Выбрать главу

– Sí…, soy un cristiano nuevo. Ahora me doy cuenta.

Estaba demasiado aturdido y preso del pánico para darme cuenta de que había perdido cualquier esperanza de recuperar la libertad; había admitido que había abandonado las prácticas cristianas, el peor crimen posible para ellos, por el que eran capaces de quemarme vivo en la hoguera.

– Nunca te han bautizado, ¿verdad? -preguntó.

– No, que yo sepa.

– ¿Estás preparado para ser bautizado?

– Lo estoy.

– Primero debes decirme qué crímenes judíos cometiste durante tu visita a Goa.

– Jamás practicamos el judaísmo en Goa. Sabíamos que estaba prohibido y que podría causarles problemas a mi tía y mi tío, que son buenos cristianos.

– Pero tenemos testigos que nos cuentan una historia diferente, y para convencernos de que tu arrepentimiento es sincero, debes contarnos tus crímenes y darnos los nombres de la gente que te vio cometerlos.

Estaba seguro de que cualquiera a quien nombrase sería arrestado inmediatamente.

– Tengo muchos parientes en Turquía -respondí en un intento de esquivar la pregunta-. Algunos de ellos, incluido mi abuelo, vinieron a visitarnos una vez a la granja. Era muy pequeño, pero recuerdo que se unieron a la ceremonia de Pascua que hicimos en casa. Yo debía tener ocho o nueve años.

– Pero en la India, ¿quién sabía que habías vuelto a caer en las prácticas judías?

– Yo. Y mi padre.

Su rostro se mostró contrariado de golpe.

– Por favor, no intentes pasarte de listo -me advirtió con brusquedad-. Eso sólo te pondrá en una posición más delicada.

En sus ojos pude apreciar que se divertía de una forma perversa. «Está jugando conmigo», pensé, y entonces me di cuenta por primera vez de que bien podría haber trasladado a Phanishwar a mi celda, no para animarme, sino para destruir mi voluntad. Eso fue lo que sentí que se escondía tras el jainista. Quizá las heridas del anciano incluso habían sido falsas. El Inquisidor lo había utilizado para debilitarme.

– ¿Qué hay de tu primo Francisco Javier? No lo has mencionado y me parece extraño.

– Él también es una buena alma cristiana -respondí con firmeza.

– Estás muy seguro de eso, ¿no?

La expresión de su cara me confundió, parecía estar jugando al gato y el ratón. ¿Había encarcelado a Wadi también? Casi deseaba que fuera así, ya que eso habría significado que mi primo no habría sido el responsable de que encerraran a mi padre.

– Estoy seguro, sí -dije.

– ¿Aún mantienes que jamás has practicado el judaísmo en Goa?

– Sí.

– ¿Quieres decir que jamás has proferido ni una sola blasfemia contra la Iglesia? -Su mirada era escéptica.

– Jamás, Su Excelencia.

Pinto me miró fijamente con los labios sellados, esperando que me retractase, pero no se podía decir que mi padre y yo hubiésemos bendecido el vino alguna vez en territorio portugués. Habíamos sido muy cautos.

– Me han dicho que cada judío tiene seiscientas treinta obligaciones en la vida -dijo rápidamente el cura, con voz severa-, y que la primera de esas obligaciones es creer en un solo Dios.

– Es cierto. Lo llamamos mitzvot.

– También me han dicho que la mitad de esas obligaciones son mandamientos negativos, actos que no deben realizarse. Dime, ¿crees que el cristianismo es menos riguroso que el judaísmo? ¿Crees que se les exige menos a sus creyentes?

– No lo creo, pero… pero tampoco tengo la manera de saberlo.

El Inquisidor frunció el ceño.

– Los que han testificado en tu contra dicen que eres un joven inteligente pero, al parecer, se equivocan.

– ¿Puedo firmar ahora mi confesión? -pregunté, dado que había oído que se obligaba a los prisioneros a hacerlo antes de ser humillados públicamente en el auto de fe y luego los sentenciaban a un tiempo de servicio en una prisión civil.

– ¡Cállate, idiota testarudo! -gritó el Gran Inquisidor. Cogió una campana plateada mientras me miraba con odio, con los dientes apretados, dejando claro que mi vida estaba en sus manos.

– Os ruego que no me matéis -gemí-. Prometo hacer lo que me pidáis.

La sonrisa de los victoriosos apareció en sus labios, y comprendí que mi súplica había llegado en el momento justo. Dejó la campana por un momento.

– ¿Qué te parece un pequeño acertijo que pueda ayudarte a entender tus apuros? Si lo respondes correctamente, te permitiré firmar la confesión. Es justo, ¿no crees?

– Más que justo, Su Excelencia.

En un tono desafiante, recitó el acertijo:

– Te hablo durante mi viaje -y sólo a ti- desde el punto de partida hasta el fin. Y aunque siempre muero en el mismo lugar, puedes oírme hablar desde mi tumba cerrada si prestas atención. ¿Quién soy?

No se me ocurría nada; era como si mi mente estuviera pendiente de mil cosas a la vez.

El Gran Inquisidor me miró fijamente, con impaciencia.

– ¿Y bien? -me preguntó.

– No… no lo sé. ¿Puede que tenga algo que ver con un fantasma?

Me pareció que el sonido de la campana estallaba en mi interior y me puse de pie de golpe. Cuando vi que el carcelero volvía para llevárseme de allí sentí como si una ráfaga de aire me atravesara, como si el alma se me escapara del cuerpo.

Cuando me desperté en mi celda, Phanishwar no estaba. ¿Estarían torturándolo o lo habrían matado por brujo?

Es extraño cómo la mente herida puede llegar a desear un objeto seguro en el que concentrar su desprecio. Mientras estaba sentado en mi camastro pensé que probablemente el jainista habría cumplido con su misión. Al muy traidor debieron de darle permiso para volver a su aldea.

8

Papá y yo estábamos en su biblioteca cuando sugerí por primera vez que Sofía pasara más tiempo con Wadi y con sus padres. Él estaba sentado ante su escritorio, jugueteando con una peonza de cuatro lados -un dreidel- que él mismo me había fabricado cuando yo era pequeño. Mi padre expresó sus dudas acerca de mi plan, y yo le di mis razones hasta que levantó una mano como si fuera un escudo.

– Ti, si me permites una pequeña crítica, tiendes a pensar en tu hermana de forma demasiado obsesiva. -Abrió el volumen de filosofía de Abraham Abulafia que estaba leyendo antes de que yo entrara.

– ¿Qué quieres decir con eso? -dije yo, incapaz de que mi voz no delatara que me había herido.

– Lo que quiero decir, Ti -dijo con severidad, sin ni siquiera mirarme-, es que probablemente será mejor que dejemos las cosas como están, de momento.

Pasó el dedo por el borde de una página, buscando la cita que quería, como si yo no existiera.

En lugar de empezar una discusión que sabía que no podía ganar, me marché a toda prisa, maldiciendo su frialdad. Durante la cena nos miramos como si fuéramos enemigos, y yo le espeté a Sofía que se ocupara de sus asuntos cuando me preguntó si nos habíamos enfadado, lo que sólo tuvo como resultado que mi padre dijera lo inevitable:

– ¡Te agradecería que no le hablaras a tu hermana de ese modo!

A la hora de la cama, no obstante, oí que las viejas zapatillas de mi padre se acercaban lentamente a la puerta de mi cuarto. Sabía que venía para disculparse. Desnudo de cintura para arriba debido al bochorno, esperó frente a la puerta abierta con la lengua fuera, como un perrito, para hacerme sonreír. Pero entonces me tocaba a mí fingir que no lo veía, por lo que no levanté la vista del libro.

– Ti, retiro lo que te he dicho antes. Lo siento.

Se llevó un dedo a los labios: era su manera de preguntarme si lo perdonaba, un gesto que se remontaba a cuando yo era muy pequeño.

Yo quería que me suplicara, pero la tenue luz de la vela dejaba sus ojos hundidos en la penumbra. Me asustó darme cuenta de que había envejecido sin que me hubiese dado cuenta. ¿Habíamos completado ya casi todo el camino que recorreríamos juntos?