– Se suponía que robó dos cálices y huyó… -Eso es lo que pensamos cuando desaparecieron de la iglesia al mismo tiempo que ella huyó del monasterio. Pero… tal vez se arrepintió de lo que había hecho, arrojó los cálices al estanque y luego se suicidó lanzándose al agua a su vez.
– Quiero que drenéis el estanque, a pesar de que soy consciente de que, aunque encontremos los cálices, eso no significaría nada. Su asesino pudo cogerlos y tirarlos al agua, después de haberla arrojado a ella, para dejar una pista falsa. Este asunto exige una investigación a fondo, reverencia. Podría requerir la intervención de la autoridad civil. El juez Copynger.
El abad inclinó la cabeza y permaneció en silencio durante unos instantes.
– Todo ha acabado, ¿verdad, comisionado? -preguntó de pronto con voz ahogada.
– ¿A qué os referís?
– A nuestra vida aquí. A la vida monástica en toda Inglaterra. He estado engañándome a mí mismo, ¿verdad? Las leyes no nos salvarán. Ni en el caso de que el asesino del comisionado Singleton resultara ser alguien de la ciudad… -No respondí. El abad cogió un papel del escritorio con mano ligeramente temblorosa-. Hace un rato, he vuelto a examinar el borrador del Instrumento de Cesión que me entregó el comisionado Singleton. «Consideramos firmemente -citó su reverencia- que el estilo y la forma de vida que nosotros y otros de nuestra pretendida religión hemos practicado y usado durante largos años consiste principalmente en absurdas ceremonias y determinadas normas de la curia romana y otras potencias extranjeras.» Estaba convencido de que lord Cromwell sólo quería nuestras tierras y riquezas, y de que este pasaje sólo era una concesión a los reformistas -murmuró el abad mirándome a los ojos-. Pero, después de lo que me han contado sobre Lewes… Es una cláusula que ha enviado a todas las casas, ¿no es así? Todas las casas correrán la misma suerte. Y después de lo ocurrido, San Donato está condenado.
– Tres personas han muerto de un modo atroz -le dije-. Sin embargo, a vos sólo parece preocuparos vuestra supervivencia.
– ¿Tres? -preguntó el abad perplejo-. No, señor, sólo dos. Una, si la muchacha se quitó la vida…
– El hermano Guy cree que Simón Whelplay murió envenenado.
– Entonces debería habérmelo dicho -repuso el abad frunciendo el entrecejo-, como superior del monasterio que soy.
– Le pedí que guardara silencio hasta nueva orden.
El abad me miró a los ojos. Cuando volvió a hablar, su voz era apenas un susurro:
– Deberíais haber visto esta casa hace sólo cinco años, antes de que el rey se divorciara. Todo ordenado y en regla. Oraciones y devoción, el horario de verano y luego el de invierno, inmutables desde hacía siglos. Los benedictinos me han proporcionado una vida como nunca habría llevado en el mundo; el hijo de un tabernero elevado a la dignidad de abad… -Su reverencia esbozó una sonrisa triste y fugaz-. No lloro sólo por mí, comisionado; lloro por la desaparición de una forma de vida. En estos dos últimos años el orden ha empezado a resquebrajarse. Antes, todos creíamos en lo mismo, teníamos las mismas opiniones; pero las reformas han conseguido sembrar la discordia y provocar desacuerdos. Y ahora, asesinatos. Disolución -dijo el abad con un hilo de voz-. Disolución. -Vi formarse dos grandes lágrimas en las comisuras de sus ojos-. Firmaré el Instrumento de Cesión -dijo el abad con un hilo de voz-. No tengo otra alternativa, ¿verdad? -Moví la cabeza lentamente-. ¿Me concederán la pensión que me prometió el comisionado Singleton?
– Sí, reverencia, tendréis vuestra pensión. Hace tiempo que me preguntaba cuándo llegaríamos a esto.
– No obstante, debo obtener el consentimiento formal de la comunidad. Lo mantengo todo en fideicomiso para ellos, ¿comprendéis?
– No hagáis nada todavía. Yo os diré cuándo conviene comunicárselo.
El abad asintió con pesar y bajó la cabeza para ocultar las lágrimas. Lo miré durante unos instantes. La presa que tan encarnizadamente había perseguido Singleton se me había echado a los brazos; los asesinatos habían anonadado al abad. Y ahora yo creía saber quién era el asesino, quién había cometido todos los crímenes.
Encontré al hermano Guy en su gabinete, acompañado por Mark, que estaba sentado en una silla y aún llevaba la blusa de criado. El enfermero limpiaba los cuchillos en una jofaina de agua negruzca y verdosa. El cadáver yacía en la camilla cubierto con la manta, cosa que agradecí. Mark estaba blanco como la pared, e incluso las oscuras facciones del enfermero dejaban traslucir una extraña palidez, como si tuviera cenizas bajo la piel.
– He estado examinando el cuerpo -dijo en voz baja-. No puedo asegurarlo, pero, por la altura y la constitución, creo que se trata de Orphan Stonegarden. Además, era rubia. De lo que sí estoy seguro es de cómo murió. Le partieron el cuello.
El hermano Guy retiró la manta y dejó al descubierto la horrible cabeza del cadáver. Luego, la hizo girar lentamente; la cabeza, floja, describió un semicírculo completo. Las vértebras estaban dislocadas.
– Así pues, la asesinaron -concluí reprimiendo una arcada.
– No pudo hacérselo arrojándose al estanque. El señor Poer dice que hay más de un palmo de lodo.
Asentí.
– Gracias, hermano. Mark, las cosas que encontramos, ¿están en nuestra habitación? Tenemos que hacer una visita. ¿Te trajiste otra muda de ropa?
– Sí, señor.
– Ve a ponértela. No deberías ir por ahí vestido como un criado.
Mark nos dejó solos y yo ocupé su lugar en la silla. El enfermero agachó la cabeza.
– Primero envenenan a Simón Whelplay delante de mis narices y ahora parece que esta pobre chica que trabajó conmigo también murió asesinada. Y yo la creía una ladrona…
– ¿Cuánto tiempo estuvo con vos?
– No mucho, unos meses. Era muy trabajadora, pero demasiado retraída, casi huraña. Creo que el único en quien confiaba era el hermano Alexander. Yo estaba muy ocupado poniendo orden en la enfermería, que se encontraba en un estado lamentable. Presté menos atención a la chica de lo que hubiera debido.
– ¿Mencionó que hubiera recibido atenciones no deseadas de algún monje?
II hermano Guy frunció el entrecejo.
– No. Pero un día la encontré forcejeando con un hermano en el pasillo que conduce a su habitación. Ocupaba la misma que Alice ocupa ahora, al final del pasillo. Él intentaba abrazarla y le hacía comentarios obscenos.
– ¿Quién era?
– El hermano Luke, el ayudante de la lavandería. Lo eché de la enfermería y me quejé al abad. Pero Orphan no quería problemas… El abad Fabián dijo que hablaría con él. Me explicó que no era la primera vez. Después de aquello, Orphan se mostró más afable, aunque seguía hablando poco. Luego, no mucho después, desapareció.
– Que vos sepáis, ¿la molestó alguien más?
– No, yo no volví a ver nada parecido. Pero, como os digo, Orphan no confiaba en mí -dijo el enfermero sonriendo con tristeza-. Creo que nunca llegó a acostumbrarse al color de mi piel. Supongo que no es de extrañar, tratándose de una muchacha de una ciudad pequeña.
– Y a continuación llegó Alice…
– Sí, y decidí ganarme su confianza desde el principio. Eso, al menos, creo haberlo conseguido.
– Estáis tratando al hermano Jerome. Según vos, ¿cuál es su estado mental?
El enfermero me lanzó una mirada cautelosa.
– El que tendría cualquier hombre que, para bien o para mal, se ha consagrado en cuerpo y alma a un ideal difícil y a una vida de dura disciplina, y que además ha sido torturado para que traicionara sus principios. Su mente está profundamente turbada, pero no está loco, si os referís a eso.
– No sé, a mí me parece una locura castigar un cuerpo tan quebrantado como el suyo llevando camisas de crin. Pero, decidme, ¿habla alguna vez de su estancia en la Torre?
– No. Nunca. Pero lo torturaron salvajemente. Eso puedo jurároslo.