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«Un velo de nubes, sí -me dije-. Sigo tan confuso como cuando llegué.» Sacudí la cabeza, irritado conmigo mismo. Así no iba a ninguna parte; ¿qué había sido de mi resolución? Y de pronto caí en la cuenta de algo que, sorprendentemente, no se me había ocurrido hasta entonces. Estaba sentado entre Marky el doctor Goodhaps, uno con la nariz metida en el pañuelo y el otro mirando al frente, absorto en sus pensamientos.

– ¿Iba a estar Alice en la enfermería esta mañana? -le susurré a mi ayudante.

– Creo que sí.

– Bien -dije, y me volví hacia Goodhaps-. Quiero que me acompañéis a la enfermería antes de marcharos.

El anciano asintió con resignación.

Volví a concentrarme en la ceremonia. Las voces siguieron fluctuando y modulando, para acabar muriendo en el silencio. Los monjes desfilaron fuera del coro, y un criado que permanecía a la espera se acercó y cogió del suelo la tapa del ataúd. Contemplé por última vez el hosco rostro de Singleton y, durante unos instantes, volví a verlo en los tribunales: sus bravatas, sus aspavientos, su pasión por discutir… Luego, el criado clavó la tapa, y el rostro de Singleton se hundió para siempre en la oscuridad. El prior y un monje de mediana edad y complexión fuerte se acercaron a nosotros, y Mark y yo nos agachamos con ellos para levantar el ataúd. Al hacerlo, noté que algo se movía en el interior. Mark se volvió hacia mí con los ojos como platos.

– La cabeza -le susurré-. Se ha desplazado de su lugar.

Con el estremecedor golpeteo resonando en nuestros oídos, sacamos al difunto de la iglesia, seguidos por los monjes en larga procesión. Camino de la puerta, vi al hermano Gabriel, que rezaba con fervor junto al féretro del novicio. Al vernos pasar, alzó la cabeza y nos lanzó una mirada de muda desesperación.

Avanzamos por la nieve al fúnebre son de las campanas y llegamos al cementerio laico, en cuya blanca extensión la fosa que recibiría el cuerpo de Singleton parecía un tajo marrón. Miré de reojo al prior Mortimus, que iba junto a mí; su duro rostro tenía una expresión sorprendentemente grave.

Unos criados que esperaban junto a la tumba cogieron el ataúd y lo hicieron descender al fondo de la fosa. En ese momento empezó a nevar y, mientras rezábamos las últimas plegarias y el oficiante asperjaba el ataúd con agua bendita, los copos fueron cubriendo silenciosamente la tierra recién extraída. Cuando los primeros terrones golpearon la madera, los monjes dieron media vuelta y regresaron a la iglesia en silenciosa procesión. Me disponía a seguirlos, cuando el prior se me acercó.

– Estaban impacientes por ponerse a cubierto -rezongó sacudiendo la cabeza-. Si hubieran hecho tantas guardias como yo en pleno invierno…

– ¿Guardias? -le pregunté con curiosidad-. ¿Habéis sido soldado?

– ¿Tan rudo os parezco? No, doctor Shardlake. Hace años fui alguacil en Tonbridge. Ayudaba a detener a los malhechores y vigilaba por la noche para que nadie robara. Y por el día trabajaba de maestro. Veo que os sorprende que tenga estudios.

Incliné la cabeza.

– Un poco, pero sólo porque cultiváis unas maneras rudas.

– No las cultivo, nací con ellas -replicó el prior sonriendo con sorna-. Soy escocés; en mi tierra no tenemos vuestras refinadas costumbres inglesas. La verdad es que no tenemos gran cosa aparte de pendencias, al menos en la región fronteriza de la que procedo. Allí la vida es una batalla continua; cuando no están combatiendo contra los ingleses, los señores luchan unos contra otros por el ganado.

– ¿Qué os trajo a Inglaterra?

– Siendo niño, mataron a mis padres y saquearon nuestra granja. Pero no los ingleses, sino un señor escocés.

– Lo siento.

– Cuando esto ocurrió, yo me encontraba estudiando en la abadía de Kelso. Había querido marcharme lejos, y mis padres me costearon una escuela inglesa. Yo se lo debo todo a la Iglesia. -Su expresión burlona se tornó seria de inmediato-. Las órdenes religiosas se alzan entre el mundo y el caos absoluto, comisionado.

«Otro refugiado -me dije-, otro beneficiario de la comunidad internacional del hermano Guy.» -¿Por qué os ordenasteis?

– Me cansé del mundo, comisionado, y de la gente: los críos, peleándose a todas horas y haciendo novillos, a menos que les enseñes la vara; los criminales que ayudé a capturar, los hombres estúpidos y codiciosos que conocí… Por cada uno que condenábamos y colgábamos, había otros doce esperando a que los cogiéramos. El hombre es una criatura caída, alejada de la gracia y más difícil de dominar que una jauría de perros. Pero al menos en un monasterio es posible mantener la disciplina de Dios.

– ¿Y ésa es vuestra aspiración en este mundo? ¿Mantener la disciplina entre los hombres?,,

– ¿Acaso no es la vuestra? ¿No os indigna el asesinato de ese hombre? ¿No estáis aquí para encontrar y castigar al culpable?

– ¿Os indignó la muerte del comisionado?

El prior se detuvo y se volvió hacia mí.

– Es un paso más hacia el caos. Me consideráis un hombre rudo, pero, creedme, el Diablo está en todas partes, y hasta en la Iglesia se necesitan hombres como yo para mantenerlo a raya, del mismo modo que el rey trata de mantener el orden en el mundo secular con las leyes que dicta.

– ¿Y qué ocurre cuando las leyes del mundo y de la Iglesia están en desacuerdo, como ha ocurrido en los últimos años? -le pregunté.

– Entonces, doctor Shardlake, rezo para que se encuentre alguna solución que permita a la Iglesia y al príncipe trabajar en armonía de nuevo, porque cuando luchan entre sí abren la puerta al Diablo.

– Entonces, que la Iglesia no desafíe la voluntad del príncipe. Bueno, debo volver a la enfermería. Os dejaré aquí, porque supongo que tenéis que volver a la iglesia, para asistir al funeral por el pobre novicio… -añadí con toda intención.

El prior no rehuyó mi mirada.

– Rezaré para que el muchacho sea admitido en el cielo cuando Dios disponga. Pese a que era un pecador.

Di media vuelta y, a través de la cortina de nieve, vi a Goodhaps, que avanzaba lentamente hacia la enfermería del brazo de Mark. No pude evitar preguntarme si conseguiría llegar a la ciudad y escapar de aquella pesadilla.

En la sala de la enfermería, Alice seguía atendiendo al agonizante hermano Francis. El anciano había recobrado el conocimiento y la muchacha le estaba dando gachas a pequeñas cucharadas. Mientras lo hacía, su rostro tenía una suavidad, una dulzura que no le había visto hasta entonces. Le pedí que nos acompañara a la cocina y la dejé allí con Goodhaps y Mark, mientras yo iba a buscar el libro que me había dado el tesorero. Los tres me miraron expectantes cuando volví y se lo mostré.

– Según el hermano Edwig, éste es el libro que el pobre Singleton se llevó de la contaduría poco antes de que lo asesinaran. Ahora, doctor Goodhaps, y tú también, Alice, quiero que lo examinéis y me digáis si lo habíais visto con anterioridad. Como veréis, tiene una gran mancha de vino en la tapa. Mientras estaba en la iglesia, se me ha ocurrido que quienes hubieran visto el libro tenían que acordarse de la mancha.

Goodhaps extendió la mano, cogió el libro de contabilidad y examinó las tapas.

– Recuerdo al comisionado hojeando un libro con las tapas azules. Tal vez fuera éste. No lo sé, no me acuerdo.

– Con vuestro permiso -dijo Alice acercándose a él y cogiendo el libro de sus manos. Miró la cubierta, le dio la vuelta y, con total convicción, afirmó-: No es éste.

– ¿Estás segura? -le pregunté con el corazón en un puño. -El libro que el hermano Edwig le dio al comisionado no tenía ninguna mancha. Me habría llamado la atención; el tesorero es un maniático de la limpieza y el orden.

– ¿Lo jurarías ante un tribunal de justicia?