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Con gran seriedad y aplicación nadaba de ida y vuelta entre el muelle, el gran trampolín y el establecimiento, y hubo de haber adquirido ya cierta resistencia cuando empezó a bucear desde el rompeolas, sacando primero a la superficie conchas comunes del Báltico y, más adelante, una botella de cerveza llena de arena que arrojaba bastante lejos para volver a sacarla.

Se me hace que pronto llegó a recuperarla con regularidad, ya que cuando empezó a bucear con nosotros en el bote había dejado de ser un principiante.

Nos suplicó que lo dejáramos acompañarnos. Unos siete u ocho de nosotros nos disponíamos precisamente a emprender nuestro curso diario y nos estábamos mojando precavidamente el cuerpo en el agua poco profunda de la sección del baño para familias, cuando Mahlke hizo su aparición en la pasarela del baño para hombres:

– Dejadme ir con vosotros; os aseguro que sí puedo.

Traía colgando del cuello un destornillador, que desviaba la atención de su nuez.

– ¡Bueno, vente!

Y Mahlke vino con nosotros. Entre el primero y el segundo banco de arena se nos adelantó, pero no hicimos el menor esfuerzo para alcanzarlo.

– Dejadle, ya se le acabarán las agallas.

Cuando nadaba de pecho, el destornillador le bailaba ostensiblemente entre los omóplatos, ya que tenía un mango de madera. Pero cuando nadaba de espaldas, el mango se movía sobre su pecho, aunque sin llegar a disimular por completo aquel lamentable cartílago entre la mandíbula y la clavícula que emergía del agua cual una aleta dorsal e iba dejando una estela tras de sí.

Y luego Mahlke nos dio una exhibición.

Buceó varias veces una a continuación de otra con su destornillador, y subió a la superficie todo lo que se dejara destornillar en dos o tres zambullidas: tapaderas, fragmentos de revestimiento, una pieza de un generador.

Halló abajo una cuerda, y con la ayuda del cable medio roto subió de la proa un auténtico Minimax -de fabricación alemana por más señas-; lo que es más, el extinguidor estaba todavía en condiciones de funcionar.

Mahlke nos hizo una demostración: apagó con espuma, nos enseñó cómo se apaga con espuma, apagó con espuma el mar color de vidrio verde y, en una palabra, se afirmó como grande desde el primer día.

Los copos formaban todavía islotes y tiras alargadas en el oleaje regular del mar liso, atraían unas pocas gaviotas, las repelían, se juntaban y se iban alejando, convertidos en una sola masa sucia de nata cuajada, hacia la playa.

Entonces Mahlke dio por terminada su demostración, se acurrucó a la sombra de la bitácora, y mucho antes aún de que algunos jirones aislados de espuma vinieran a desmayarse sobre el puente y temblaran al menor soplo de la brisa, la piel avellanada se le puso de gallina.

Mahlke tiritaba, soltó su nuez, y el destornillador le empezó a danzar entre las clavículas agitadas por el frío.

Pero también la espalda, superficie a trechos caseosa y rojo-cangrejo de los hombros para abajo, en la que la piel siempre recién tostada se le despellejaba constantemente a ambos lados de la columna vertebral, que se le marcaba a manera de rallador de cocina, poníasele granulada y se agitaba en escalofríos intermitentes.

Sus labios amarillentos tenían los bordes morados y dejaban al descubierto sus dientes castañeteantes.

Con sus grandes manos amoratadas trataba de contenerse las rodillas que se había lastimado en los mamparos cubiertos de conchas, prestando así cierta resistencia a su cuerpo y a sus dientes.

Hotten Sonntag -¿o fui yo acaso?- lo friccionó:

– ¡Por dios, muchacho, no vayas a pillar algo! Piensa que aún nos falta el regreso.-

El destornillador empezó a calmarse.

Para ir hacíamos veinticinco minutos desde el rompeolas y treinta y cinco desde el establecimiento de los baños. El retorno, en cambio, nos tomaba unos buenos tres cuartos de hora.

Por muy fatigado que estuviera, Mahlke llegaba siempre al rompeolas con más de un minuto de ventaja sobre nosotros. Y esta ventaja del primer día siguió manteniéndola todo el tiempo.

Antes de que llegáramos al bote -así llamábamos entre nosotros al dragaminas-, Mahlke se había dado ya su primera zambullida, y cuando casi todos a una alargábamos nuestras manos de lavandera hacia la herrumbre y los excrementos o hacia las salientes plataformas giratorias de los cañones, nos mostraba, sin decir palabra, alguna bisagra o cualquier otra cosa que se había dejado destornillar fácilmente, y empezaba ya a tiritar, pese a que a partir de la segunda o de la tercera zambullida se untase el cuerpo con una espesa y abundante capa de crema Nivea; porque es el caso que Mahlke siempre andaba sobrado de dinero para gastos menudos.

Mahlke era hijo único. Mahlke era medio huérfano. El padre de Mahlke había muerto.

Lo mismo en verano que en invierno, Mahlke calzaba unas botas anticuadas, heredadas probablemente de su padre. Llevaba el destornillador colgando de una cordonera negra que se ponía alrededor del cuello.

Apenas ahora me viene a la memoria que, además del destornillador, Mahlke llevaba colgando del cuello otra cosa, para lo cual tenía sus motivos; con todo, el destornillador llamaba más la atención.

Probablemente desde siempre, aunque nunca nos hubiéramos fijado en ello, pero en todo caso a partir del día en que empezó a patear y a practicar figuras aprendiendo a nadar en seco en la arena del establecimiento de baños, Mahlke llevaba colgando del cuello una cadenita de plata de la que pendía a su vez un objeto católico y de plata asimismo: la Virgen.

Nunca se la quitaba del cuello, ni aun durante la clase de gimnasia; porque es el caso que, apenas hubo empezado con el aprendizaje de la natación en seco y al sedal en la invernal piscina cubierta de Niederstadt, Mahlke hizo también su aparición regular en nuestro gimnasio, y ya nunca más volvió a exhibir aquellos famosos certificados médicos.

Y o bien la medalla desaparecía por el escote de la camisa blanca del equipo de gimnasia o bien la Virgen de plata le quedaba exactamente arriba de la franja roja de aquélla, a la altura del pecho.

Ni siquiera las paralelas impresionaban a Mahlke. E inclusive tampoco se arredró en los ejercicios con el potro largo, en los que sólo participaban los tres o cuatro mejores de la primera sección; corvo y huesudo, volaba desde el trampolín de resorte por sobre el largo cuerpo de cuero y, con la cadena y la Virgen de través, aterrizaba en diagonal sobre la estera levantando nubes de polvo.

Y cuando agarrándose con las corvas practicaba la vuelta en la barra fija -más adelante, y no obstante su forma deplorable, habría de llegar a dar dos vueltas más que Hotten Sonntag, nuestro mejor gimnasta-, o sea cuando, con harto esfuerzo, Mahlke efectuaba sus treinta y siete vueltas, la medalla se le salía de la camisa y se veía lanzada treinta y siete veces alrededor de la crujiente barra horizontal, siempre adelante de su pelo medio castaño pero sin lograr nunca desprendérsele del cuello y recobrar su libertad, ya que, además del obstáculo de su nuez, Mahlke tenía un cogote abultado que, con la cabellera negra y el codo pronunciado que le formaba, retenía en su lugar la cadenita agitada por el movimiento circular.

El destornillador le quedaba encima de la medalla, y la cordonera recubría en parte la cadenita.

Sin embargo, el uno no desplazaba a la otra mayormente por cuanto el objeto con el mango de madera no era admitido en el gimnasio.