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– Su madre era socia del mismo club que nosotros. Yo recogía las pelotas de vez en cuando para ganarme unas perras. Un par de veces me tocó con ella. No le daba a la bola ni por casualidad.

Stradlater ni siquiera me escuchaba. Se estaba peinando sus maravillosos bucles.

– Voy a bajar a decirle hola.

– Anda sí, ve.

– Bajaré dentro de un momento.

Volvió a hacerse la raya. Tardaba en peinarse como media hora.

– Sus padres estaban divorciados y su madre se había casado por segunda vez con un tío que bebía de lo lindo. Un hombre muy flaco con unas piernas todas peludas. Me acuerdo estupendamente. Llevaba shorts todo el tiempo. Jane me dijo que escribía para el teatro o algo así, pero yo siempre le veía bebiendo y escuchando todos los programas de misterio que daban por la radio. Y se paseaba en pelota por toda la casa. Delante de Jane y todo.

– ¿Sí? -dijo Stradlater. Aquello sí que le interesó. Lo del borracho que se paseaba desnudo por delante de Jane. Todo lo que tuviera que ver con el sexo, le encantaba al muy hijoputa.

– Ha tenido una infancia terrible. De verdad.

Pero eso a Stradlater ya no le interesaba. Lo que le gustaba era lo otro.

– ¡Jane Gallaher! ¡Qué gracia! -no podía dejar de pensar en ella.

– Tengo que bajar a saludarla.

– ¿Por qué no vas de una vez en vez de dar tanto la lata? -dijo Stradlater.

Me acerqué a la ventana pero no pude ver nada porque estaba toda empañada.

– En este momento no tengo ganas -le dije. Y era verdad. Hay que estar en vena para esas cosas-. Creí que estudiaba en Shipley. Lo hubiera jurado.

Me paseé un rato por los lavabos. No tenía otra cosa que hacer.

– ¿Le ha gustado el partido? -dije.

– Sí. Supongo que sí. No lo sé.

– ¿Te ha dicho que jugábamos a las damas todo el tiempo?

– Yo qué sé. ¡Y no jorobes más, por Dios! Sólo acabo de conocerla.

Había terminado de peinarse su hermosa mata de pelo y estaba guardando todas sus marranadas en el neceser.

– Oye, dale recuerdos míos, ¿quieres?

– Bueno -dijo Stradlater, pero me quedé convencido de que no lo haría. Esos tíos nunca dan recuerdos a nadie. Se fue, y yo aún seguí un rato en los lavabos pensando en Jane. Luego volví también a la habitación.

– Oye -le dije-, no le digas que me han echado, ¿eh?

– Bueno.

Eso era lo que me gustaba de Stradlater. Nunca tenía uno que darle cientos de explicaciones como había que hacer con Ackley. Supongo que en el fondo era porque no le importaba un pito. Se puso mi chaqueta de pata de gallo.

– No me la estires por todas partes -le dije. Sólo me la había puesto dos veces.

– No. ¿Dónde habré dejado mis cigarrillos?

– Están en el escritorio- le dije. Nunca se acordaba de dónde ponía nada-. Debajo de la bufanda.

Los cogió y se los metió en el bolsillo de la chaqueta. De mi chaqueta.

Me puse la visera de la gorra hacia delante para variar. De repente me entraron unos nervios horrorosos. Soy un tipo muy nervioso.

– Oye, ¿adonde vais a ir? ¿Lo sabes ya? -le pregunté.

– No. Si nos da tiempo iremos a Nueva York. Pero no creo. No ha pedido permiso más que hasta las nueve y media.

No me gustó el tono en que lo dijo y le contesté:

– Será porque no sabía lo guapo y lo fascinante que eres. Si lo hubiera sabido habría pedido permiso hasta las nueve y media de la mañana.

– Desde luego – dijo Stradlater. No había forma de hacerle enfadar. Se lo tenía demasiado creído.

– Ahora en serio. Escríbeme esa composición -dijo.

Se había puesto el abrigo y estaba a punto de salir.

– No hace falta que te mates. Pero eso sí, ya sabes, que sea de muchísima descripción, ¿eh?

No le contesté. No tenía ganas. Sólo le dije:

– Pregúntale si sigue dejando todas las damas en la línea de atrás.

– Bueno -dijo Stradlater, pero estaba seguro de que no se lo iba a preguntar.

– ¡Que te diviertas! -dijo. Y luego salió dando un portazo.

Cuando se fue, me quedé sentado en el sillón como media hora. Quiero decir sólo sentado, sin hacer nada más, excepto pensar en Jane y en que había salido con Stradlater. Me puse tan nervioso que por poco me vuelvo loco. Ya les he dicho lo obsesionado que estaba Stradlater con eso del sexo.

De pronto Ackley se coló en mi habitación a través de la ducha, como hacía siempre. Por una vez me alegré de verle. Así dejaba de pensar en otras cosas. Se quedó allí hasta la hora de cenar hablando de todos los tíos de Pencey a quienes odiaba a muerte y reventándose un grano muy gordo que tenía en la barbilla. Ni siquiera sacó el pañuelo para hacerlo. Yo creo que el muy cabrón ni siquiera tenía pañuelos. Yo nunca le vi ninguno.

Capítulo 5

Los sábados por la noche siempre cenábamos lo mismo en Pencey. Lo consideraban una gran cosa porque nos daban un filete. Apostaría la cabeza a que lo hacían porque como el domingo era día de visita, Thurmer pensaba que todas las madres preguntarían a sus hijos qué habían cenado la noche anterior y el niño contestaría: «Un filete.» ¡Menudo timo! Había que ver el tal filete. Un pedazo de suela seca y dura que no había por dónde meterle mano. Para acompañarlo, nos daban un puré de patata lleno de grumos y, de postre, un bizcocho negruzco que sólo se comían los de la elemental, que a los pobres lo mismo les daba, y tipos como Ackley que se zampaban lo que les echaran.

Pero cuando salimos del comedor tengo que reconocer que fue muy bonito. Habían caído como tres pulgadas de nieve y seguía nevando a manta. Estaba todo precioso. Empezamos a tirarnos bolas unos a otros y a hacer el indio como locos. Fue un poco cosa de críos, pero nos divertimos muchísimo.

Como no tenía plan con ninguna chica, yo y un amigo mío, un tal Mal Brossard que estaba en el equipo de lucha libre, decidimos irnos en autobús a Agerstown a comer una hamburguesa y ver alguna porquería de película. Ninguno de los dos tenía ninguna gana de pasarse la noche mano sobre mano. Le pregunté a Mal si le importaba que viniera Ackley con nosotros. Se me ocurrió decírselo porque Ackley nunca hacía nada los sábados por la noche. Se quedaba en su habitación a reventarse granos. Mal dijo que no le importaba, pero que tampoco le volvía loco la idea. La verdad es que Ackley no le caía muy bien. Nos fuimos a nuestras respectivas habitaciones a arreglarnos un poco y mientras me ponía los chanclos le grité a Ackley que si quería venirse al cine con nosotros. Me oyó perfectamente a través de las cortinas de la ducha, pero no dijo nada. Era de esos tíos que tardan una hora en contestar. Al final vino y me preguntó con quién iba. Les juro que si un día naufragara y fueran a rescatarle en una barca, antes de dejarse salvar preguntaría quién iba remando. Le dije que iba con Mal Brossard.

– Ese cabrón… Bueno. Espera un segundo.

Cualquiera diría que le estaba haciendo a uno un favor. Tardó en arreglarse como cinco horas. Mientras esperaba me fui a la ventana, la abrí e hice una bola de nieve directamente con las manos, sin guantes ni nada. La nieve estaba perfecta para hacer bolas. Iba a tirarla a un coche que había aparcado al otro lado de la calle, pero al final me arrepentí. Daba pena con lo blanco y limpio que estaba. Luego pensé en tirarla a una boca de agua de esas que usan los bomberos, pero también estaba muy bonita tan nevada. Al final no la tiré. Cerré la ventana y me puse a pasear por la habitación apelmazando la bola entre las manos. Todavía la llevaba cuando subimos al autobús. El conductor abrió la puerta y me obligó a tirarla. Le dije que no pensaba echársela a nadie, pero no me creyó. La gente nunca se cree nada.

Brossard y Ackley habían visto ya la película que ponían aquella noche, así que nos comimos un par de hamburguesas, jugamos un poco a la máquina de las bolitas, y volvimos a Pencey en el autobús. No me importó nada no ir al cine. Ponían una comedia de Cary Grant, de esas que son un rollazo. Además no me gustaba ir al cine con Brossard ni con Ackley. Los dos se reían como hienas de cosas que no tenían ninguna gracia. No había quien lo aguantara.