– Papá, por favor, haz algo -supliqué-. Te estás comportando como un tirano.
Estuvo mareando la perdiz un rato con una mueca de desdén en el rostro.
– Estoy cansado de que me mintáis. Vosotros, las tres personas que más quiero en el mundo. ¿Es que no veis la falta de respeto que eso supone? ¿Y cómo puede envenenar eso todo lo bueno que tiene nuestra familia?
– No pretendíamos mentirte -protesté-. Simplemente ocurrió.
– Nada ocurre porque sí. ¿Has escuchado algo de lo que te he explicado sobre cómo actúa Dios en nuestras vidas? Ti, sal de aquí. ¡Sal de aquí, ahora! Quiero hablar con tu hermana y con Nupi.
– No -respondí. Sentí que mi futuro como hombre cambiaba en ese preciso instante.
– ¿Qué has dicho?
– Puede que haya hecho cosas malas, y puede que haya actuado sin pensar, pero no me iré hasta que ayudes a Nupi a levantarse y le pidas perdón.
Papá se inclinó hacia mí con aire amenazador.
– Harás lo que yo te diga. Ésta aún es mi casa.
– No lo haré -respondí desafiante-. Nupi no hizo nada malo. Nos protegió a Sofía y a mí, como siempre ha hecho. Sofía y yo aceptamos las ofrendas como ídolos y puedes castigarnos por ello, si quieres. Pero no tienes derecho a tratar de forma tan cruel a Nupi. Ella es hindú. Cree en Ganesha, igual que los aldeanos. Los hicimos felices. ¿Qué hay de malo en hacer feliz a la gente? -dije eso gritando, llevado por la desesperación, consciente de que estaba luchando por Tejal y por el amor que sentía por ella, ya que ella también era hindú-. Le estás faltando el respeto a los dioses de Nupi y a todo lo que representan. Eso no puede estar en la Torá.
En el rostro de pánico de papá pude leer que había ido demasiado lejos.
– ¡Fuera de mi casa! -su voz parecía rasgar el aire que había entre nosotros-. ¡Y no te atrevas a volver hasta que estés preparado para disculparte!
– Nací aquí, también es mi casa -dije-. Y siempre lo será.
Me volví de golpe y salí de la habitación. Sofía vino corriendo detrás de mí.
– No te vayas -me imploró mi hermana-. No lo dice de veras, Ti, pero no le has dado otra opción. Debes volver y decirle que lo sientes.
– Decir eso significaría decir otra mentira. Y se han acabado las mentiras para siempre.
No hizo falta añadir «incluso para ti y para Wadi»; me di cuenta por su gesto sombrío de que había entendido mi mensaje.
Podíamos oír a Nupi que se lamentaba dentro. Parecía una prueba de lo impotentes y débiles que éramos.
– No puedo más -dijo Sofía tirándose del pelo-, haría lo que fuera para que parase. No sé cómo lo soporta papá.
– ¿Tuviste que contárselo todo a Wadi? -pregunté.
– Ti, no pensaba que pudiera suceder nada malo. Todo ha sido sólo un accidente.
«No, él quería causarme problemas y puede que tú también», pensé.
La única conclusión a la que pude llegar mientras avanzaba a trompicones entre los campos de arroz que estaban alrededor de la casa -maldiciendo el barro, el olor a podrido y todo lo demás-, fue que mi amistad con Wadi había quedado partida en dos. Era nuestro final.
No se me había ocurrido jamás que se pudiese amar y odiar a una misma persona al mismo tiempo y me di cuenta de lo que nunca quise reconocer: que mi fe en mi primo siempre había sido más importante que el afecto que sentía por él, precisamente porque era algo mucho más frágil.
Papá se negó a mirarme cuando pasé por delante de la puerta de su biblioteca dos horas más tarde y cenó solo en su habitación. Nupi estaba sentada en la cocina, encorvada sobre la mesa con los ojos hundidos, arrancándose los pelos de la barbilla con los dedos. Esa noche llenó un saco de harina con sus cosas, metió sus cucharones preferidos como si fueran dagas con las que apuñalaba todos sus pesares. En su mirada ausente pude ver que sus pensamientos estaban con su marido y su hijo muertos. Dijo que se marcharía con la primera luz del día y que volvería a su aldea, pero Sofía y yo vaciamos el saco y le dijimos que no dejaríamos que se marchase jamás. La acompañamos a la cama y nos sentamos con ella mientras lloraba; pasamos casi toda la noche a su lado. A la luz de una sola vela, mi hermana me miró afectuosamente por primera vez en varias semanas y al menos me sentí afortunado por eso.
Ninguno de nosotros durmió mucho esa noche. Papá tenía profundas bolsas de tristeza bajo los ojos por la mañana. Yo aún creía que debería haber sido quien pusiera paz, pero la gravedad de la pena que llevaba dentro me acercaba cada vez más a una disculpa.
Nupi no desayunó con nosotros y se quedó sola en la cocina. Nadie habló hasta que me decidí a hacerlo yo.
– Papá, siento haberte ofendido, pero no volveré a mentirte, por lo que no puedo decir que me arrepienta de lo que te dije. Pero no quería herirte. No creo haberlo querido jamás. Creo que eso debería ser suficiente.
Cuando bajó la mirada, considerando lo que debía hacer, Sofía se echó a llorar y lo abrazó como si estuviera a punto de partir. Su desesperación hizo añicos el ambiente desquiciado que había entre nosotros. Papá la besó.
– ¿No os dais cuenta? -nos dijo papá con desesperación-, me preocupo por vosotros dos constantemente. No os podéis imaginar las pesadillas que tuve en Bijapur. Escuchadme bien…, debéis ir con mucho cuidado cuando yo no estoy. Tenéis que pensar bien las cosas. Nupi también. Tengo que exigírselo, por cruel que os parezca. Es mi responsabilidad, soy vuestro padre. Se lo debo a vuestra madre, como mínimo.
Más tarde esa misma mañana, papá fue a buscar a Nupi al jardín de albahaca y le preguntó si podía desherbarlo con ella. Mientras estaban los dos en cuclillas, se explicó con calma, y pronto estuvieron hablando de lo que habría para cenar. Cuando empezó a hacer el payaso para ella, Nupi estaba tan exhausta y aliviada que se puso a reír alocadamente con las manos sobre los ojos como una chiquilla.
En la siguiente visita de Wadi a nuestra casa, le eché en cara su traición. Sofía y él estaban en el jardín, él le estaba enseñando a coger el arco, con las manos sobre las de ella. Había puesto un muñeco de sombras de una mangosta sobre un palo de hierro como diana.
– ¿Tenías que contarle a tus padres que hicimos de Ganesha en el festival de la aldea? -le pregunté.
– No lo hice -respondió sin ni siquiera mirarme-. Alinéalo con la mangosta -dijo, dirigiéndose a Sofía-. Más alto…, un poco más alto… ¡Eso es!
– Entonces ¿cómo se enteró?
– No estoy seguro. Puede que mi madre oyera a Sofía mientras me lo contaba.
Era obvio que Wadi pensaba que ése no era un tema importante; tensó la cuerda del arco hasta que quedó preparado para disparar la flecha. Mi hermana se lamía los labios ante la expectativa.
– Provocaste mucho dolor en nuestro hogar. Especialmente a Nupi, y eso es difícilmente perdonable -insistí-. Lo menos que podrías hacer es decirnos que lo sientes. Y pedirle perdón a Nupi.
Ping… La flecha describió un arco demasiado bajo y cayó a tres metros de la diana. Sus risas me sentaron como un bofetón en toda la cara. Sofía salió corriendo a buscar la flecha.
– Contéstame -le advertí a Wadi.
– ¿Qué? -levantó las cejas con un gesto teatral, fingiendo no haberme oído.
– Quiero saber por qué lo hiciste.
– Ya te dije que no lo hice.
– Ti, déjalo en paz -dijo Sofía con tono amenazador. Al pasar por mi lado, me apartó de un empujón.
– No me digas lo que debo hacer -respondí.
Ella me miró con el ceño fruncido, pero con cierta condescendencia.