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– Nos han ayudado gandharvas y apsaras -dijo Sofía con una sonrisa. Eran espíritus hindúes sobre los que Nupi nos contaba historias cuando éramos pequeños.

Nupi dejó las flores silvestres de color rosa, blanco y amarillo que habíamos recogido sobre el suelo arenoso, junto al tronco de un gran cocotero que estaba detrás de la casa de su hermana. Sus manos viejas y enjutas las extendieron hasta formar una media luna. Cuando las tuvo tal como las quería, cerró los ojos y se echó a temblar.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

Me hizo callar y luego nos pidió que nos arrodilláramos con ella. Nuestras sombras alargadas se extendían por la colina arenosa que teníamos delante. Después de recitar sus oraciones, dijo:

– Planté esta palmera por mi hijo, cuando murió.

– ¿Tuviste un hijo? -exclamé-. ¿Por qué no nos contaste nada sobre él?

– Ti, pasaron muchos años antes de que me alegrara de que no fueras él. -Me agarró la mano-. Cuando seas algo mayor, te darás cuenta de que muchas cosas se convierten en secretos sin que te lo propongas.

– Debió de ser hace mucho tiempo -dijo Sofía.

– Muchos años antes de que nacierais, tanto tú como Ti.

Para mí fue como un despertar. Hasta entonces nunca había pensado en Nupi como en una persona con una vida -y un pasado- independiente de la de nuestra familia.

Esa noche, la aldea celebró un banquete en honor de Ganesha, y Nupi nos dijo que no miráramos al cielo: se consideraba que daba mala suerte hasta la más mínima mirada hacia la luna durante esos días festivos porque una vez ésta tuvo el descaro de burlarse del dios de la sabiduría.

Había al menos doce personas sentadas que me separaban de Tejal, que llevaba un sari violeta sensacional y un pañuelo del color del azul del cielo. Nupi me había dicho que estaba estudiando en la escuela del convento de la ciudad de Goa, y que tenía quince años. Tejal no se volvió para mirarme ni siquiera una vez, para mi gran frustración. Sentí como si mi futuro estuviera oculto dentro de sus ojos negros.

Cuando terminamos de cenar yo había comido tantas gambas y pastelitos de coco que Nupi dijo que parecía embarazado de cuatro meses, comentario que le pareció de lo más divertido. Tomé un sorbo de feni en lugar de agua como revancha, ya que se había pasado la cena intentando que no llegase a probarlo. El baile y los tambores de después hicieron que todo me diera vueltas. Me fui a descansar sobre la arena cerca de la orilla y, medio en sueños, me vi sentado en una silla para ver entre los postigos quién subía por las escaleras de la veranda. Cuando alcé la mirada, vi que tenía a Tejal frente a mí. Llevaba una taza de barro cocido con las dos manos, como si estuviese haciendo una ofrenda ceremonial.

– Perdona, pero Ajira me pidió que te trajera un poco de té de jengibre.

Sobresaltado, me incorporé y le di las gracias. Con la taza caliente apoyada en la sien y los ojos cerrados, noté la presencia de mi madre. Me di cuenta de que era ella la persona que estaba a punto de subir las escaleras. La había visto llevando a mi hermana, aún bebé, en brazos.

– ¿Estás bien? -preguntó Tejal.

– No volveré a beber feni mientras viva -respondí, y añadí un gemido para darle un efecto más cómico-. Estoy a punto de reventar.

Me mostró una breve sonrisa que me aceleró el pulso, y luego se dio la vuelta para marcharse.

– ¿Qué estabas leyendo cuando mi hermana y yo llegamos? -le pregunté mientras se marchaba.

– Un libro -dijo ella con toda naturalidad.

– Ya, pero ¿cuál?

– Se llama La leyenda dorada -respondió en portugués por primera vez. Pronunciaba cada palabra como si cada una de ellas tuviera su lugar preciso. Eso me gustó.

– ¿Es bueno?

– Es un libro sagrado -lo dijo como si la calidad del texto fuera irrelevante-. Trata sobre Jesucristo y los santos.

Sus preciosas manos trazaban círculos en el aire mientras hablaba. Creí que me harían entrar en trance.

– No he leído nunca nada sobre él -dije.

– ¿Nunca? -Abrió mucho a los ojos, muy sorprendida. Su piel oscura era tan radiante bajo la luz de la luna como si hubiera bajado desde la noche para estar conmigo.

– Los judíos no solemos leer el Nuevo Testamento -le expliqué.

– Si me permites que te lo diga, las monjas dicen que los judíos son muy tercos porque no creen en la divinidad de nuestro Señor.

– Te lo permito con mucho gusto -le dije con una pequeña reverencia, a juego con la formalidad de su lenguaje-. Pero ¿qué dices tú sobre los judíos?

Se quedó atónita. Puede que fuera la primera vez que alguien le preguntaba por su opinión personal acerca del tema.

– No… no lo sé -titubeó-. No he conocido nunca a ninguno.

– Siento decirte que acabas de hacerlo.

Ella supo enseguida por mi sonrisa burlona que lo que le preguntaba era su opinión personal sobre mí. Me miró muy seria.

– Bébete el té, por favor. Hará que te sientas mejor -lo dijo con un tono de voz maduro, controlado, como si yo hubiera sido un problema para ella muchas otras veces. No sabría decir cómo, pero en ese preciso instante me di cuenta de que era muy inteligente.

– Me sentiré mejor si te sientas conmigo -le dije.

Ella volvió la mirada hacia la aldea, estaba ligada a ella por tradiciones que debían prohibirle sentarse a solas con un forastero. Habían encendido una gran pira y la música era aún más frenética.

– Supongo que a las monjas no les gustaría -le dije, desafiándola a ser ella misma.

– Las monjas están lejos. Es mi padre el que me preocupa -respondió misteriosamente.

– Bueno, sólo te pido que te sientes. Puedes decirle que simplemente intentabas ser hospitalaria con el ahijado de Nupi.

– ¿Es eso lo que eres?

– No lo sé. A veces creo que ella se convirtió en una especie de madrina para mí el día que me salvó la vida -intentaba sonar misterioso, pero después de haberlo dicho me di cuenta de que era verdad.

– ¿Nupi te salvó la vida?

– Ya te lo contaré, pero primero… -Di unas palmaditas sobre la arena, junto a mí.

Tejal entrecerró los ojos, valorando el peligro al que se enfrentaba. Al sentarse, se cubrió las piernas con el borde del sari. Tomé un sorbo de té y, tras ofrecérselo, se atrevió a aceptar, algo que yo interpreté como una buena señal. Mientras ella bebía noté una liberación en mi pecho, como si algo se hubiera desatascado de golpe.

Entonces fui capaz de hablar de sentimientos íntimos, del período posterior a la muerte de mi madre, de cuando Nupi me había invitado a comer con ella cada vez que me sintiera solo.

– Y lo hice -le dije a Tejal, como si fuera la moraleja de la historia-, hasta que la casa volvió a ser mía otra vez.

Hablamos durante un rato acerca de cómo la muerte de mamá nos cambió a papá y a mí, y me conmovió ver que me escuchaba. Y aun así, los dos éramos plenamente conscientes de que estábamos evitando temas más peliagudos que nos eran más próximos. Tras un silencio incómodo, le pregunté cómo había ido a parar a la escuela de Goa.

– Ajira y Nupi fueron muy amables y lo hicieron por mí -respondió-. No debería contártelo, pero mi madre dice que aprendí a leer sola cuando era pequeña, mirando un viejo pergamino que mi padre guardaba junto a nuestro altar.

– ¿Por qué no deberías decirlo?

– Porque nadie sabe exactamente cómo lo hice. Mi madre dice que Ganesha debió de haber venido a mí en sueños para darme lecciones. Todo el mundo se enteró, por supuesto, y Ajira les dijo a mis padres que encontraría la manera de pagarme la escuela en Goa si ellos estaban dispuestos a dejar que fuera. Mi padre pensaba que era una mala idea que una chica estudiara y le dijo de mala manera que se ocupara de sus asuntos. ¡Vaya jaleo se montó! Pero Nupi volvió a Benali por unos días cuando yo tenía siete años y pudo con él. Nupi consigue intimidar bastante a mi padre.