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Pero, como decía, en cuanto recobré el aliento crucé a todo correr la carretera 204. Estaba completamente helada y no me rompí la crisma de milagro. Ni siquiera sé por qué corría. Supongo que porque me apetecía. De pronto me sentí como si estuviera desapareciendo. Era una de esas tardes extrañas, horriblemente frías y sin sol ni nada, y uno se sentía como si fuera a esfumarse cada vez que cruzaba la carretera.

¡Jo! ¡No me di prisa ni nada a tocar el timbre de la puerta en cuanto llegué a casa de Spencer! Estaba completamente helado. Me dolían las orejas y apenas podía mover los dedos de las manos.

– ¡Vamos, vamos! -dije casi en voz alta-. ¡A ver si abren de una vez!

Al fin apareció la señora Spencer. No tenían criada ni nada y siempre salían ellos mismos a abrir la puerta. No debían andar muy bien de pasta.

– ¡Holden! -dijo la señora Spencer-. ¡Qué alegría verte! Entra, hijo, entra. Te habrás quedado heladito.

Me parece que se alegró de verme. Le caía simpático. Al menos eso creo.

Se imaginarán la velocidad a que entré en aquella casa.

– ¿Cómo está usted, señora Spencer? -le pregunté-. ¿Cómo está el señor Spencer?

– Dame el abrigo -me dijo. No me había oído preguntar por su marido. Estaba un poco sorda.

Colgó mi abrigo en el armario del recibidor y, mientras, me eché el pelo hacia atrás con la mano. Por lo general, lo llevo cortado al cepillo y no tengo que preocuparme mucho de peinármelo.

– ¿Cómo está usted, señora Spencer? -volví a decirle, sólo que esta vez más alto para que me oyera.

– Muy bien, Holden -Cerró la puerta del armario-. Y tú, ¿cómo estás?

Por el tono de la pregunta supe inmediatamente que Spencer le había contado lo de mi expulsión.

– Muy bien -le dije-. Y, ¿cómo está el señor Spencer? ¿Se le ha pasado ya la gripe?

– ¡Qué va! Holden, se está portando como un perfecto… yo que sé qué… Está en su habitación, hijo. Pasa.

Capítulo 2

Dormían en habitaciones separadas y todo. Debían tener como setenta años cada uno y hasta puede que más, y, sin embargo, aún seguían disfrutando con sus cosas. Un poco a lo tonto, claro. Pensarán que tengo mala idea, pero de verdad no lo digo con esa intención. Lo que quiero decir es que solía pensar en Spencer a menudo, y que cuando uno pensaba mucho en él, empezaba a preguntarse para qué demonios querría seguir viviendo. Estaba todo encorvado en una postura terrible, y en clase, cuando se le caía una tiza al suelo, siempre tenía que levantarse un tío de la primera fila a recogérsela. A mí eso me parece horrible. Pero si se pensaba en él sólo un poco, no mucho, resultaba que dentro de todo no lo pasaba tan mal. Por ejemplo, un domingo que nos había invitado a mí y a otros cuantos chicos a tomar chocolate, nos enseñó una manta toda raída que él y su mujer le habían comprado a un navajo en el parque de Yellowstone. Se notaba que Spencer lo había pasado de miedo comprándola. A eso me refería. Ahí tienen a un tío como Spencer, más viejo que Matusalén, y resulta que se lo pasa bárbaro comprándose una manta.

Tenía la puerta abierta, pero aun así llamé un poco con los nudillos para no parecer mal educado. Se le veía desde fuera. Estaba sentado en un gran sillón de cuero envuelto en la manta de que acabo de hablarles. Cuando llamé, me miró.

– ¿Quién es? -gritó-. ¡Caulfield! ¡Entra, muchacho!

Fuera de clase estaba siempre gritando. A veces le ponía a uno nervioso.

En cuanto entré, me arrepentí de haber ido. Estaba leyendo el Atlantic Monthly, tenía la habitación llena de pastillas y medicinas, y olía a Vicks Vaporub. Todo bastante deprimente. Confieso que no me vuelven loco los enfermos, pero lo que hacía la cosa aún peor era que llevaba puesto un batín tristísimo todo zarrapastroso, que debía tener desde que nació. Nunca me ha gustado ver a viejos ni en pijama, ni en batín ni en nada de eso. Van enseñando el pecho todo lleno de bultos, y las piernas, esas piernas de viejo que se ven en las playas, muy blancas y sin nada de pelo.

– Buenas tardes, señor -le dije-. Me han dado su recado. Muchas gracias.

Me había escrito una nota para decirme que fuera a despedirme de él antes del comienzo de las vacaciones.

– No tenía que haberse molestado. Habría venido a verle de todos modos.

– Siéntate ahí, muchacho dijo Spencer.

Se refería a la cama. Me senté.

– ¿Cómo está de la gripe?

– Si me sintiera un poco mejor, tendría que llamar al médico -dijo Spencer.

Se hizo una gracia horrorosa y empezó a reírse como un loco, medio ahogándose. Al final se enderezó en el asiento y me dijo:

– ¿Cómo no estás en el campo de fútbol? Creí que hoy era el día del partido.

– Lo es. Y pensaba ir. Pero es que acabo de volver de Nueva York con el equipo de esgrima -le dije.

¡Vaya cama que tenía el tío! Dura como una piedra. De pronto le dio por ponerse serio. Me lo estaba temiendo.

– Así que nos dejas, ¿eh?

– Sí, señor, eso parece.

Empezó a mover la cabeza como tenía por costumbre. Nunca he visto a nadie mover tanto la cabeza como a Spencer. Y nunca llegué a saber si lo hacía porque estaba pensando mucho, o porque no era más que un vejete que ya no distinguía el culo de las témporas.

– ¿Qué te dijo el señor Thurmer, muchacho? He sabido que tuvisteis una conversación.

– Sí. Es verdad. Me pasé en su oficina como dos horas, creo.

– Y, ¿qué te dijo?

– Pues eso de que la vida es como una partida y hay que vivirla de acuerdo con las reglas del juego. Estuvo muy bien. Vamos, que no se puso como una fiera ni nada. Sólo me dijo que la vida era una partida y todo eso… Ya sabe.

– La vida es una partida, muchacho. La vida es una partida y hay que vivirla de acuerdo con las reglas del juego.

– Sí, señor. Ya lo sé. Ya lo sé.

De partida un cuerno. Menuda partida. Si te toca del lado de los que cortan el bacalao, desde luego que es una partida, eso lo reconozco. Pero si te toca del otro lado, no veo dónde está la partida. En ninguna parte. Lo que es de partida, nada.

– ¿Ha escrito ya el señor Thurner a tus padres? -me preguntó Spencer.

– Me dijo que iba a escribirles el lunes.

– ¿Te has comunicado ya con ellos?

– No señor, aún no me he comunicado con ellos porque, seguramente, les veré el miércoles por la noche cuando vuelva a casa.

– Y, ¿cómo crees que tomarán la noticia?

– Pues… se enfadarán bastante -le dije-. Se enfadarán. He ido ya como a cuatro colegios.

Meneé la cabeza. Meneo mucho la cabeza.

– ¡Jo! -dije luego. También digo «¡jo!» muchas veces. En parte porque tengo un vocabulario pobrísimo, y en parte porque a veces hablo y actúo como si fuera más joven de lo que soy. Entonces tenía dieciséis años. Ahora tengo diecisiete y, a veces, parece que tuviera trece, lo cual es bastante irónico porque mido seis pies y dos pulgadas y tengo un montón de canas. De verdad. Todo un lado de la cabeza, el derecho, lo tengo lleno de millones de pelos grises. Desde pequeño. Y aun así hago cosas de crío de doce años. Lo dice todo el mundo, especialmente mi padre, y en parte es verdad, aunque sólo en parte. Pero la gente se cree que las cosas tienen que ser verdad del todo. No es que me importe mucho, pero también es un rollo que le estén diciendo a uno todo el tiempo que a ver si se porta como corresponde a su edad. A veces hago cosas de persona mayor, en serio, pero de eso nadie se da cuenta. La gente nunca se da cuenta de nada.