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Pero, como decía, me senté en el lavabo y me puse a abrir y cerrar el grifo. Todavía llevaba puesta la gorra de caza roja con la visera echada para atrás y todo. Me chiflaba aquella gorra.

– Oye -dijo Stradlater-, ¿quieres hacerme un gran favor?

– ¿Cuál? -le dije sin excesivo entusiasmo. Siempre estaba pidiendo favores a todo el mundo. Todos esos tíos que se creen muy guapos o muy importantes son iguales. Como se consideran el no va más, piensan que todos les admiramos muchísimo y que nos morimos por hacer algo por ellos. En cierto modo tiene gracia.

– ¿Sales esta noche? -me dijo.

– Puede. No lo sé. ¿Por qué?

– Tengo que leer unas cien páginas del libro de historia para el lunes -dijo-. ¿Podrías escribirme una composición para la clase de lengua? Si no la presento el lunes, me la cargo. Por eso te lo digo. ¿Me la haces?

La cosa tenía gracia, de verdad.

– Resulta que a quien echan es a mí y encima tengo que escribirte una composición.

– Ya lo sé. Pero es que si no la entrego, me las voy a ver moradas. Échame una mano, anda. Échame una manita, ¿eh?

Tardé un poco en contestarle. A ese tipo de cabrones les conviene un poco de suspense.

– ¿Sobre qué? -le dije.

– Lo mismo da con tal de que sea descripción. Sobre una habitación, o una casa, o un pueblo donde hayas vivido. No importa. El caso es que describas como loco.

Mientras lo decía soltó un bostezo tremendo. Eso sí que me saca de quicio. Que encima que te están pidiendo un favor, bostecen.

– Pero no la hagas demasiado bien -dijo-. Ese hijoputa de Hartzell te considera un genio en composición y sabe que somos compañeros de cuarto. Así que ya sabes, no pongas todos los puntos y comas en su sitio.

Otra cosa que me pone negro. Que se te dé bien escribir y que te salga un tío hablando de puntos y comas. Y Stradlater lo hacía siempre. Lo que pasaba es que quería que uno creyera que si escribía unas composiciones horribles era porque no sabía dónde poner las comas. En eso se parecía un poco a Ackley. Una vez fui con él a un partido de baloncesto. Teníamos en el equipo a un tío fenomenal, Howie Coyle, que era capaz de encestar desde el centro del campo y sin que la pelota tocara la madera siquiera. Pues Ackley se pasó todo el tiempo diciendo que Coyle tenía una constitución perfecta para el baloncesto. ¡Jo! ¡Cómo me fastidian esas cosas!

Al rato de estar sentado empecé a aburrirme. Me levanté, me alejé unos pasos y me puse a bailar claquet para pasar el rato. Lo hacía sólo por divertirme un poco. No tengo ni idea de claquet, pero en los lavabos había un suelo de piedra que ni pintado para eso, así que me puse a imitar a uno de esos que salen en las películas musicales. Odio el cine con verdadera pasión, pero me encanta imitar a los artistas. Stradlater me miraba a través del espejo mientras se afeitaba y yo lo único que necesito es público. Soy un exhibicionista nato.

– Soy el hijo del gobernador -le dije mientras zapateaba como un loco por todo el cuarto-. Mi padre no / quiere que me dedique a bailar. Quiere que vaya a Oxford. Pero yo llevo el baile en la sangre.

Stradlater se rió. Tenía un sentido del humor bastante pasable.

– Es la noche del estreno de la Revista Ziegfeld -me estaba quedando casi sin aliento. No podía ni respirar-. El primer bailarín no puede salir a escena. Tiene una curda monumental. ¿A quién llaman para reemplazarle? A mí. Al hijo del gobernador.

– ¿De dónde has sacado eso? -dijo Stradlater. Se refería a mi gorra de caza. Hasta entonces no se había dado cuenta de que la llevaba.

Como ya no podía respirar, decidí dejar de hacer el indio. Me quité la gorra y la miré por milésima vez.

– Me la he comprado esta mañana en Nueva York por un dólar. ¿Te gusta?

Stradlater afirmó con la cabeza.

– Está muy bien.

Lo dijo sólo por darme coba porque a renglón seguido me preguntó: -¿Vas a hacerme esa composición o no? Tengo que saberlo.

– Si me sobra tiempo te la haré. Si no, no.

Me acerqué y volví a sentarme en el lavabo.

– ¿Con quién sales hoy? ¿Con la Fitzgerald?

– ¡No fastidies! Ya te he dicho que he roto con esa cerda.

– ¿Ah, sí? Pues pásamela, hombre. En serio. Es mi tipo.

– Puedes quedártela, pero es muy mayor para ti.

De pronto y sin ningún motivo, excepto que tenía ganas de hacer el ganso, se me ocurrió saltar del lavabo y hacerle a Stradlater un medio-nelson, una llave de lucha libre que consiste en agarrar al otro tío por el cuello con un brazo y apretar hasta asfixiarle si te da la gana. Así que lo hice. Me lancé sobre él como una pantera.

– ¡No jorobes, Holden! -dijo Stradlater. No tenía ganas de bromas porque estaba afeitándose-. ¿Quieres que me corte la cabeza, o qué?

Pero no le solté. Le tenía bien agarrado.

– ¿A que no te libras de mi brazo de hierro? -le dije.

– ¡Mira que eres pesado!

Dejó la máquina de afeitar. De pronto levantó los brazos y me obligó a soltarle. Tenía muchísima fuerza y yo soy la mar de débil.

– ¡A ver si dejas ya de jorobar! -dijo.

Empezó a afeitarse otra vez. Siempre lo hacía dos veces para estar guapísimo. Y con la misma cuchilla asquerosa.

– Y si no has salido con la Fitzgerald, ¿con quién entonces? -le pregunté. Había vuelto a sentarme en el lavabo-. ¿Con Phyllis Smith?

– No, iba a salir con ella, pero se complicaron las cosas. Ha venido la compañera de cuarto de Bud Thaw. ¡Ah! ¡Se me olvidaba! Te conoce.

– ¿Quién? -pregunté.

– Esa chica.

– ¿Sí? -le dije-. ¿Cómo se llama?

Aquello me interesaba muchísimo.

– Espera. ¡Ah, sí! Jean Gallaher.

¡Atiza! Cuando lo oí por poco me desmayo.

– ¡Jane Gallaher! -le dije. Hasta me levanté del lavabo. No me morí de milagro-. ¡Claro que la conozco! Vivía muy cerca de la casa donde pasamos el verano el año antepasado. Tenía un Dobberman Pinscher. Por eso la conocí. El perro venía todo el tiempo a nuestra…

– Me estás tapando la luz, Holden -dijo Stradlater-. ¿Tienes que ponerte precisamente ahí?

¡Jo! ¡Qué nervioso me había puesto! De verdad.

– ¿Dónde está? -le pregunté-. Debería bajar a decirle hola. ¿Está en el anejo?

– Sí.

– ¿Cómo es que habéis hablado de mí? ¿Va a B. M. ahora? Me dijo que iba a ir o allí o a Shipley. Creí que al final había decidido ir a Shipley. Pero, ¿cómo es que habéis hablado de mí?

Estaba excitadísimo, de verdad.

– No lo sé. Levántate, ¿quieres? Te has sentado encima de mi toalla -me había sentado en su toalla.

¡Jane Gallaher! ¡No podía creerlo! ¡Quién lo iba a decir! Stradlater se estaba poniendo Vitalis en el pelo. Mi Vitalis.

– Sabe bailar muy bien -le dije-. Baila ballet. Practicaba siempre dos horas al día aunque hiciera un calor horroroso. Tenía mucho miedo de que se le estropearan las piernas con eso, vamos, de que se le pusieran gordas. Jugábamos a las damas todo el tiempo.

– ¿A qué?

– A las damas.

– ¿A las damas? ¡No fastidies!

– Sí. Ella nunca las movía. Cuando tenía una dama nunca la movía. La dejaba en la fila de atrás. Le gustaba verlas así, todas alineadas. No las movía.

Stradlater no dijo nada. Esas cosas nunca le interesan a casi nadie.