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– ¿Saben ya tus padres que te han echado?

– No.

– Bueno, ¿y dónde demonios está Stradlater?

– En el partido. Ha ido con una chica.

Bostecé. No podía parar de bostezar, creo que porque en aquella habitación hacía un calor horroroso y eso da mucho sueño. En Pencey una de dos, o te helabas o te achicharrabas.

– ¡El gran Stradlater! -dijo Ackley-. Oye, déjame tus tijeras un segundo, ¿quieres? ¿Las tienes a mano?

– No. Las he metido ya en la maleta. Están en lo más alto del armario.

– Déjamelas un segundo, ¿quieres? -dijo Ackley-. Quiero cortarme un padrastro.

Le tenía sin cuidado que uno las tuviera en la maleta y en lo más alto del armario. Fui a dárselas y al hacerlo por poco me mato. En el momento en que abrí la puerta del armario se me cayó en plena cabeza la raqueta de tenis de Stradlater con su prensa y todo. Sonó un golpe seco y además me hizo un daño horroroso. Pero a Ackley le hizo una gracia horrorosa y empezó a reírse como un loco, con esa risa de falsete que sacaba a veces. No paró de reírse todo el tiempo que tardé en bajar la maleta y sacar las tijeras. Ese tipo de cosas como que a un tío le pegaran una pedrada en la cabeza, le hacían desternillarse de risa.

– Tienes un sentido del humor finísimo, Ackley, tesoro -le dije-. ¿Lo sabías? -le di las tijeras-. Si me dejaras ser tu agente, te metería de locutor en la radio.

Volví a sentarme en el sillón y él empezó a cortarse esas uñas enormes que tenía, duras como garras.

– ¿Y si lo hicieras encima de la mesa? -le dije-. Córtatelas sobre la mesa, ¿quieres? No tengo ganas de clavármelas esta noche cuando ande por ahí descalzo.

Pero él siguió dejándolas caer al suelo. ¡Vaya modales que tenía el tío! Era un caso.

– ¿Con quién ha salido Stradlater? -dijo. Aunque le odiaba a muerte siempre estaba llevándole la cuenta de con quién salía y con quién no.

– No lo sé. ¿Por qué?

– Por nada. ¡Jo! No aguanto a ese cabrón. Es que no le trago.

– Pues él en cambio te adora. Me ha dicho que eres un encanto.

Cuando me da por hacer el indio, llamo «encanto» a todo el mundo. Lo hago por no aburrirme.

– Siempre con esos aires de superioridad… -dijo Ackley-. No le soporto. Cualquiera diría…

– ¿Te importaría cortarte las uñas encima de la mesa, oye? Te lo he dicho ya como cincuenta…

– Y siempre dándoselas de listo -siguió Ackley-. Yo creo que ni siquiera es inteligente. Pero él se lo tiene creído. Se cree el tío más listo de…

– ¡Ackley! ¡Por Dios vivo! ¿Quieres cortarte las uñas encima de la mesa? Te lo he dicho ya como cincuenta veces.

Por fin me hizo caso. La única forma de que hiciera lo que uno le decía era gritarle.

Me quedé mirándole un rato. Luego le dije:

– Estás furioso con Stradlater porque te dijo que deberías lavarte los dientes de vez en cuando. Pero si quieres saber la verdad, no lo hizo por afán de molestarte. Puede que no lo dijera de muy buenos modos, pero no quiso ofenderte. Lo que quiso decir es que estarías mejor y te sentirías mejor si te lavaras los dientes alguna vez.

– Ya me los lavo. No me vengas con esas.

– No es verdad. Te he visto y sé que no es cierto -le dije, pero sin mala intención. En cierto modo me daba lástima. No debe ser nada agradable que le digan a uno que no se lava los dientes-. Stradlater es un tío muy decente. No es mala persona. Lo que pasa es que no le conoces.

– Te digo que es un cabrón. Un cabrón y un creído.

– Creído sí, pero en muchas cosas es muy generoso. De verdad -le dije-. Mira, supongamos que Stradlater lleva una corbata que a ti te gusta. Supón que lleva una corbata que te gusta muchísimo, es sólo un ejemplo. ¿Sabes lo que haría? Pues probablemente se la quitaría y te la regalaría. De verdad. O si no, ¿sabes qué? Te la dejaría encima de tu cama, pero el caso es que te la daría. No hay muchos tíos que…

– ¡Qué gracia! -dijo Ackley-. Yo también lo haría si tuviera la pasta que tiene él.

– No, tú no lo harías. Tú no lo harías, Ackley, tesoro. Si tuvieras tanto dinero como él, serías el tío más…

– ¡Deja ya de llamarme «tesoro»! ¡Maldita sea! Con la edad que tengo podría ser tu padre.

– No, no es verdad -le dije. ¡Jo! ¡Qué pesado se ponía a veces! No perdía oportunidad de recordarme que él tenía dieciocho años y yo dieciséis-. Para empezar, no te admitiría en mi familia.

– Lo que quiero es que dejes de llamarme…

De pronto se abrió la puerta y entró Stradlater con muchas prisas. Siempre iba corriendo y a todo le daba una importancia tremenda. Se acercó en plan gracioso y me dio un par de cachetes en las mejillas, que es una cosa que puede resultar molestísima.

– Oye -me dijo-, ¿vas a algún sitio especial esta noche?

– No lo sé. Quizá. ¿Qué pasa fuera? ¿Está nevando? -Llevaba el abrigo cubierto de nieve.

– Sí. Oye, si no vas a hacer nada especial, ¿me prestas tu chaqueta de pata de gallo?

– ¿Quién ha ganado el partido?

– Aún no ha terminado. Nosotros nos vamos -dijo Stradlater-. Venga, en serio, ¿vas a llevar la chaqueta de pata de gallo, o no? Me he puesto el traje de franela gris perdido de manchas.

– No, pero no quiero que me la des toda de sí con esos hombros que tienes -le dije. Éramos casi de la misma altura, pero él pesaba el doble que yo. Tenía unos hombros anchísimos.

– Te prometo que no te la daré de sí.

Se acercó al armario a todo correr.

– ¿Cómo va esa vida? -le dijo a Ackley. Stradlater era un tío bastante simpático. Tenía una simpatía un poco falsa, pero al menos era capaz de saludar a Ackley.

Cuando éste oyó lo de «¿Cómo va esa vida?» soltó un gruñido. No quería contestarle, pero tampoco tenía suficientes agallas como para no darse por enterado. Luego me dijo: -Me voy. Te veré luego.

– Bueno -le contesté. La verdad es que no se le partía a uno el corazón al verle salir por la puerta.

Stradlater empezó a quitarse la chaqueta y la corbata.

– Creo que voy a darme un afeitado rápido -dijo. Tenía una barba muy cerrada, de verdad.

– ¿Dónde has dejado a la chica con que salías hoy? -le pregunté.

– Me está esperando en el anejo.

Salió de la habitación con el neceser y la toalla debajo del brazo. No llevaba camisa ni nada. Siempre iba con el pecho al aire porque se creía que tenía un físico estupendo. Y lo tenía. Eso hay que reconocerlo.

Capítulo 4

Como no tenía nada que hacer me fui a los lavabos con él y, para matar el tiempo, me puse a darle conversación mientras se afeitaba. Estábamos solos porque todos los demás seguían en el campo de fútbol. El calor era infernal y los cristales de las ventanas estaban cubiertos de vaho. Había como diez lavabos, todos en fila contra la pared. Stradlater se había instalado en el de en medio y yo me senté en el de al lado y me puse a abrir y cerrar el grifo del agua fría, un tic nervioso que tengo. Stradlater se puso a silbar Song of India mientras se afeitaba. Tenía un silbido de esos que le atraviesan a uno el tímpano. Desafinaba muchísimo y, para colmo, siempre elegía canciones como Song of India o Slaughter on Tentb Avenue que ya son difíciles de por sí hasta para los que saben silbar. El tío era capaz de asesinar lo que le echaran.

¿Se acuerdan de que les dije que Ackley era un marrano en eso del aseo personal? Pues Stradlater también lo era, pero de un modo distinto. El era un marrano en secreto. Parecía limpio, pero había que ver, por ejemplo, la maquinilla con que se afeitaba. Estaba toda oxidada y llena de espuma, de pelos y de porquería. Nunca la limpiaba. Cuando acababa de arreglarse daba el pego, pero los que le conocíamos bien sabíamos que ocultamente era un guarro. Si se cuidaba tanto de su aspecto era porque estaba locamente enamorado de sí mismo. Se creía el tío más maravilloso del hemisferio occidental. La verdad es que era guapo, eso tengo que reconocerlo, pero era un guapo de esos que cuando tus padres lo ven en el catálogo del colegio en seguida preguntan: -¿Quién es ese chico?- Vamos, que era el tipo de guapo de calendario. En Pencey había un montón de tíos que a mí me parecían mucho más guapos que él, pero que luego, cuando los veías en fotografía, siempre parecía que tenían orejas de soplillo o una nariz enorme. Eso me ha pasado un montón de veces.