– No sólo a él -dije riendo.
– Ahora toda la aldea contribuye a mi educación. Los ancianos lo decretaron. Piensan que es un honor que una aldeana estudie con monjas cristianas. Y si me permites que te diga una cosa, también creen que podría hacerles ganar méritos a ojos de los gobernantes portugueses. Y conseguir un trato más indulgente, de paso.
– ¿Qué harás cuando acabes los estudios?
– Quiero trabajar en el Royal Hospital. Y cuando haya aprendido lo suficiente, volveré a Benali.
– Creo que sería una lástima que te hicieras monja.
Ella miró hacia otro lado, sin saber qué contestar, y luego se sacudió la arena de las piernas con un gesto enérgico y se levantó.
– Permíteme que te diga que debo volver ya -dijo.
Intenté cogerle la mano, pero negó con la cabeza y salió corriendo.
Esa noche, Nupi, Sofía y yo llevamos nuestros lechos de yute al patio para dormir bajo las estrellas como el resto del pueblo. Durante un rato estuvimos escuchando el ir y venir del océano sin decir nada. Luego nuestra vieja cocinera nos contó que, cuando tenía diecinueve años, su marido y su hijo murieron de disentería a causa del agua envenenada del pozo. Enterraron a nueve adultos y doce niños ese verano. Ekath, su hijo, sólo tenía tres años y cuatro meses. Dos semanas después del funeral, salió del pueblo de madrugada. Cuando atravesó el límite marcado por las últimas higueras sagradas, sintió como si el mismísimo mundo -el viento marino y las últimas estrellas de la noche, incluso las hojas bajo sus pies- hubieran escogido su camino.
– Yo estaba viva y aquellos a los que amaba habían muerto. Fue algo terrible. No podía entender cómo, ni por qué. Pero sabía que era culpa mía. Me aparté del mundo durante veinte años, hasta que vuestra madre y vuestro padre me encontraron.
– ¿Te encontraron?
– Yo vivía en un templo de Ponda. Sólo tenía un cuenco de arroz, nada más. Vuestros padres me acogieron pese a que yo insistí en que no valía la pena. ¿Sabéis?, vuestra madre no aceptaba un no como respuesta.
Nupi estaba sentada con las manos sobre el pecho.
– No sé cómo, pero comprendió la oscuridad que llevaba aquí dentro.
Los padres de Tejal debieron interrogarla acerca de la conversación que tuvimos, porque a la mañana siguiente todo el mundo se refería a nosotros como los ahijados de Nupi. Todos nos trataban con mucho afecto, excepto el anciano que había visto nada más llegar a Benali. Justo después del desayuno, me vio salir de la cabaña de Ajira y frunció el ceño como si le hubiera robado un tesoro. Cuando pregunté por él, Nupi simplemente me dijo que el tipo se sentía engañado por el mundo por razones que estaban guardadas bajo llave en el pasado. Estúpidamente me burlé de su piel agrietada como el cuero para dejarlo de lado, pero Nupi me replicó severamente:
– ¡No sabes dónde ha estado su corazón, o sea, que déjalo tranquilo!
Quería pedirle perdón a Tejal por haber insistido tanto la noche anterior, pero ya estaba trabajando en los campos de arroz, casi un kilómetro más al este, con su hermana menor. No pude ir a verla porque Nupi nos hizo prometer a Sofía y a mí que la ayudaríamos a pintar las cabezas de yeso de Ganesha que se utilizarían durante la noche final de los festejos.
Los aldeanos escondían esos enormes retratos huecos en varias casas distintas por si aparecía algún cura católico o un oficial portugués para efectuar una inspección. Las orejas, el tronco y la cara encajaban perfectamente gracias a unas clavijas, y dos ancianos -unos gemelos que se llamaban Darpak y Harmut- eran capaces de montarlos en el ahumadero en cuestión de minutos. Los dos ancianos apestaban tanto a feni que Sofía y yo nos tapábamos la nariz a sus espaldas, lo que -cuando nos descubrieron- sólo consiguió que estallaran en carcajadas. Tenían el pelo blanco, largo y reluciente como cristales de sal, como bañado en aceite de coco, y sus huesudas mejillas les daban un aspecto tan parecido entre sí que parecían salidos de un mito antiguo. A pesar de su lamentable estado, utilizaban sus pinceles de pelo de cabra con una rapidez asombrosa. Siguiendo sus instrucciones, dimos una capa azul a la cara más grande de Ganesha y un tono marrón más realista a los otros dos. A los tres les habían pintado seductores labios del color del vino y ojos dorados perfilados en negro. Finalmente acabamos casi al anochecer, momento en el que los dos viejos artistas me pusieron la cabeza más grande a mí y la mediana a Sofía, apoyadas sobre los hombros y atadas alrededor del pecho para que no se movieran de un lado a otro. Cuando les dijimos que los agujeros de los ojos estaban bien colocados y que podíamos ver a través de ellos sin dificultad, Harmut nos echó por encima unas capas para ocultar las cuerdas que llevábamos atadas al pecho, y luego nos ataron las capas a la cintura con unas fajas negras. Darpak nos trajo un viejo espejo oxidado. Descubrí que me encantaba ser un elefante.
Harmut salió un momento y volvió con un chico esbelto, con ojos de liebre, llamado Arjuna, que no tardó en ponerse la cabeza más pequeña. En pocos segundos, se había convertido en un bebé elefante con unas orejas grandes como bandejas que le daban un aire cómico. Me di cuenta de lo que debería haber sido obvio: que estábamos representando a Ganesha con diferentes edades.
Los hombres nos hicieron cogernos de la mano -con Arjuna en el centro- y caminar por la sala para comprobar que se mantenían en equilibrio. La sensación era cavernosa dentro de la cabeza del dios, y los sonidos llegaban bastante apagados. El pobre Arjuna se echó a llorar y, después de quitarle la cabeza, Sofía lo animó diciéndole que, si hacía de elefante tan bien como supiese, Ganesha quizá lo dejaría volver como el mayor elefante de toda la India.
Entonces nos dimos cuenta de que los aldeanos nos habían engatusado.
– Mañana -dijo Darpak levantando un dedo-, si no os importa, os pondréis los disfraces cuando acabemos de comer. Sé lo que estáis pensando, pero no debéis tener miedo: os traeremos collares y guirnaldas de flores para que vayáis ataviados como corresponde. Luego, tan pronto como os hagamos la señal, saldréis del ahumadero hacia el banquete, donde la gente bailará para vosotros. Sólo tenéis que seguirnos. ¡Será maravilloso, magnífico!
– ¡Y nos traeréis grandes dones de los dioses! -exclamó Harmut.
– ¿Qué estáis diciendo? -preguntó Sofía.
– Los ahijados de Nupi harán de Ganesha -respondió Darpak, dando saltitos de alegría-. ¡Seréis el mismísimo Dios de la Sabiduría!
En cuanto pudimos escabullimos sin ofender a los dos ancianos, Sofía y yo corrimos a buscar a nuestra cocinera, que estaba peinando a una niña desnuda en nuestro patio.
– No ha sido idea mía -dijo en cuanto nos vio. Levantó las manos y se encogió de hombros-. Los ancianos decidieron concederos el honor de representar a Ganesha.
– Pero podríamos estropearlo todo -protestó airada Sofía.
– Representar al dios no es difícil. Simplemente debéis agradecer lo que los aldeanos digan y hagan. Y contarles que el año será fantástico. Por cierto, ésta es Matri -dijo Nupi con la clara intención de cambiar de tema-. Es la nieta de mi prima Radrani.
– Creo que no es una buena idea -dije yo-. A papá no le gustará que seamos ídolos. Es un pecado para el judaísmo.
– ¡No seréis ídolos! Nadie creerá que seáis realmente Ganesha. Sólo lo seréis en Benali. Y sólo esta vez. -Acarició con las manos el pelo de Matri para que se diera la vuelta-. ¿De verdad mis niños portugueses creen que los hindúes somos tan estúpidos?
Sin saber qué quería la anciana, Matri se limitó a reír y a babear.
– Por supuesto que no -respondí yo-. Pero puede que incluso nos recen.