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– Pero…

– Llevaba una jarra de sangre. ¿Recordáis? De las sangrías que les realizamos a los monjes. Esta sangre no es mía.

– ¡Ah! -exclamé apoyándome en el muro.

– Pensábamos verterla en el jardín, pero el hermano Guy dice que esperaremos a que se funda la nieve, de modo que la llevaba al almacén.

– Sí, sí, comprendo -murmuré, y reí apurado-. Me he comportado como un idiota -añadí mirándome el jubón-. Y me he puesto perdido.

– Esas manchas se irán, señor.

– Siento haber… haberte agarrado así. Ha sido el susto.

– Lo sé, señor -respondió Alice apurada-. Siento haberos asustado de ese modo. No suelo resbalar, pero estos caminos entre la nieve están cubiertos de hielo. Os agradezco vuestra preocupación -añadió la joven haciéndome una reverencia.

Advertí que tenía el cuerpo tenso y, con una punzada de decepción, comprendí que mi abrazo no había sido bien recibido.

– Vamos -le dije-. Tienes que entrar y tumbarte un rato. ¿Estás mareada?

– No, estoy perfectamente -aseguró Alice absteniéndose de cogerse al brazo que le ofrecía-. Creo que los dos deberíamos cambiarnos.

Se levantó, se sacudió la nieve manchada de sangre de la ropa y se encaminó hacia la enfermería. Ella se quedó en la cocina y yo fui a mi habitación. Me puse la otra muda de ropa que había traído de Londres, dejé las prendas manchadas de sangre en el suelo y me senté a esperar que volviera Mark. Podría haber pedido a Alice que se encargara de que lavaran mi ropa, pero me daba vergüenza.

La espera se me hizo eterna. En la distancia, volví a oír doblar las campanas; el funeral por Simón Whelplay había terminado y ahora también él iba a recibir sepultura. Me maldije por no haber dejado que Goodhaps fuera solo a la ciudad. Teníamos que echar un vistazo al estanque y luego quería arreglar cuentas con el hermano Edwig.

Oí un murmullo que procedía de la cocina. Fruncí el entrecejo y abrí la puerta. Eran las voces de Mark y Alice. Avancé por el pasillo a grandes zancadas.

El vestido de Alice descansaba sobre una tabla de lavar. La muchacha no llevaba más que la enagua y estaba abrazada a Mark, pero ninguno de los dos reía. Alice tenía el rostro apoyado sobre el hombro de Mark. Se la veía triste. La expresión de él también era seria. Parecía que estuviera consolándola, más que acariciándola. Al advertir mi presencia, se separaron de inmediato, sobresaltados; vi cómo se movían los firmes y turgentes pechos de Alice bajo el fino tejido de la enagua, en la que se transparentaban los erguidos pezones.

– Mark Poer -dije con aspereza-. Te había pedido que no te entretuvieras. Tenemos trabajo.

– Lo siento, señor, yo… -farfulló el chico ruborizándose.

– Y tú, Alice, ¿te parece decente estar así vestida?

– Sólo tengo este vestido, señor -dijo en tono desafiante-, y éste es el único sitio donde lavarlo.

– Entonces deberías haber cerrado la puerta con llave por si venía alguien. Vamos, muchacho -le ordené a Mark, y, tras una rápida inclinación de cabeza, ambos nos dirigimos a nuestra habitación. Apenas entramos, me encaré con él-: Te dije que no tontearas con ella. ¡Está claro que habéis tenido más charlas de las que pensaba!

– Estos últimos días, hemos hablado siempre que hemos tenido ocasión -replicó Mark mirándome desafiante-. Sabía que no lo aprobaríais, pero no puedo controlar mis sentimientos.

– Tampoco pudiste con la dama de la reina. ¿Acabará esto del mismo modo?

– ¡Esto es totalmente diferente! -farfulló Mark sonrojándose-. ¡Mis sentimientos hacia la señorita Fewterer son nobles! Siento por ella lo que no he sentido por ninguna mujer. Podéis rezongar cuanto queráis, pero es cierto. No hemos hecho nada malo; sólo lo que habéis visto: abrazarnos y besarnos. La caída la ha asustado.

– ¿«La señorita Fewterer»? Olvidas que Alice no es una señorita, es una criada.

– Eso no os ha impedido abrazarla cuando estaba en el suelo. He visto cómo la mirabais, señor. ¡También os gusta a vos! -Súbitamente colérico, Mark dio un paso hacia mí-. ¡Estáis celoso!

– ¡Por Cristo crucificado! -grité-. He sido demasiado blando contigo. ¡Ahora debería echarte de mi lado para que te llevaras tu dichoso carajo de vuelta a Lichfield y te convirtieras en un destripaterrones! -Mark no replicó, y yo procuré calmarme-. Así que me consideras un pobre tullido devorado por los celos. Sí, Alice es una chica estupenda, no lo niego. Pero tenemos entre manos un asunto muy serio. ¿Qué crees que diría lord Cromwell si supiera que te pasas el tiempo tonteando con las criadas, eh?

– En la vida hay cosas más importantes que lord Cromwell -murmuró Mark.

– ¿Ah, sí? ¿Quieres que se lo diga con esas palabras? Y además, ¿qué harías, llevarte a Alice a Londres? Dices que no quieres volver a Desamortización. Entonces, ¿qué quieres, vivir como un criado?

– No -respondió Mark bajando los ojos, tras unos instantes de vacilación.

– ¿Bien?

– He pensado que tal vez me permitiríais ser vuestro ayudante, señor, vuestro pasante. Os he ayudado con vuestro trabajo, y decís que lo hago bien…

– ¿Pasante? -le pregunté con incredulidad-. ¿El chico de los recados de un abogado? ¿Ésa es toda tu ambición en la vida?

– Es un mal momento para pedíroslo, lo sé -murmuró Mark, cariacontecido.

– ¡Dios de los Cielos, cualquier momento sería malo para semejante petición! Me avergonzarías delante de tu padre y te avergonzarías a ti mismo por tu falta de ambición. No, Mark, no te quiero de pasante.

– Para ser alguien que siempre está hablando de ayudar a los pobres y construir una república cristiana -replicó Mark con inesperada vehemencia-, tenéis una idea muy pobre de la gente humilde!

– En la sociedad debe haber grados. No todos tenemos el mismo; Dios lo ha querido así.

– El abad estaría de acuerdo con vos en eso. Y el juez Copynger, también.

– ¡Vive Dios que estás yendo demasiado lejos! -le grité. Él me miró en silencio, atrincherado tras su irritante máscara de impasibilidad-. Escúchame -le advertí agitando el índice ante sus narices-. He conseguido ganarme la confianza del hermano Guy. Por eso me ha contado lo que le ocurrió a Simón Whelplay. ¿Crees que seguiría confiando si, en vez de ser yo quien os ha sorprendido en la cocina, hubiera sido él, cuando tiene a esa joven bajo su protección? ¿Bien? -Mark siguió callado-. Se acabó el coquetear con Alice. ¿Lo entiendes? Se acabó. Y te aconsejo que pienses muy seriamente en tu futuro.

– Sí, señor -murmuró el chico con frialdad.

En esos momentos, habría abofeteado aquella cara de fingida imperturbabilidad.

– Coge la capa. Vamos a echar un vistazo al estanque. A la vuelta, miraremos en las capillas de la iglesia.

– Es como buscar una aguja en un pajar -refunfuñó Mark-. Lo que buscamos podría estar enterrado.

– No tardaremos más que una hora. Venga. Y ve preparando el cuerpo para un baño en agua fría -añadí vengativamente-, bastante más fría que los brazos de esa joven.

Nos pusimos en marcha en silencio. Yo estaba irritado por el atolondramiento y la insolencia de Mark, pero también porque lo que había dicho sobre mis celos era cierto. Verlo estrechando a Alice entre sus brazos poco después de que la muchacha rechazara los míos me había desgarrado el corazón. Lo miré de reojo. Primero con Jerome y ahora con Alice. ¿Cómo se las apañaba aquella obstinada criatura para hacer que siempre me sintiera culpable?

Al acercarnos a la iglesia, vimos que los monjes volvían a entrar en procesión. Simón ya estaba enterrado, pero iban a celebrar otra misa por su alma, cosa que no habían hecho con Singleton. Pensé con amargura que Simón se habría contentado con la décima parte de los atributos y oportunidades que Dios había prodigado a Mark. El último hermano desapareció en el interior del templo y la puerta se cerró con un golpe. Nosotros dejamos atrás los edificios auxiliares y nos acercamos al cementerio laico.