa cuando murió mi madre. Tuve que vender todos los enseres y los muebles con los que había crecido, porque no tenía donde guardarlos.
– Lo siento. Habría que poner fin a esos robos de tierras.
– Por eso nunca voy a Scarnsea. Los días de descanso me quedo aquí, leyendo los libros del hermano Guy, con su ayuda.
– Entonces sí tienes un amigo.
La muchacha asintió.
– Sí, es un buen hombre.
– Dime, Alice, ¿has oído hablar de la joven que trabajaba aquí antes que tú, una tal Orphan?
– He oído que robó unas copas de oro y huyó. No puedo culparla.
Decidí no mencionar los temores de la señora Stumpe; no quería preocupar más a Alice. Sentía un apremiante deseo de levantarme y estrecharla contra mi pecho para aliviar el dolor que la soledad nos causaba a ambos, pero conseguí dominarlo.
– Tú también podrías marcharte -le sugerí tímidamente-. Ya lo hiciste una vez, cuando fuiste a trabajar con el boticario de… ¿Esher, verdad?
– Me iría si pudiera, sobre todo después de lo que ha ocurrido en los últimos diez días. Aquí no hay más que hombres viejos y grises que celebran ceremonias en las que no hay ni amor ni calidez… Y sigo preguntándome a qué se refería el pobre Simón con lo de avisarme.
– Sí, yo también -dije inclinándome hacia ella-. Tal vez pueda hacer algo para ayudarte. Tengo contactos en la ciudad, y en Londres también. -Alice me miró con curiosidad-. Comprendo tu situación, créeme, y me gustaría ayudarte. No pretendo… -balbuceé notando que me sonrojaba-. No pretendo que te sientas… obligada hacia mí; pero, si estás dispuesta a aceptar la ayuda de un viejo feo y jorobado como yo, te la prestaría encantado.
La mirada de curiosidad de Alice se acentuó.
– ¿Por qué decís que sois viejo y feo, señor? -me preguntó frunciendo el entrecejo.
Me encogí de hombros.
– Ya no me falta mucho para cumplir los cuarenta, Alice, y siempre me han dicho que soy feo.
– Pues os han mentido, señor -aseguró la chica con viveza-. Casualmente, el hermano Guy comentó ayer mismo que en vuestras facciones había una extraña mezcla de distinción y tristeza.
Arqueé las cejas.
– Espero que el hermano Guy no tenga las mismas inclinaciones que Gabriel -bromeé.
– No, no las tiene -contestó Alice con sorprendente seguridad-. Y vos no deberíais menospreciaros de ese modo, señor. Bastante sufrimiento hay ya en el mundo.
– Lo siento -murmuré, y solté una risa nerviosa.
Sus palabras me habían llenado de vergüenza y placer. Alice seguía mirándome con tristeza, y no pude evitar extender una mano para tocar la suya. Pero, de pronto, las campanas rompieron el silencio de la noche y su estruendo nos sobresaltó a ambos.
Dejé caer la mano, y los dos reímos nerviosamente. En ese momento, se abrió la puerta y Mark entró en la cocina. Alice se levantó de inmediato y se acercó al aparador; supuse que no quería que Mark la viera con el rostro manchado de lágrimas.
– Siento haber tardado tanto, señor -dijo mi ayudante dirigiéndose a mí, pero con los ojos clavados en Alice-. He ido al excusado y luego me he entretenido un momento en la enfermería. El hermano Guy está atendiendo al monje anciano, que se encuentra muy enfermo.
– ¿El hermano Francis? -preguntó Alice volviéndose de inmediato-. Entonces, os ruego me disculpéis, señores, debo ir a su lado -dijo saliendo a toda prisa y alejándose por el pasillo.
– ¿Ha llorado, señor? -me preguntó Mark con la preocupación pintada en el rostro-. ¿Qué tiene?
Suspiré.
– Soledad, Mark, sólo soledad. Ahora, vamos. Esas campanas del demonio están tocando a vigilia.
Al pasar por la enfermería, vimos a Alice y al hermano Guy inclinados sobre la cama del anciano. El hermano Andrew, el monje ciego, estaba sentado en su sillón y movía la cabeza a derecha e izquierda para captar los ruidos de los movimientos del enfermero y su ayudanta.
Al ver que nos acercábamos, el hermano Guy alzó la cabeza.
– Está agonizando -dijo en voz baja-. Me temo que voy a perder a otro.
– Le ha llegado la hora. -Al oír la voz del ciego, los cuatro nos volvimos sorprendidos-. Pobre Francis… Durante casi cien años, ha visto el mundo avanzando hacia su fin. Ha asistido a la llegada del Anticristo, tal como estaba anunciado. Lutero, y su agente, Cromwell.
Comprendí que el hermano Andrew no tenía la menor idea de que yo estaba allí. El enfermero dio un paso hacia él, pero lo contuve agarrándolo de la manga.
– No, hermano, oigamos lo que tiene que decir.
– ¿Quién sois, una visita? -preguntó el monje ciego volviendo sus lechosos ojos hacia mí-. ¿Conocíais al hermano Francis,señor?
– No, hermano. Soy… sí, una visita.
– Cuando profesó, aún era la época de las guerras entre los Lancaster y los York. ¿Os lo imagináis? Dice que por aquel entonces había en Scarnsea un hermano muy viejo, tan viejo como él ahora, que había conocido a los monjes que vivían aquí en tiempos de la Gran Peste. -El hermano Andrew esbozó una sonrisa soñadora-. Debió de ser una época gloriosa. Más de cien hermanos en el monasterio, un clamor de jóvenes ansiosos por tomar el hábito… Aquel anciano le dijo al hermano Francis que la epidemia había acabado con la mitad de los monjes en tan sólo una semana. Los supervivientes dividieron el refectorio, porque no soportaban ver las mesas vacías. El mundo entero recibió un golpe terrible y dio un paso más hacia su final. -EL ciego movió la cabeza-. Y ahora que se aproxima, todo es corrupción y vanidad. Cristo no tardará en venir para juzgarnos a todos.
– Silencio, hermano -murmuró el hermano Guy, asustado-. Silencio.
Miré a Alice; la muchacha bajó los ojos. Observé al monje anciano, que yacía inconsciente, con una expresión plácida en su arrugado rostro.
– Venga, Mark -dije bajando la voz-. Vámonos.
Nos abrigamos y salimos. La noche era gélida pero serena, y la luna hacía brillar la nieve mientras caminábamos hacia la iglesia, cuyos vitrales coloreaban el tenue resplandor de las velas.
Por la noche, la iglesia tenía un aspecto totalmente distinto. Parecía una enorme y resonante caverna, cuyo techo permanecía oculto en la oscuridad. Las velas encendidas ante las hornacinas de las paredes titilaban en la penumbra, y había dos grandes oasis de claridad, uno en el coro, tras el cancel, y el otro en una capilla lateral, hacia la que conduje a Mark, dando por sentado que Singleton ocuparía el lugar menos lucido.
El féretro, abierto y colocado sobre una mesa, estaba rodeado por nueve o diez monjes que sostenían grandes cirios. Las negras y encapuchadas siluetas permanecían envueltas en sombras, pero la luz de las velas iluminaba sus rostros desde abajo. Al acercarnos, reconocí al hermano Athelstan, que se apresuró a agachar la cabeza, y a los hermanos Jude y Hugh, que se apartaron para dejarnos sitio.
Los monjes habían colocado la cabeza de Singleton en su sitio, pegada al cuello; debajo le habían puesto un trozo de madera para inmovilizarla y le habían cerrado los ojos y la boca; de no ser por la línea roja que rodeaba el cuello, cualquiera que ignorara la verdad habría pensado que había fallecido de muerte natural. Bajé la cabeza, pero tuve que alzarla rápidamente, pues percibí el hedor que ascendía del cuerpo y se mezclaba con el olor a transpiración de los monjes. Singleton llevaba muerto una semana, y fuera del panteón se descomponía rápidamente. Incliné la cabeza ante los monjes y retrocedí unos pasos.