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– Por favor, no nos dejes tan pronto -dijo la tía María, sin duda, sintiendo que era una oportunidad de hacer daño realmente-. ¿O sea, que es cierto que sabes leer?

Mi tía sonrió con falsa benevolencia.

– Por supuesto que sabe leer -la corté-. Ya te he dicho que está en la escuela del convento.

– Es… es cierto, señora Zarco -dijo Tejal con un susurro vergonzoso. Temía alzar la mirada, como si el alfabetismo fuera un crimen para una chica india.

– Deberías estar muy orgullosa de ti misma -le dijo el tío Isaac.

– Soy la primera chica de mi pueblo que puede ir a la escuela -dijo con tono de disculpa.

– ¡La primera!… Qué bien ¿no? -exclamó mi tía; me miró como si hubiese ganado una apuesta entre nosotros dos.

– ¿Qué libro llevas ahí, Tejal? -preguntó mi tío, intentando cambiar de tema.

– El Nuevo Testamento -respondió nerviosa. Probablemente pensó que mi tía la acusaría de haberlo robado, porque añadió-: Una de mis maestras fue tan amable de regalármelo.

– ¿Naciste cristiana? -preguntó mi tía-. ¿O te obligaron a creer en todos esos animales cuando eras pequeña?

– ¿Qué animales, señora Zarco? -Tejal se estaba mordiendo el labio otra vez.

– Ese animal horrible con cabeza de elefante, por ejemplo.

– Ghanesa -gruñí yo-. ¿Ni siquiera sabes eso? ¿Cuánto tiempo llevas en la India?

– ¿Quién quiere probar el ponche de anacardos? -preguntó tío Isaac antes de que mi tía pudiera replicarme-. Lo he hecho yo mismo, Tejal. Creo que está bien, pero me gustaría saber tu opinión. Podéis llevároslo al jardín, si queréis. Voy a buscarlo a la cocina. ¿Vienes conmigo, María?

– No, creo que me quedaré aquí.

– Como quieras -dijo, y le lanzó una advertencia con la mirada antes de marcharse.

– Tiago, el nombre de un elefante en la India apenas tiene importancia para el verdadero Dios -proclamó mi tía con voz condescendiente.

Mi tío se paró en la puerta y le lanzó una mirada de desaprobación, pero ella hizo un gesto altivo, primero dirigido a él, luego a Tejal y a mí, como si nos hubiera obsequiado a todos con su sabiduría.

– Estoy segura de que tiene razón, Senhora Zarco -dijo Tejal con una pequeña reverencia-. Aún me quedan muchas cosas por aprender.

– Tan sólo pienso que debe ser muy confuso tener todos esos centenares de dioses y diosas. Dime, ¿cómo podéis rezar ante la estatua de un mono sin reíros?

– ¡María! -Tío Isaac reaccionó inmediatamente. Se acercó a ella e intentó abrazarla por la cintura, pero ella le apartó las manos.

– Un momento -dijo.

Tejal tenía los ojos húmedos y los labios tan apretados como si no tuviera que volver a abrirlos jamás.

Desesperado, le dije a mi tía que los hindúes adoraban a Hanuman porque simbolizaba todo lo lúdico de este mundo, todo lo impredecible.

Ella negó con la cabeza.

– Todo eso es basura filosófica que debes haber aprendido de tu padre. ¡Ni siquiera los hindúes escolarizados creen en ello!

– Sea lo que sea lo que crean, por lo menos no van obligando a la gente a convertirse, como hacen vuestros curas católicos.

– Eso es… ¡eso es blasfemia, Tiago Zarco!

– ¡Callaos los dos de una vez, por al amor de Dios! -gritó tío Isaac-. María, tú y yo nos vamos ahora mismo al salón y dejamos que Tiago y Tejal puedan estar solos un rato-. Puso una mano en la espalda de su mujer y la empujó hacia delante.

– Me gustaría hablar contigo sobre el cristianismo, cariño -amenazó mi tía volviéndose hacia nosotros.

– No habrá tiempo -dije controlando mi ira.

– Siempre hay tiempo para Dios -me dijo como si me hubiera vencido.

Cuando vi esa sonrisa de autosatisfacción, fue como si se hubiera quitado una máscara, y me sorprendió que todo eso no tuviera nada que ver con la religión. Daba rienda suelta a su furia porque Tejal era joven y guapa, y porque yo estaba enamorado de ella. ¿Era posible que mi tía hubiese sentido jamás afecto verdadero por alguien? ¿Incluso por el tío Isaac? ¿Me había equivocado incluso respecto a su devoción por Wadi?

Me di cuenta de que se debía a su vida estéril.

Mientras mis tíos se alejaban, comprendí que saber eso me daba un cierto poder.

– Tía María, deberías tener más cuidado con lo que dices -le dije mientras se marchaba-. Podría ser que supiese más sobre tus motivos de lo que tú crees.

Se volvió de repente:

– Tiago, ¿me estás amenazando?

– Creo que sí.

– Tiago -intervino mi tío severamente-, te agradecería que te ocuparas de que Tejal se sienta cómoda. No estás siendo un buen anfitrión.

Mientras él sacaba a su esposa de la habitación, yo acompañé a Tejal a través de la casa hasta llegar a los peldaños que nos permitieron salir a la parte trasera del jardín.

– Te sentirás mejor fuera -le dije. Estaba pálida, me di cuenta de que estaba a punto de llorar, pero también vi que su orgullo no se lo permitía.

«Necesita toda su fuerza para vencerlos», pensé, y cuando me refería a ellos quería decir a todos los que querían pisotearla.

Nos sentamos juntos en un banco de madera bajo un tamarindo que había en el centro del jardín. Le cogí las manos para calentárselas y le expliqué que mi tía simplemente estaba celosa. Me disculpé por la riña, pero sentí que había sido un triunfo poner en evidencia a mi tía. Sabía que nunca más intentaría ganarse mi aprobación o mi afecto.

– Nunca debería haber venido -dijo Tejal con tristeza.

Mientras me preguntaba cómo podría revertir esa derrota, oí unos golpecitos por encima de nosotros. Papá estaba asomado a la ventana y, mediante gestos, nos animaba a subir. En mi cabeza, me parecía oírle diciéndome: «Confía en tu viejo padre», pero si algo me faltaba entonces precisamente era confianza, ya que él siempre había querido que me casara con una chica judía.

– Papá quiere conocerte -dije, intentando parecer animado.

Tejal sonrió y apretó las manos para reunir la determinación necesaria.

– Por favor, que no sea antes de que tenga la oportunidad de sentirme yo misma otra vez -me dijo.

Le ofrecí una taza del ponche que tío Isaac había preparado, pero dijo que lo único que necesitaba era sentarse tranquila unos minutos.

– A veces me ocurre- añadió.

– ¿Qué te ocurre?

– Te sonará muy raro.

– No, te lo prometo.

– La vida me parece irreal en momentos como éste…, como si estuviera a punto de despertarme y no fuera una chica, ni estuviera en la India…, que no fuera nada de lo que soy.

Antes de que pudiera responder, cerró los ojos. Sentí como si todo girara lentamente a mi alrededor. «Todo se está deteniendo -pensé-. Pronto yo también me daré cuenta de que ya no soy quien pensaba que era.»

Me atreví a acariciarle una mejilla. «Al menos demuéstrale a esta chica que no quieres hacerle daño», pensé.

Seguía con los ojos cerrados.

– No le encontrarás sentido -susurré-, pero cuando estamos juntos recuerdo lo suave que era la piel de mi madre. Los años que hemos pasado separados, desaparecen de repente. Tú consigues que sienta eso, que nadie más ha conseguido.

Ella apretó mi mano, pero sin llegar a abrir los ojos.

Qué fácil era para mí creer en ese momento que seríamos capaces de superar cualquier obstáculo que se nos presentara, pero quizás así es como debe ser para un joven que apenas está descubriendo lo que es el amor. Cuando pudo volver a hablar, estuvimos conversando acerca de mi madre, y de cómo en ocasiones descubría a mi padre dibujándola de memoria a primera hora de la mañana. Le conté a Tejal lo mucho que me gustaba que siempre me permitiera ver cómo dibujaba. Era mi modo de saber que confiaba en mí.

Volví a preguntarle si le apetecía subir para conocer a mi padre.