Es posible convertir esa última afirmación en un principio científico: nuestra mera existencia impone reglas que determinan desde dónde y en qué tiempo podemos observar el universo. Es decir, el hecho de que existamos restringe las características del tipo de entorno en que nos podemos hallar. Ese principio es denominado el principio antrópico «débil» (veremos dentro de poco por qué se añade el calificativo «débil»). Un término más adecuado que el de «principio antrópico» hubiera sido el de «principio de selección», porque el principio se refiere a cómo nuestro conocimiento de nuestra propia existencia impone reglas que seleccionan, de todos los entornos posibles, sólo aquellos que permiten la vida.
Aunque pueda sonar a filosofía, el principio antrópico débil puede ser utilizado para efectuar predicciones científicas. Por ejemplo, ¿qué edad tiene el universo? Para que podamos existir, el universo debe contener elementos como el carbono, que son producidos, como veremos, cocinando elementos ligeros en el interior del horno de las estrellas. A continuación, el carbono debe ser diseminado en el espacio en una explosión de supernova y se debe condensar como parte de un planeta en una nueva generación de sistemas solares. En 1961, el físico Robert Dicke argüyó que ese proceso requiere unos diez mil millones de años, de modo que el universo debe tener como mínimo esa edad. Por otro lado, el universo no puede ser mucho más viejo que diez mil millones de años, ya que en el futuro lejano se habrá consumido el combustible para las estrellas, y necesitamos estrellas calientes para nuestro sostenimiento. Por lo tanto, el universo debe de tener unos diez mil millones de años. No es una predicción extremadamente precisa, pero es verdadera -según los datos de que disponemos actualmente, el Big Bang ocurrió hace unos trece mil setecientos millones de años-.
Tal como en el caso de la edad del universo, las predicciones antrópicas indican habitualmente un intervalo de valores para algunos parámetros físicos en lugar de determinarlos con precisión. Ello es debido a que, si bien es posible que nuestra existencia no requiera un valor particular de un parámetro físico, depende de que tales parámetros no difieran demasiado de los valores que observamos que tienen. Además, suponemos que las condiciones reales en nuestro mundo son típicas dentro del intervalo antrópicamente permitido. Por ejemplo, si tan sólo excentricidades modestas, digamos entre o y 0,5, permiten la vida, entonces una excentricidad de 0,1 no nos debe sorprender, porque probablemente un porcentaje considerable del conjunto de los planetas del universo tendrá órbitas con excentricidades como ésta. Pero si la Tierra se moviera en círculo casi perfecto, digamos con una excentricidad de 0,00000000001, ello haría efectivamente de la Tierra un planeta muy especial y nos motivaría a intentar explicar por que nos hallamos en un hogar tan anómalo. Esa idea es denominada.1 veces principio de mediocridad.
Las coincidencias afortunadas relacionadas con la forma de las órbitas planetarias, la masa del sol, etc., son calificadas de ambientales, porque surgen de una feliz casualidad de nuestro entorno y no de las leyes fundamentales de la naturaleza. La edad del universo también es un factor ambiental, ya que aunque en la historia del universo haya un tiempo anterior y un tiempo posterior al nuestro debemos vivir en esta era porque es la única que puede conducir a la vida. Las coincidencias ambientales son fáciles de comprender, porque nuestro habitat cósmico es tan sólo un caso concreto entre los muchos que existen en el universo, y obviamente debemos existir en un ambiente que sea compatible con la vida.
El principio antrópico débil no resulta demasiado controvertido pero hay una forma más fuerte que sostendremos a continuación, aunque es mirada con desdén entre algunos físicos. El principio antrópico fuerte sugiere que el hecho de que existamos impone restricciones no sólo con respecto a nuestro entorno, sino también sobre la forma y contenido posibles de las propias leyes de la naturaleza. Esa idea surgió porque no son sólo las peculiares características de nuestro sistema solar las que parecen extrañamente compatibles con el desarrollo de la vida humana, sino también las características del conjunto del universo, y eso es mucho más difícil de explicar.
La historia de cómo el universo primordial de hidrógeno, helio y un poco de litio evolucionó hacia un universo que aloja al menos un planeta con vida inteligente es una historia de muchos capítulos. Como hemos mencionado antes, las fuerzas de la naturaleza tenían que ser tales que los elementos más pesados -especialmente el carbono- pudiesen ser producidos a partir de los elementos primordiales y permanecer estables durante al menos miles de millones de años. Dichos elementos pesados fueron formados en los hornos que llamamos estrellas, de manera que, antes, las fuerzas tuvieron que permitir que se formaran estrellas y galaxias. Éstas crecieron a partir de las semillas de las diminutas inhomogeneidades del universo primitivo, que era casi completamente uniforme, pero sabiamente contenía variaciones de densidad del orden de una parte en cien mil. Pero la existencia de estrellas y, en su interior, de los elementos de que estamos formados, no es suficiente. La dinámica de las estrellas tenía que ser tal que algunas de ellas acabaran por explotar y, además, lo hicieran precisamente de manera que dispersaran por el espacio galáctico sus elementos pesados. Además, las leyes de la naturaleza debían permitir que esos remanentes de la explosión pudieran volverse a condensar en una nueva generación de estrellas circundadas por planetas que incorporaran esos elementos pesados. Así como algunos acontecimientos de la Tierra primitiva eran imprescindibles para permitir nuestro desarrollo, también cada eslabón de esa cadena de procesos resulta necesario para nuestra existencia. Pero en el caso de los acontecimientos que caracterizan la evolución del universo, tales procesos son regidos por el equilibrio de las fuerzas fundamentales de la naturaleza, cuyas relaciones mutuas tenían que ser justo las adecuadas para que pudiéramos existir.
Uno de los primeros en reconocer que eso podía suponer un alto grado de ajuste fue Fred Hoyle en la década de 1950. Hoyle creía que todos los elementos químicos se habían formado originariamente a partir del hidrógeno, que él consideraba como la auténtica sustancia primordial. El hidrógeno tiene el núcleo atómico más sencillo, que consiste en sólo un protón, sea solo o combinado con uno o dos neutrones (Las diferentes formas del hidrógeno, o de cualquier otro núcleo, que tienen el mismo número de protones pero diferente número de neutrones son denominadas isóto pos.) Actualmente sabemos que el helio y el litio, cuyos inicíeos contienen dos y tres protones respectivamente, también fueron sintetizados primordialmente, aunque en mucha menor abundancia, cuando el universo tenía unos doscientos segundos. Por otro lado, la vida depende de elementos más complicados, el más importante de los cuales es el carbono, la base de toda la química orgánica.