– ¡Pero no a vosotros, sino a lo que representáis! ¡Y representaréis a Dios! ¿Acaso escuchaste alguna de las historias que te contaba cuando eras pequeño? -Nupi dio una palmada, lo que significaba que se le estaba acabando la paciencia-. Además -dijo, guiñando un ojo-, hay una menina que quedará muy impresionada.
Aún no estaba seguro de que fuera lo correcto, pero después de oír eso acallé las continuas objeciones de mi hermana, con lo que me gané una buena colleja.
Poco rato después, Sofía y yo fuimos a dar un largo paseo por unas colinas achaparradas que estaban hacia el sureste, donde encontramos unas ruinas calcinadas de dos templos hindúes que habían sido reducidos a cenizas por los portugueses unos años atrás. Una talla de madera del dios mono Hanuman sobresalía de la corteza blanca y cristalina de una laguna salada que había cerca de allí; con la cola agarraba una papaya aún pintada de amarillo brillante. Una vez limpia, mi hermana dijo que la quería. Montó tal alboroto cuando me vio dudar que creí que íbamos a pelearnos, pero finalmente acabé dándosela.
Cuando volvimos a la aldea, Tejal y su hermana menor, Idika, se estaban bañando en el océano con el agua hasta las caderas, refrescándose tras una mañana de trabajo. No estaba seguro de poder acercarme a ellas sin que se me notara el entusiasmo, pero Sofía entonces ya había comprendido qué tenía yo en la cabeza y me arrastró hacia allí.
– ¡No vas a perder esta oportunidad! -me dijo.
Forcejeé con ella, pero cuando me echó arena por encima, la perseguí hasta el agua. Idika se acercó para hablar con nosotros, pero Tejal no. Cuando me atreví a acercarme a ella, se apartó como si tuviera miedo incluso de respirar. Le dije que esperaba no haberle creado problemas. Ella hizo un gesto con la cabeza para aceptar mis disculpas e inmediatamente volvió al pueblo, completamente mojada. Incluso el sol parecía que la seguía hacia las cabañas.
Por la tarde, vi que Tejal volvía a estar leyendo en el tocón de palmera, pero me prometí que esa vez esperaría a que me invitara a acercarme. Ella sabía que yo estaba allí, pero no levantó la mirada. Un rato después, empezó a juguetear con las cuentas de su collar de ámbar. Parecía al borde del llanto. Me escondí tras una higuera sagrada hasta que volvió a toda prisa a su casa.
Esa noche, durante el banquete, Sofía le ofreció su sitio a Tejal, pero a la chica no le estaba permitido separarse de sus padres. Comí con disgusto, enfadado con todo el mundo, y durante los festejos posteriores me negué a cantar una nana que describía una historia en la que Rama liberaba a Sita del rey de los demonios. Nupi me la había enseñado cuando yo era muy pequeño y todo el mundo pidió a gritos que la cantara para poder escucharla. Ajira vendría más tarde a contarme en voz baja que, aunque ésa no había sido mi intención, había insultado a Nupi ante sus familiares y amigos. Avergonzado, salí corriendo hacia la arena, preguntándome de forma tan desesperada como adolescente por qué -pese a mis buenas intenciones- todo me salía mal.
Por la mañana le pedí perdón a Nupi. Me dijo que lo comprendía.
– Ten cuidado, Ti -fue lo único que añadió, y por la mirada que me lanzó me di cuenta de que quería convencerme de que dejara de perseguir a Tejal.
Tres pescadores desaliñados de enormes manazas me llamaron mientras desayunábamos. Me dijeron que haríamos algo especial, y pronto descubriría que se trataba básicamente de sentarnos en cuclillas bajo un palmeral para observar a los peces dentro del agua mientras media docena de sus colegas permanecían sentados en dos barcas a unos quince metros de la orilla, con las redes bien agarradas. Parecía una excusa que hubiesen buscado los hombres para interrogarme sobre mi familia, hasta que uno de ellos se puso de pie de un salto y empezó a chillar. Me dijo que hiciera sonar el gong de latón que habían colgado en el tronco de una palmera.
A mi señal, los hombres que estaban en las barcas empezaron a remar rápidamente hasta el punto que mis colegas les indicaron a gritos y, una vez allí, lanzaron las redes. Un hombre se encargó de juntar las dos barcas. Salimos corriendo hacia la playa para unirnos a ese chapoteo frenético, y también vinieron hombres y chicos de la aldea para ayudarnos a recoger las pesadas redes, repletas de peces plateados y negros, de más o menos un palmo, que no paraban de saltar.
Yo estaba entusiasmado, la captura me cogió por sorpresa, y cuando me di la vuelta para mirar hacia la aldea vi que Sofía y otras chicas y mujeres nos observaban con orgullo. Entre ellas, casi escondida por detrás, estaba Tejal. Era la única que no sonreía ni hablaba. Parecía una sombra de las demás.
«Lo estropeé todo cuando dije que era judío», pensé.
– ¿Estará bien? -le preguntó Sofía a Arjuna.
Estábamos los tres juntos en el ahumadero.
– ¿Qué? -respondió con un grito ahogado.
– Juna, ¿me ves? -preguntó su madre, nerviosa, mientras sostenía la lámpara de aceite.
Él asintió con la cabeza de elefante puesta y se agarró con sus manos diminutas a los lóbulos de las orejas, rematados en oro.
– Me pica la nariz -dijo. Cuando empezó a rascarse la trompa de Ganesha, nos hizo reír a todos.
Apestábamos a aceite de coco. Harmut había untado con él las cabezas y el aire olía a pescado a la parrilla. Entonces yo ya llevaba una corona de papel maché, pintada de color púrpura y oro, y decorada con perlas. En el cuello llevábamos collares de hibisco blanco y de caléndulas del color del fuego. El pequeño Arjuna tenía una espada en una mano y un báculo en la otra.
Sofía y yo llevábamos más de setenta guirnaldas de flores en los brazos. Debíamos entregárselas a cada uno de los habitantes de la aldea, incluso a los bebés.
El ocaso fue dorado y rojizo, y el mar estaba extraordinariamente calmado, como un espejo. Arjuna fue el primero en salir, de la mano de Darpak, luego salió Sofía y finalmente yo. No olvidaré jamás los gritos de asombro de los aldeanos, ni sus ojos, radiantes de felicidad; tres mil años de historia y mitos se habían hecho realidad para ellos. Nos miraban y se llevaban las manos a la boca, como si estuviéramos hechos de rubíes que brillaran con la misma profundidad que sus sueños más secretos.
Se hizo el silencio en el banquete. Yo estaba nervioso, pero decidido a hacerlo bien para compensar a Nupi. Los aldeanos se tocaban la frente como signo de respeto hacia nosotros cuando pasábamos frente a ellos. Cuando empezaron los tambores, comenzaron a bailar delante de nosotros, liderados por un chico y una chica que brincaban y hacían cabriolas mientras imitaban a animales feroces.
Darpak llevó a Arjuna hasta el centro de la celebración, lo hizo subir sobre sus espaldas y empezó a balancearse al ritmo de la música. Era un dios joven sostenido por un venerable anciano… No sabría decir por qué, pero esa imagen simbolizaba el festival para mí: simbolizaba el paso del tiempo y cómo envejecemos, y la necesidad de que Dios trabaje a través de nosotros. Después de todo, si no lo sostenemos nosotros a Él, ¿quién lo hará?
Habían sacado de su escondite, en la parte trasera del ahumadero, una escultura del tamaño de un hombre de Ganesha dentro de la Rueda de la Vida -los aldeanos la habían rescatado de un templo cercano que los portugueses habían destruido- y la habían puesto en la arena, junto al océano. Nosotros nos pusimos al lado y los aldeanos acudieron de uno en uno -madres con bebés, hermanos y hermanas, viudos y viudas- y cuando les decíamos que tendrían un año glorioso se arrodillaban ante nosotros para que alguno de los tres les pusiera una guirnalda de flores alrededor del cuello. ¡Qué afortunados fuimos Sofía y yo de poder coronarlos con la felicidad!
Una anciana enferma, a la que su hijo tuvo que llevar en brazos, me pidió que la bendijera. Lo hice y me devolvió una sonrisa desdentada y gloriosa, y me besó la trompa.
Cuando fue Nupi la que se nos acercó, le cogí las manos y le di las gracias.