La emergencia de estructuras complejas capaces de albergar observadores inteligentes parece ser muy frágil. Las leyes de la naturaleza forman un sistema extremadamente bien ajustado, y las leyes físicas se pueden cambiar muy poco sin destruir la posibilidad del desarrollo de vida como la que conocemos. Si no fuera por una serie de intrigantes coincidencias en los detalles precisos de las leyes físicas, parece que no hubieran podido llegar a existir ni los humanos ni formas de vida semejantes a las que conocemos.
La coincidencia de ajuste fino más impresionante se refiere a la llamada «constante cosmológica» de las ecuaciones de Einstein de la relatividad general. Tal como hemos dicho, en 1915, cuando formuló su teoría, Einstein pensaba que el universo era estático, es decir, ni se expandía ni se contraía. Como la materia atrae a la materia, introdujo en su teoría una nueva fuerza «antígravitatoria» para contrarrestar la tendencia del universo a colapsarse sobre sí mismo. Esa fuerza, a diferencia de las demás fuerzas, no procedía de ninguna fuente en particular, sino que estaba incorporada en la misma fábrica del espacio-tiempo. La constante cosmológica describe la intensidad de dicha fuerza.
Cuando se descubrió que el universo no era estático, Einstein eliminó la constante cosmológica de su teoría y la consideró el disparate más grande de su vida. Pero en 1998, observaciones de supernovas muy distantes revelaron que el universo se está expandiendo con un ritmo acelerado, un efecto que no es posible sin algún tipo de fuerza repulsiva que actúe por todo el espacio. I,a constante cosmológica fue resucitada. Como ahora sabemos que su valor no es cero, queda por despejar la cuestión de por qué tiene el valor que tiene. Los físicos han ideado argumentos que explican cómo podría surgir debido a efectos mecánico-cuánticos, pero el valor que calculan es unos ciento veinte órdenes de magnitud (un seguido de 120 ceros) mayor que su valor real, obtenido de las observaciones de supernovas. Ello significa que o bien el razonamiento utilizado en el cálculo es erróneo o bien que existen otros efectos que se anulan milagrosamente entre sí salvo en una fracción diminuta del número calculado. Lo que sí es cierto es que si el valor de la constante cosmológica fuera muy superior al valor que tiene, nuestro universo se habría despedazado antes de que las galaxias se hubieran podido formar y -una vez más- la vida tal como la conocemos sería imposible.
¿Qué cabe pensar sobre esas coincidencias? Tener tanta suerte en la forma precisa y en la naturaleza de las leyes físicas fundamentales es un tipo de suerte diferente de la que hemos hallado en los factores ambientales. No puede ser explicada con tanta facilidad y tiene implicaciones físicas y filosóficas mucho más profundas. Parece que nuestro universo y sus leyes han sido diseñados con exquisita precisión para permitir nuestra existencia y que, si tenemos que existir, queda poca libertad para su alteración. Eso no es explicable fácilmente y suscita la pregunta natural de por que las cosas son así.
A mucha gente le gustaría que utilizáramos esas coincidencias como evidencia de la obra de Dios. La idea de que el universo fue diseñado para alojar a la humanidad aparece en las teologías y las mitologías desde hace miles de años hasta el presente. En el Popal Vuh de los mayas los dioses proclaman: «No recibiremos gloria ni honor de lo que hemos creado y formado hasta que existan los humanos, dotados de razón». Un texto egipcio típico datado hacia 2000 a. C. dice que «Los hombres, el ganado de Dios, han sido bien proveídos. El (el dios Sol) hizo el cielo y la tierra para beneficio de ellos». En China, el filósofo taoísta Lieh Yu-Khou expresó la idea mediante un personaje de una narración que dice: «El cielo hace crecer cinco tipos de grano y produce los animales con aletas o con plumas especialmente para nuestro provecho».
En la cultura occidental, el Antiguo Testamento contiene la idea del diseño providencial en su historia de la creación, pero la interpretación cristiana también fue muy influida por Aristóteles, quien creía «en un mundo natural inteligente que funciona de acuerdo con un diseño». El teólogo cristiano medieval Tomás de Aquino (1225-1274) utilizó las ideas de Aristóteles sobre el orden de la naturaleza para argumentar la existencia de Dios. En el siglo xviii, otro teólogo cristiano llegó al extremo de decir que los conejos tienen colas blancas para que nos resulte más fácil cazarlos. Una ilustración más moderna del punto de vista cristiano fue suministrada hace unos pocos años por Christoph Schónborn, cardenal arzobispo de Viena, quien escribió: «Actualmente, a comienzos del siglo xxi, enfrentados a afirmaciones científicas como el neodarwinismo y la hipótesis del multiverso (existencia de muchos universos) en cosmología, inventadas para eludir las evidencias abrumadoras de propósito y de diseño halladas en la ciencia moderna, la Iglesia Católica defenderá todavía la naturaleza humana proclamando que el diseño inmanente en la naturaleza es real». En cosmología, la evidencia abrumadora de propósito y diseño a la cual se estaba refiriendo el cardenal es el ajuste fino de las leyes físicas a que nos acabamos de referir.
El punto de inflexión en el rechazo científico de un universo centrado en los humanos fue el modelo copernicano del sistema solar, en el cual la Tierra ya no tenía una posición central. Irónicamente, el punto de vista del propio Copérnico era antropomórfico, hasta el extremo de que nos consuela haciéndonos observar que a pesar de su modelo heliocéntrico la Tierra está casi en el centro del universo: «Aunque (la Tierra) no esté en el centro del mundo, sin embargo, su distancia (a dicho centro) no es nada en comparación con la de las estrellas fijas». Con la invención del telescopio, algunas observaciones del siglo XVII, como el hecho de que nuestro planeta no es el único orbitado por una luna, apoyaron el principio copernicano de que no gozamos de una posición privilegiada en el universo. En los siglos siguientes, cuanto más fuimos sobre el universo más pareció que nuestro planeta era tan sólo una variedad de la jardinería planetaria. Pero el descubrimiento relativamente reciente del ajuste extremadamente fino de muchas de las leyes de la naturaleza nos podría conducir, al menos a algunos, hacia la vieja idea de que ese gran diseño es la obra de algún gran Diseñador. En América, como la Constitución prohibe la enseñanza de la religión en las escuelas, ese tipo de idea es denominado diseño inteligente, con la idea no manifiesta pero implícita de que el Diseñador es Dios.
Pero esa no es la respuesta de la ciencia moderna. Vimos en el capítulo 5 que nuestro universo parece ser uno entre muchos otros, cada uno de ellos con leyes diferentes. La idea del multiverso no es una noción inventada para justificar el milagro del ajuste fino, sino que es consecuencia de la condición de ausencia de límites y de muchas otras teorías de la cosmología moderna. Pero si es verdad, reduce el principio antrópico fuerte al débil, al situar los ajustes finos de las leyes físicas en la misma base que los factores ambientales, ya que significa que nuestro habitat cósmico -actualmente la totalidad del universo observable- es tan sólo uno entre otros muchos, tal como nuestro sistema solar es uno entre muchos otros. Ello quiere decir que de la misma manera que las coincidencias ambientales de nuestro sistema solar fueron convertidas en irrelevantes al darnos cuenta de que existen miles de millones de sistemas planetarios, los ajustes finos en las leyes de la naturaleza pueden ser explicados por la existencia de miles de millones de universos. Mucha gente a lo largo de los siglos ha atribuido a Dios la belleza y la complejidad de la naturaleza que, en su tiempo, parecían no tener explicación científica. Pero así como Darwin y Wallace explicaron cómo el diseño aparentemente milagroso de las formas vivas podía aparecer sin la intervención de un Ser Supremo, el concepto de multiverso puede explicar el ajuste lino de las leyes físicas sin necesidad de un Creador benévolo que hiciera el universo para nuestro provecho.