Él y Sofía habían decidido muy sabiamente mantener su amor en secreto, por lo que se convirtieron en actores consumados. Creyeron que engañaban a todo el mundo y estaban seguros de que un año y tres meses más tarde, cuando Sofía celebrase su decimosexto cumpleaños, podrían contar la verdad sin que saltaran demasiadas chispas. Lo que no me atreví a preguntar fue hasta qué punto se aventuraron en el amor físico.
Al principio de ese esperanzador mes, mi padre nos reunió en el salón a Sofía y a mí y nos dijo que debía marcharse a Bijapur para hacer unos esbozos del sultán y de una nueva mezquita que éste acababa de erigir. Pasaría un mes entero fuera de casa. No paró de frotarse las manos con nerviosismo y de disculparse; nos dijo que su ausencia sería difícil para los dos, pero que ya había rechazado la invitación de su benefactor dos veces durante los últimos dos años y que no podía seguir negándose.
Nosotros ya sabíamos que estaríamos bien con Nupi, pero papá explicó cuál era la complicación que lo preocupaba: hacia el final de su estancia en Bijapur, nuestra cocinera tendría que volver a Benali, la aldea en la que había nacido, para pasar allí los últimos tres días del festival de Ganesh Chaturthi, en honor del dios hindú de la sabiduría. Yo estaba seguro de que éramos lo suficientemente mayores como para quedarnos solos, pero papá no quiso siquiera oír hablar de ello. Quería pedirle a Nupi si podíamos ir con ella, pero antes quería que estuviéramos de acuerdo. Nos dijo que no podíamos pasar esos días con nuestros tíos de Goa porque el tío Isaac debía llevar a Wadi a Diu, la pequeña colonia portuguesa al noroeste de Calicut. Entonces yo no sabía que el tío Isaac y la tía María habían pedido si podían llevarme a mí también. Papá no me lo había contado porque jamás se le ocurrió la idea de dejar sola a Sofía, y yo también me enteré de la generosa oferta de mi tío mucho más tarde: yo me habría puesto furioso si hubiese tenido que dejar pasar esa oportunidad de viajar. Y además me habría equivocado en el siguiente paso hacia mí mismo…
Esa noche, detrás de la puerta cerrada de su estudio, oí que papá le proponía su plan a Nupi. Ella lo interrumpió enseguida, lo cual no era muy habitual que digamos, y alegó que no podría ofrecernos nada parecido a las comodidades a las que estábamos acostumbrados. La vergüenza hizo que le temblara la voz. Supe que le estaba suplicando algo porque le temblaban las manos sobre el regazo.
– El suelo de la casa de mi familia está hecho de estiércol de vaca -gimió en konkaní-. Las paredes y el techo se hacen con hojas de palma…
Entonces cambió a su precario portugués para asegurarse de que papá comprendía su desesperación.
– No es bueno…, superstición por todas partes. Todos duermen en lechos de yute…, humo denso de la cocina. No hay ventanas, ninguna ventana. Las gallinas entran y salen y… y… -Nupi se perdió y empezó a llorar.
Papá le aseguró que nosotros no éramos muñecas de seda y que estaríamos bien en Benali. Probablemente se arrodilló junto a ella y le tomó la mano.
– ¡Es imposible! -gritó ella. Nupi siempre creyó que si gritaba lo suficiente podía ganar cualquier disputa con mi padre-. ¡La gente de mi aldea cree en la magia! -aulló-. Oh, hay tanta superstición allí… A Ti y a Sofía seguro que les pedirían que hicieran ofrendas a los dioses. No está bien… ¡Eso no está nada bien! Todo el mundo les hablará sobre lo que Ganesha puede hacer por ellos.
– ¿Por ejemplo?
– Traerles buena suerte…, una esposa bonita que sepa cocinar para Ti. Un marido guapo y de alta casta para Sofía.
– Aún no está en edad de casarse -señaló papá.
– Tiene catorce años. En algunos pueblos las chicas llevan dos o tres años casadas a esa edad. No está bien, en absoluto…
– Entonces tendré que enviarlos a Goa con mi cuñada. Mi hermano estará fuera durante su estancia, pero si no tengo otra elección…
Nupi adoraba al tío Isaac, pero creía que la tía María era una inútil. Ésa era la baza de papá.
– ¿Con la tía María? ¡No, no, no! ¡Esa mujer ni siquiera sabe hervir arroz! -Nupi lo dijo como si fuera un pecado más grave que el asesinato.
– No, pero seguramente los niños tendrán todos los dulces que quieran. Aunque no tengan un kurma de pollo que valga la pena durante tres días, eso no los matará. -El kurma era la especialidad de Nupi, aunque no podíamos comerlo muy a menudo porque lo hacía tan picante que nos caía a tiras la piel del interior de la boca.
– ¡Pero si el tío Isaac no está allí, podría servirles carne de vaca! ¿Qué me dice de eso, eh?
Como deferencia hacia Nupi y nuestros vecinos hindúes, papá siempre nos había prohibido comer carne de vaca, incluso cuando estábamos lejos de casa.
– Ella jamás prepararía una vaca entera, sólo trozos -respondió papá, sin duda con la esperanza de empeorar las cosas. Seguro que le estaba costando reprimir una sonrisa.
– ¿Qué trozos? -chilló la vieja cocinera.
– Las patas. Y dicen que las costillas son deliciosas. También están las orejas…
– ¡Orejas! ¡Ah, no, no puede ser! ¡Dígale a mi tía que se guarde sus trozos de vaca! Que Nupi se quedará con los niños.
10
Benali quedaba en la costa, a unos veinte kilómetros de nuestra granja. Tardaríamos casi un día entero en llegar hasta allí. Estaba en la provincia portuguesa de Goa, a catorce kilómetros al suroeste de la ciudad, por lo que antes de marcharnos a Bijapur papá nos hizo prometer que recitaríamos las oraciones judías, aunque fuera para nuestros adentros. Nos dio unas cruces de madera a Sofía y a mí y nos dijo que nos las pusiéramos si algún cura o misionario católico aparecía por la aldea buscando problemas.
Papá lo había preparado todo para que hiciéramos el viaje en unos burros que le habían prestado unos vecinos, pero unas cuantas horas más tarde nuestros doloridos traseros nos pedían clemencia a gritos, por lo que acabamos recorriendo más de la mitad del camino a pie. Nupi juró haberse lastimado para siempre y dijo que no le sorprendería si quedaba estreñida durante un año entero.
– Esa apestosa criatura me ha roto el culo -le decía a cualquiera que encontrábamos por el camino mientras señalaba al pobre animal inculpado como si fuera un demonio.
Nupi nos dijo a Sofía y a mí que Benali estaba donde Shri Parasurana, una encarnación de Vishnu, había creado toda la provincia de Goa cuando lanzó una flecha al mar y ordenó a las aguas que retrocedieran. Antes de la ocupación portuguesa muchos aldeanos tenían un altar dedicado a Parasurana en sus casas.
A unos cuantos kilómetros de Benali, los temporales de lluvias de los días anteriores habían creado un enorme socavón fangoso en el camino. Un búfalo había caído en él la tarde anterior y tuvieron que rescatarlo con cuerdas entre varios hombres. Un bullicioso mercadillo había surgido alrededor de la escena del accidente, ya que los centenares de viajeros que pasaban cada día por allí estaban prácticamente obligados a charlar sobre la pobre criatura y lo inoportuno que había sido todo aquello, lo que convertía ese sitio en el lugar perfecto para vender todo tipo de cosas, desde plátanos y limas dulces a monos y pájaros, para secar chiles y pescado, y para descascarar cocos. Enseguida surgieron tenderetes de hojas de palmera tejidas sobre postes de bambú y músicos, bailarines y artistas del tatuaje se reunieron allí, seguidos por algún que otro gato cubierto de polvo y hordas de perros mugrientos que olían tan mal como redes de pescar. Una familia harapienta de campesinos madrasis de piel oscura también estaba allí. Huían de la sequía del sur y mendigaban comida en su indescifrable idioma. Mis brazos eran más gruesos que las piernas de los hombres y los niños eran criaturas parecidas a mantis, con las barrigas hinchadas y enormes ojos del color del lodo. Algunos lugareños los espantaban como a chacales, lo cual nos pareció muy cruel. Después de una pequeña conversación familiar, Nupi compró mantequilla, un saco enorme de harina de garbanzo y un fruto de yaca para ellos con unas monedas que papá nos había dado por si surgía alguna emergencia. Los madrasis la bendijeron con lágrimas en los ojos y las mujeres se lanzaron a sus pies. Nupi también compró una jarra de feni, el licor de palma local, para su hermana y su cuñado. Para merendar comimos fríjoles verdes y arroz servidos en hojas de plátano. Después comimos unos hermosos mangos amarillos a la sombra de un tamarindo, con el tamborileo de fondo de la tabla de un bengalí cuya mujer llevaba en el pelo un tocado de caléndulas. Le cogió simpatía a Sofía, quien dejó que le trenzara unas flores en el pelo. Tan sólo un año antes, mi hermana no lo habría consentido.