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Un día apareció la cocinera. Le traía dinero. El viaje de la estación a la estancia lo hicieron ella montada al anca y la otra mitad ambos a pie, en silencio, contemplando la pampa. Por entonces la estancia estaba más habitable que como la encontrara Pereda y comieron guisado de conejo y luego la cocinera, a la luz de un quinqué, le hizo las cuentas del dinero que traía, de dónde lo había sacado, qué objetos de la casa había tenido que malvender para conseguirlo. Pereda no se tomó la molestia de contar los billetes. A la mañana siguiente, al despertar, vio que la cocinera había trabajado toda la noche en adecentar algunas habitaciones. La reprendió dulcemente por ello. Don Manuel, le dijo ella, esto parece un chiquero de chanchos.

Dos días más tarde la cocinera, pese a los ruegos del abogado, tomó el tren y volvió a Buenos Aires. Yo sin Buenos Aires me siento otra, le explicó mientras esperaban, únicos viajeros, en el andén. Y ya soy demasiado vieja para sentirme otra. Las mujeres siempre son las mismas, pensó Pereda. Todo está cambiando, le explicó la cocinera. La ciudad estaba llena de mendigos y la gente decente hacía ollas comunes en los barrios para tener algo que echarse al estómago. Había como diez tipos de moneda, sin contar la oficial. Nadie se aburría. Se desesperaban, pero no se aburrían. Mientras hablaba, Pereda miraba los conejos que se asomaban al otro lado de las vías. Los conejos los miraban a ellos y luego pegaban un salto y se perdían por el campo. A veces pareciera que estas tierras estén llenas de piojos o de pulgas, pensó el abogado. Con el dinero que le trajo la cocinera canceló sus deudas y contrató a un par de gauchos para arreglar los techos de la estancia, que se estaban viniendo abajo. El problema era que él no sabía nada de carpintería y los gauchos menos.

Uno se llamaba José y debía de andar por los setenta años. No tenía caballo. El otro se llamaba Campodónico y probablemente era menor, aunque tal vez fuera mayor. Los dos vestían bombachas, pero se cubrían la cabeza con gorros hechos por ellos mismos con pieles de conejo. Ninguno de los dos tenía familia, por lo que al cabo de poco tiempo se instalaron a vivir en Álamo Negro. Por las noches, a la luz de una hoguera, Pereda mataba el tiempo contándoles aventuras que sólo habían sucedido en su imaginación. Les hablaba de Argentina, de Buenos Aires y de la pampa, y les preguntaba con cuál de las tres se quedaban. Argentina es una novela, les decía, por lo tanto es falsa o por lo menos mentirosa. Buenos Aires es tierra de ladrones y compadritos, un lugar similar al infierno, donde lo único que valía la pena eran las mujeres y a veces, pero muy raras veces, los escritores. La pampa, en cambio, era lo eterno. Un camposanto sin límites es lo más parecido que uno puede hallar. ¿Se imaginan un camposanto sin límites, pibes?, les preguntaba. Los gauchos se sonreían y le decían que francamente era difícil imaginar algo así, pues los camposantos son para los humanos y los humanos, aunque numerosos, ciertamente tenían un límite. Es que el camposanto del que les hablo, contestaba Pereda, es la copia fiel de la eternidad.

Con el dinero que aún le quedaba se fue a Coronel Gutiérrez y compró una yegua y un potro. La yegua se dejaba montar, pero el potro no servía casi para nada y encima había que atenderlo con extremo cuidado. A veces, por las tardes, cuando se aburría de trabajar o de no hacer nada, se iba con sus gauchos a Capitán Jourdan. Él montaba a José Bianco y los gauchos montaban la yegua. Cuando entraba en la pulpería un silencio respetuoso se extendía por el local. Alguna gente jugaba al truco y otros a las damas. Cuando el alcalde, un tipo depresivo, aparecía por allí, no faltaban cuatro valientes para echarse una partida de monopoly hasta el amanecer. A Pereda esta costumbre de jugar (ya no digamos de jugar al monopoly) le parecía bastarda y ofensiva. Una pulpería es un sitio donde la gente conversa o escucha en silencio las conversaciones ajenas, pensaba. Una pulpería es como un aula vacía. Una pulpería es una iglesia humeante.

Ciertas noches, sobre todo cuando aparecían por allí gauchos provenientes de otras zonas o viajantes de comercio despistados, le entraban unas ganas enormes de armar una pelea. Nada serio, un visteo, pero no con palitos tiznados sino con navajas. Otras veces se quedaba dormido entre sus dos gauchos y soñaba con su mujer que llevaba de la mano a sus niños y le reprochaba el salvajismo en el que había caído. ¿Y el resto del país qué?, le contestaba el abogado. Pero eso no es una excusa, che, le reprochaba la señora Hirschman. Entonces el abogado pensaba que su mujer tenía razón y se le llenaban los ojos de lágrimas.

Sus sueños, sin embargo, solían ser tranquilos y cuando se levantaba por las mañanas estaba animoso y con ganas de trabajar. Aunque la verdad es que en Álamo Negro se trabajaba poco. La reparación del techado de la estancia fue un desastre. El abogado y Campodónico intentaron hacer una huerta y para tal fin compraron semillas en Coronel Gutiérrez, pero la tierra parecía rechazar cualquier semilla extraña. Durante un tiempo el abogado intentó que el potro, al que llamaba «mi semental», cruzara a la yegua. Si luego ésta paría una potrilla, mejor que mejor. De esta manera, imaginaba, podía en poco tiempo hacerse con una cuadra equina que impulsaría todo lo demás, pero el potro no parecía interesado en cubrir a la yegua y en varios kilómetros a la redonda no encontró a ningún otro dispuesto a hacerlo, pues los gauchos habían vendido sus caballos al matadero y ahora andaban a pie o en bicicleta o pedían autostop por las interminables pistas de la pampa.

Hemos caído muy bajo, decía Pereda a su auditorio, pero aún podemos levantarnos como hombres y buscar una muerte de hombres. Para sobrevivir, él también tuvo que poner trampas para conejos. Durante los atardeceres, cuando salían de la estancia, a menudo dejaba que fueran José y Campodónico, más otro gaucho que se les había unido, apodado el Viejo, quienes vaciaran las trampas, y él enfilaba en dirección a las taperas. La gente que encontraba allí era gente joven, más joven que ellos, pero al mismo tiempo era gente tan mal dispuesta al diálogo, tan nerviosa, que no valía la pena ni siquiera invitarla a comer. Los cercos de alambre, en algunas partes, aún se mantenían en pie. De vez en cuando se acercaba a la línea férrea y se quedaba largo rato esperando que pasara el tren, sin desmontarse del caballo, comiendo ambos briznas de hierba, y en no pocas ocasiones el tren no pasó nunca, como si ese pedazo de Argentina se hubiera borrado no sólo del mapa sino de la memoria.

Una tarde, mientras trataba inútilmente de que su potro montara a la yegua, vio un auto que atravesaba la pampa y se dirigía directamente a Álamo Negro. El auto se detuvo en el patio y de él descendieron cuatro hombres. Le costó reconocer a su hijo. Lo mismo le pasó al Bebe cuando vio a aquel viejo barbado y de larga melena enmarañada que vestía bombachas y llevaba el torso desnudo y requemado por el sol. Hijo de mi alma, dijo Pereda al abrazarlo, sangre de mi sangre, justificación de mis días, y habría podido seguir si el Bebe no lo hubiera detenido para presentarle a sus amigos, dos escritores de Buenos Aires y el editor Ibarrola, que amaba los libros y la naturaleza y subvencionaba el viaje. En honor a los invitados de su hijo, aquella noche el abogado mandó hacer una gran fogata en el patio y trajo de Capitán Jourdan al gaucho que mejor rasgueaba la guitarra, advirtiéndole antes que se limitara estrictamente a eso, a rasguearla, sin emprender ninguna canción en particular, tal como correspondía hacer en el campo.