Cuando le pregunté a Wadi sobre ello, al principio negó que hubiera sucedido, pero luego explotó en maldiciones dirigidas a la actitud de su madre. Eso sólo consiguió acarrearle un ataque de convulsiones que lo dejó débil durante dos días enteros, durante los que me maldije por haber insistido en que siempre fuera sincero conmigo. ¿Por qué no podría haberlo dejado en paz si eso hacía su vida más fácil?
Por primera vez presentí lo injusto que podía llegar a ser con los demás. ¡No en vano Sofía me había llamado espía!
Por lo que respecta a mis sentimientos hacia Sara, jamás le mencioné a nadie que me sintiera confuso al respecto. Una vez, cuando me estaba castigando mentalmente por lo insignificante que me sentía al lado de Wadi, papá se sentó en la veranda, a mi lado.
– Te llegará el momento. Y cuando sientas una pasión como ésa por una chica dejarás de pensar de ese modo.
Agradecí su brazo protector alrededor de mi hombro, pero también me molestó, y mucho, que menospreciara mi desesperación.
Creo que Sofía aprendió de Sara muchas cosas que de otro modo debería haberle enseñado mamá. Entre ellas estaba cómo entender que el hecho de ser mujer empezaba a transformarle el cuerpo. A los trece años ya había adquirido una plenitud de formas que había cambiado su manera de hacerlo todo, incluso la forma de sentarse para dedicarse a la micrografía. Ese pequeño amasijo encorvado de vergüenza y diligencia fue sustituido por una jovencita erguida que a veces abría los postigos simplemente para sentir la brisa en el pelo, suelto y largo hasta los hombros. Una vez, mientras el sol salía por el horizonte, dejó incluso que su sari color carmesí de bordes dorados le resbalara hasta las caderas y cayera al suelo. Yo la vi mientras pasaba por delante de su cuarto y al instante recordé lo que papá me había contado, que mi madre también se abría como una flor ante la luz del sol.
Los botones, plumas de pájaro y dibujos dejaron de extraviarse en la casa ahora que las penas de nuestra chiquilla habían desaparecido. Un día incluso encontré el collar de alhelíes marchitos sobre la mesa que tenía junto a la cama.
– He estado tirando ropa vieja -me dijo Sofía-, y he descubierto esto dentro de uno de mis vestidos. No entiendo cómo pudo haber ido a parar entre mis cosas.
Sofía le estaba tomando cada vez más cariño a su vida en la ciudad y podía charlar sin parar sobre sus nuevos amigos a la hora de cenar. Tanto era así que a principios de diciembre de 1589, pocos días después de su decimocuarto cumpleaños, papá le dio permiso para quedarse en casa del tío Isaac durante tres semanas, a condición de que prometiera no entrar jamás en una iglesia con la tía María. El día de su partida, por la mañana, Sofía sollozó sobre mi pecho y dijo que la estábamos abandonando.
– ¡Eres imposible! ¡Eras tú quien quería ir!
– Pero ahora ya no quiero.
Con Sofía siempre era importante mantener una puerta abierta y una vela encendida junto a la ventana, por lo que le dije:
– Si sientes que no eres feliz, háznoslo saber y yo iré a buscarte.
Recuperó su determinación tras llorar un poco más y se marchó acompañada de unos amables vecinos hindúes que partían hacia Goa. Días más tarde recordé nuestra vieja regla, la de no permanecer más de seis días seguidos en casa de mi tía, pero en sus cartas Sofía sólo escribió sobre las apasionantes aventuras que estaba viviendo.
Fue entonces cuando empezó a escribir mensajes secretos para mí en micrografía. Con la ayuda de su lupa, descifraba sus palabras. Normalmente eran sólo tonterías, pero en la última carta dirigida a mí durante esa estancia, escribió: «Ya he salido completamente de mi piel y he descubierto algo mejor debajo de ella».
9
A finales de enero de 1590, después de una visita de una semana que Wadi y sus padres nos hicieron en honor a mi decimoctavo cumpleaños, Sofía y yo bajamos hasta el canal de Indra para escapar de la ola de calor infernal que había convertido nuestra casa en un horno. Ella dijo que quería contarme algo importante, pero que sólo podía hacerlo cuando estuviéramos lejos de casa.
Nos sentamos en una roca, con los pies en el agua. Sofía me dijo que el día anterior, mientras yo estudiaba la Torá, Wadi la había acompañado a recoger hojas del árbol del paraíso que Nupi quería para curarle un sarpullido que le había salido en un codo a mi padre. Cuando hubieron perdido de vista la casa, él sacó un pañuelo de seda roja que debía de haberle robado a su madre. Lo sostuvo como si se tratara de una campana y lo movió junto a su oreja.
– Tengo una sorpresa para ti -dijo con una expresión de astuto regocijo.
– ¿Qué estás tramando? -le preguntó Sofía, cautelosa, sospechando una aventura juvenil destinada a ponerla a prueba.
– He pensado en algo que seguro que te gusta -respondió él-, pero tendré que vendarte los ojos.
Cuando Sofía volvió la vista atrás, hacia la casa, para ver si alguien los había seguido, él añadió con una voz que no presagiaba nada bueno:
– No, nadie puede vernos. Estamos solos, tú y yo.
– Wadi, debo saber adónde voy…, podría tropezar -respondió mi hermana. Se lo dijo muy seria, aunque el orgullo y el despecho le hizo soltar una risa falsa un momento después, como si él no le estuviese pidiendo nada.
– Era como si me estuviera amenazando -me dijo entonces mi hermana-. Y yo quería convencerlo de que no estaba asustada, aunque lo estaba. Era como si quisiera herirme de una manera que jamás pudiera curarme. Fui una estúpida, ¿verdad?
Quise decirle que no, que su instinto me parecía correcto, ya que ya veía hacia dónde llevaba todo eso, pero me limité a preguntarle qué había respondido Wadi.
– Puso cara de sentirse dolido y me dijo: «¿Es que no confías en mí?». Imagínalo diciendo eso -me dijo Sofía con cara de asombro-. Lo que quiero decir es que ¿quién en su sano juicio podría confiar plenamente en un chico de dieciocho años como Wadi, con esa cara tan traviesa? ¡Y con su energía!
Sofía bizqueó y sacó la lengua y, al hacerlo -para darle a lo que me estaba contando menos importancia de la que tenía-, supe la verdad. A partir de ese momento, sentí que el miedo se cernía a mis espaldas.
Sofía me contó que le habría dicho a Wadi que se dejara de vendas y de sorpresas si no fuera porque se había propuesto ser igual que él y que sus amigos. Lo que hizo fue cruzar los brazos sobre el pecho y replicar:
– Si tienes que ser mis ojos, Wadi, debes prometerme que me mantendrás alejada de cualquier peligro.
Él la miró contrariado pero, como sabía que ella aceptaría su promesa, lo prometió en voz alta. El corazón de Sofía dio un brinco mientras Wadi le vendaba los ojos con el pañuelo. Ya no había vuelta atrás.
Un cielo plomizo pesaba sobre los campos y los bosques con la amenaza de una tormenta, por lo que caminaron rápidamente mientras Wadi tiraba de una de las manos de ella para hacerla subir por un sendero terroso y bordeado de helechos y pequeñas palmeras.
– Wadi, por favor, ¡me arrancarás el brazo! -exclamó ella.
En realidad, la fuerza con la que la agarraba mientras subían por la colina le provocaba un cosquilleo que le recorría la espalda. Además, le encantaba mostrarse desagradable con él. La hacía sentir como si estuviera flotando, era más ella misma de lo que había sido jamás, aunque no comprendía cómo podía tener esas dos sensaciones a la vez.