– Sí, creo que será lo mejor -dijo Tejal.
Nos levantamos y le dije en konkaní:
– Quiero que sepas que no sería capaz de traicionarte por nada ni por nadie.
Le había explicado mis dificultades con Wadi y esperaba que comprendiera que para mí eso era aún más importante que las numerosas declaraciones de amor que yo mismo le había escrito.
Papá dormía en la biblioteca de su hermano cuando estábamos en Goa, y Tejal se quedó sin aliento cuando vio los cientos de volúmenes que contenían esos estantes.
– Es bonito vivir dentro de una jungla de libros, ¿verdad? -dijo mi padre con una sonrisa de bienvenida.
– Creo que podría pasarme muchos años aquí, Senhor Zarco.
Esa respuesta le gustó a mi padre. La besó en las dos mejillas y, por el modo en el que se mantuvo muy erguido a continuación, noté que Tejal era de su agrado.
Tomó dos sillas del escritorio del tío Isaac, nos pidió que nos sentáramos y se echó el pelo hacia atrás con las manos. Se lo veía nervioso. Había olvidado que mi padre no era muy distinto del resto de los hombres y que, por tanto, querría dar una buena impresión ante una chica guapa.
Tejal y yo nos sentamos frente a él, los dos temiendo, sin duda, su veredicto. Éramos tres viajeros que partíamos hacia una nueva tierra. A veces desearía que hubiésemos cerrado los ojos en ese momento y hubiésemos dado gracias por todo lo que estábamos dejando atrás.
Papá le hizo varias preguntas sobre la escuela, pero Tejal se limitó a responder de forma sucinta. Más tarde ella me contaría que el corazón le latía tan fuerte que incluso había sido capaz de oír sus latidos.
Al ver que de ese modo no conseguía nada, y deseoso de ganarse su confianza, papá le regaló un manuscrito de vitela con dos cuentos tradicionales judíos que había traducido del hebreo al portugués para ella. Contaban las malvadas conspiraciones de Lilit y Asmodeo, la reina y el rey de los demonios judíos, ya que yo le había dicho a mi padre que ése era el tipo de historias que le encantaban a Tejal.
Yo no tenía ni idea de lo mucho que se había preparado para ese encuentro hasta que ella abrió los manuscritos y pudimos contemplar las magníficas ilustraciones que había hecho para ella con brillantes colores azules, rosas y naranjas. Recuerdo especialmente una imagen de Lilit volando por encima de Jerusalén, con el pelo en llamas y escupiendo sangre por la boca, y un Asmodeo con alas de halcón y los ojos amarillos en lo alto de una montaña de calaveras en la Gehena, el infierno judío, a punto de lanzar la cabeza de Goliat dentro de un océano en ebullición.
Tejal se quedó mirando fijamente las imágenes con ojos embelesados y una mano sobre el corazón, la manera con la que las chicas indias suelen demostrar una profunda emoción.
– ¿Las… las ha hecho para mí, Senhor Zarco? -tartamudeó.
– Sí. Estas dos historias eran mis preferidas cuando era pequeño. Lilit conseguía que me mantuviese despierto durante toda la noche. Mi madre tuvo que colgarme un talismán alrededor del cuello para protegerme de ella…
Cuando le dije lo mucho que me había emocionado su gesto, levantó la mano hacia mí y me dijo que no era nada. Tomó un libro delgado y me lo dio a mí.
– Éste es para los dos -dijo.
Era una historia de aventuras española, el Lazarillo de Tormes. Le mostré el título a Tejal.
– Es más interesante de lo que pueda parecer al principio -dijo papá. Se encorvó y miró a su alrededor con aire conspirativo para darle cierto efecto cómico-. No le digáis a la tía María ni a tío Isaac que os lo he dado. -Se rodeó el cuello con las manos como si se estrangulara a sí mismo-. Eso sólo me traería problemas.
– Debo admitir que está bien compartir secretos con gente joven -continuó, como si hubiera sembrado el mal en el mundo. Luego se dio la vuelta hacia la ventana y nos llamó mientras señalaba el tamarindo. No lo había visto tan vital en muchos años.
– Fue Ti quien plantó ese mastodonte cuando era pequeño -le dijo a Tejal-. Medía menos de un palmo y no tenía más que cuatro hojas destartaladas.
– Papá, por favor -pensaba que iba a avergonzarme contando historias de mi infancia.
– Cállate -dijo mientras me daba unos golpecitos en la cabeza con el puño-. Yo no quería que lo plantaras. Eso no lo sabías, ¿verdad?
– No.
– ¿Lo ves?, cree saberlo todo, pero no es así -le dijo a Tejal triunfalmente, y sus ojos radiantes dejaban tan claro que se sentía orgulloso de mí que ella se rió con él.
– Pero ¿por qué no querías que lo plantara? -pregunté.
– Yo estaba disgustado por la muerte de tu madre y furioso con la tía María porque me dijo que Dios tenía sus razones para llevársela. No quería que nada creciera aquí, quería mi venganza.
No entendí el sentido de esa historia hasta que añadió:
– Pero tenías razón al plantarlo, tantos años después ese tamarindo es precioso. Ti, lo que quiero decir a mi manera, tan extraña, es que a veces sabes mejor que yo lo que hay que hacer.
Con la mano derecha sobre la cabeza de Tejal, susurró una bendición judía.
Yo estaba muy contento, por supuesto, pero aún no podía imaginar cómo iba a permitir que me casara con una chica no judía. Quizá fue capaz de ver esa pregunta no formulada en mi rostro, porque cuando me fui me dijo:
– Hay algunos trucos que aún no has aprendido, hijo. Pero ten fe en tu anciano padre, de momento.
Tejal y yo volvimos al jardín y empezamos a leer el Lazarillo de Tormes tan pronto como papá se marchó. Ella no sabía suficiente español para leerlo ella misma, por lo que yo se lo traducía en voz alta al konkaní. Cuando vi sus ojos llenos de entusiasmo, volví a sentirme como los viajeros que se embarcaban juntos en un viaje, pero esta vez se añadía la sensación de que ella dependía de mí. ¡Cuánto deseaba que me necesitara!
Esa cálida tarde bajo el tamarindo, mientras Lázaro -el protagonista de la historia- contaba sus aventuras como sirviente de moral dudosa de un ciego y de un hidalgo arruinado, pareció como si hubiera estado escrito que siempre nos acompañaría en nuestras exploraciones amorosas. Cuando llegó el momento de acompañarla de vuelta al convento, Tejal me pidió que le guardara el libro, junto con el de cuentos tradicionales, ya que las monjas se los confiscarían si se los encontraban. Antes de marcharme de la casa de mis tíos ese día, nos besamos como nunca lo habíamos hecho, como si intentásemos entrar el uno en el otro, y en la oscuridad que había detrás de mis ojos me encontré en algún lugar que sólo había visto fugazmente en mis sueños más increíbles.
La intimidad creciente de nuestra correspondencia sirvió para que Tejal y yo nos sintiéramos aún más seguros la próxima vez que nos vimos en casa de mis tíos, por lo que entonces nos cogíamos de la mano incluso delante de mi padre, aunque la primera vez que esto sucedió por poco me desmayo.
– Nunca debes avergonzarte delante de mí -me diría más tarde-. Sé que no lo he hecho tan mal como padre cuando veo que puedes dar tanto amor.
Papá no tardó en empezar a hacer payasadas para ella en la mesa mientras cenábamos en casa de mis tíos, empezando por imitarme en el mercado y finalizando con su historia favorita, la de la rana en su zapatilla. Cuando pienso en esos días en que estábamos todos juntos, en mis sueños entusiastas y nuestras miradas secretas, parece como si todo ello estuviera enmarcado por ese humor espontáneo, aunque la manera de ser de mi padre fuera una especie de metáfora de todo lo que era posible para mí. Sin embargo, también me doy cuenta de lo que entonces no pude ni siquiera sospechar: que no comprendía realmente quién era Tejal y qué necesitaba. Sólo creía comprenderlo a causa de mi impaciencia. Confundí impaciencia con certeza y probablemente ella también. Quizá tuvo que ser así, al fin y al cabo ella tenía sólo quince años y yo dieciocho. Nos estábamos aventurando a partir de nuestro propio misterio, tan bien como podíamos, pero a tientas.