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– Mirad eso -dijo Mark parándose bruscamente-. Qué extraño…

El muchacho señalaba la tumba de Singleton, cuyo oscuro lomo destacaba en la blancura circundante. La última nevada había vuelto a cubrirlo todo; todo excepto la tumba.

Al acercarnos, no pude evitar una exclamación de asco. La tierra estaba cubierta de un líquido viscoso que relucía a la mortecina luz del sol. Me agaché, lo toqué con repugnancia y me llevé el dedo a la nariz.

– ¡Jabón! -exclamé indignado-. Alguien ha cubierto la tumba de jabón. Para impedir que crezca la hierba. Eso es lo que ha fundido la nieve.

– Pero ¿por qué?

– ¿Nunca has oído decir que en las tumbas de los pecadores no crece la hierba? Cuando era niño, colgaron a una mujer por infanticidio. La familia del marido iba al cementerio a escondidas y cubría la tumba de jabón para que no creciera nada, como han hecho aquí. Es una auténtica bajeza.

– ¿Quién lo habrá hecho?

– ¿Y cómo voy a saberlo? -le espeté-. ¡Vive Dios que haré que el abad los traiga aquí a todos para que limpien esta tierra bajo mi supervisión! ¡No, bajo la tuya! Será más humillante si tienen que hacerlo delante de ti -dije alejándome hecho una furia.

Atravesamos el camposanto y a continuación la huerta, en la que ahora había casi dos palmos de nieve. La débil luz del sol hacía brillar el riachuelo y el círculo de hielo del estanque.

Me abrí paso entre las cañas heladas. La capa de hielo se había espesado y la nieve formaba una fina orla a su alrededor. No obstante, agachándome con precaución y esforzando la vista, pude distinguir algo que brillaba débilmente en el centro del estanque.

– Mark, ¿ves el montón de piedras sueltas que hay al pie de aquella grieta de la muralla? Trae una grande para romper el hielo.

El muchacho soltó un suspiro, pero bastó una mirada severa para que se pusiera en movimiento y trajera el pedrusco más grande con el que pudo cargar. Yo me aparté y Mark lo alzó sobre la cabeza y lo lanzó al centro del estanque con todas sus fuerzas. Se oyó un tremendo crujido, y tuvimos que apartarnos a toda prisa para evitar una lluvia de agua helada y astillas de hielo. Esperé a que el agua se aquietara y luego me acerqué a la orilla, me puse a cuatro patas y volví a mirar con atención. Asustados, los peces zigzagueaban frenéticamente.

– ¡Ahora sí! Allí, ¿lo ves? ¿No ves brillar algo dorado?

– Creo que sí -dijo Mark-. Sí, hay algo. ¿Intento cogerlo? Si me dejáis el bastón y me agarráis del otro brazo, tal vez consiga alcanzarlo.

Negué con la cabeza.

– No, quiero que vayas a cogerlo. Mark me miró con los ojos como platos.

– El agua está helada.

– El asesino de Singleton podría haber arrojado su ropa ensangrentada al estanque. Vamos, no puede haber más de una vara de profundidad. Sobrevivirás.

Por un momento creí que iba a negarse, pero apretó las mandíbulas y se quitó la capa, las fundas de cuero y por último las caras botas, a las que no les habría sentado nada bien el chapuzón. Durante unos instantes, se quedó inmóvil en la orilla, tiritando; tenía las musculosas piernas y los pies casi tan blancos como la nieve. Luego respiró hondo, se metió en el agua y, aullando de frío, avanzó con paso vacilante.

Yo suponía que le cubriría hasta la cintura, pero no había dado media docena de pasos cuando soltó un grito y se hundió hasta el pecho. A su alrededor gorgoteaban enormes burbujas de un gas tan fétido que tuve que dar un paso atrás.

– ¡Puaj! ¡Aquí hay un palmo de cieno! -farfulló Mark.

– Claro, ¿qué esperabas? Es el limo del riachuelo, que se acumula en el fondo. ¿Ves algo? ¿Puedes cogerlo?

El muchacho me lanzó una mirada asesina y soltó un gruñido, pero se inclinó, hundió un brazo en el agua y empezó a buscar a tientas.

– Sí-respondió al cabo de unos instantes-. Hay algo…, un objeto afilado.

El brazo de Mark reapareció sosteniendo una gran espada con empuñadura dorada, que arrojó a mis pies.

– ¡Bien hecho! -le grité con el corazón palpitante-. ¿Hay algo más?

Mark volvió a inclinarse, sumergiendo esta vez el brazo hasta el hombro; sus movimientos rizaban la superficie del agua.

– ¡Jesús, qué fría está! Un momento… Sí… Hay algo. Algo blando. Parece ropa.

– ¡La ropa del asesino! -exclamé con el corazón en un puño.

Mark se irguió, tiró con fuerza y, de pronto, perdió el equilibrio, soltó un grito y se hundió bajo la superficie, al tiempo que otra figura emergía del estanque. Boquiabierto, miré aquella forma humana envuelta en un hábito chorreante. Por unos instantes, tuve la sensación de que la cabeza, oculta bajo la empapada y revuelta pelambrera, y el torso estaban suspendidos en el aire; luego, la figura se derrumbó sobre las cañas de la orilla.

Mark sacó la cabeza a la superficie y avanzó hacia la orilla aullando de frío y dando manotazos al agua. Salió a gatas y se dejó caer sobre la nieve jadeando, con los ojos tan desorbitados como los míos ante el horrible espantajo que había quedado enredado entre las cañas: un cuerpo de mujer, grisáceo, putrefacto y vestido con los jirones de un hábito de sirvienta. Tenía las órbitas vacías y la boca, sin labios, abierta en una mueca que dejaba ver los dientes, grises y apretados. Unos largos y enredados mechones de pelo chorreaban sobre su rostro.

Mark se puso en pie tiritando, se santiguó una y otra vez y empezó a rezar:

– Deus salvamos, deus salvamos, mater Christi salvamos…

– Está bien -le dije con suavidad, arrepentido de haberme enfadado con él-. Está bien. -Le pasé el brazo por el hombro; temblaba como una hoja-. Debía de estar enterrada en el limo. Ahí abajo se acumulan los gases, y tú los has removido. Tranquilo, la pobre no puede hacernos ningún daño -aseguré; pero, a la vista de aquella horrible aparición, no pude evitar que me temblara la voz-. Vamos, o cogerás una pulmonía. Ponte las botas.

Mark hizo lo que le decía, y eso bastó para que se calmara un poco.

En ese momento, advertí que había salido a la superficie otra cosa que ahora flotaba en mitad del estanque; una prenda amplia y negra, hinchada de gas. La atrapé con el bastón temiendo que se tratara de otro cadáver, pero sólo era un hábito de monje. Tiré y lo arrastré hasta la orilla. Distinguí varias manchas oscuras que podían ser de sangre coagulada. De pronto, me acordé de las gruesas carpas que habíamos cenado la noche de nuestra llegada, y me estremecí.

Mark seguía mirando el cadáver con expresión horrorizada.

– ¿Quién es? -murmuró entre dos castañeteos de dientes.

Respiré hondo.

– Sospecho que estamos ante los restos de Orphan Stonegarden. -Observé el terrible rostro de la muerta: una piel grisácea tensa sobre una calavera-. «Una cara delicada y dulce -había dicho la señora Stumpe-. Una de las más bonitas que he visto en mi vida.» A esto se refería Simón Whelplay con lo de advertir a una mujer de que corría peligro. Él lo sabía.

– Así que ahora tenemos tres cadáveres…

– Y ruego a Dios que éste sea el último. -Haciendo de tripas corazón, levanté el hábito negro. Al darle la vuelta para examinarlo, vi una insignia cosida a la tela. No era la primera vez que la veía; representaba una pequeña arpa, el distintivo de los sacristanes. El asombro me dejó atónito-. Es del hermano Gabriel -murmuré.

20

Le dije a Mark que corriera a buscar al abad, tan deprisa como pudiera para entrar en calor. Lo observé mientras se alejaba dando saltos por la nieve y luego me volví hacia el estanque. Las burbujas seguían ascendiendo del fango y haciendo hervir la superficie del agua. Me pregunté si la reliquia también estaría allí abajo, quizá con los cálices que se suponía había robado la pobre Orphan.

Sacando fuerzas de flaqueza, me acerqué al cadáver. Vi que llevaba una cadenilla de plata alrededor del cuello y, tras unos instantes de vacilación, la cogí y, tirando con ambas manos, conseguí romperla sin dificultad. De la cadenilla pendía una tosca medalla que representaba a un hombre con un fardo a la espalda. Las guardé en el bolsillo y cogí la espada. Era un arma de excelente calidad, la espada de un caballero. La marca del armero estaba estampada en la hoja, sobre la imagen de un edificio cuadrado con cuatro torres puntiagudas: «JS.1507.»