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La ventana de la biblioteca se abrió con un chirrido en ese momento, y papá miró hacia el cielo y enseguida bajó la cabeza como si lo hubiera aplastado el destino. Era en beneficio nuestro, por supuesto, y se convertiría en otro de sus números cómicos en los meses venideros.

– Que Dios me perdone -decía exagerando un temor fingido-, pero a esa chica no puedo negarle nada.

Estaba seguro de que a partir de entonces volvería la calma y la felicidad, pero el acuerdo de papá con Tejal sólo consiguió acrecentar el rencor de Sofía. Una mañana, después de que Tejal ya hubiera vuelto a Goa, mientras me cortaban el pelo en Ramnath, mi hermana se coló en la habitación de papá mientras él se estaba vistiendo y le dijo que no podía más.

Al ver la magnitud de la tragedia en los ojos de su hija, papá se acercó a ella e intentó tocarle la barbilla, pero ella no dejó que la tocara.

– ¿No puedes más con qué? -preguntó mi padre.

Retrocediendo como si su vida dependiera de la distancia, tiesa como un soldado, Sofía dijo:

– Estoy enamorada de Wadi y quiero casarme con él.

Luego le dio la espalda a papá y salió corriendo de la habitación.

Todo eso me lo contaría Nupi más tarde.

Papá la encontró sollozando encima de su cama. Estaba vertiendo varios meses de amarga frustración. Gimió que se sentía como una paria en su propio hogar.

– Sofía, me rompe el corazón verte así -le dijo papá.

– Entonces… ¿puedo casarme con él? -preguntó Sofía llena de esperanza mientras se sentaba y se secaba las lágrimas con el pañuelo de su madre, la cara enrojecida.

– Me alegra que estéis enamorados, pero no voy a mentirte: no creo que Wadi sea el chico adecuado para ti.

– ¿Porque es cristiano?

– Si sólo fuera eso…

– ¿Entonces qué, papá? Por favor, no puede ser nada más. ¡No puede ser!

Papá le dijo que Wadi se parecía demasiado a la tía María para su gusto, y que sabía con toda seguridad que mi primo me había traicionado muchas veces cuando éramos pequeños. Le dijo a Sofía que habría intervenido durante todos esos años, pero que creía que ciertas cosas los niños tenían que resolverlas solos.

– Creo que Wadi es inteligente y apasionado, y que es capaz de ser muy tierno, pero no es de fiar -concluyó-. Vive tras una cortina. Tengo miedo de que al final te haga daño. Y debo admitir otra cosa, también. Siempre he querido que te casaras con un judío, y la tía María no permitiría jamás que Wadi se convirtiera.

Papá se preparó para otro diluvio de lágrimas, pero en lugar de eso el cuerpo de Sofía se tensó y sus ojos se abrieron de par en par, como siempre que estaba a punto de pelearse.

– Papá, ¿Wadi debe seguir siendo amigo de Ti para que podamos casarnos? ¿Se trata de eso?

Papá se sentó en el otro extremo de la cama y se frotó los pies con la esperanza de evitar una disputa que culminara en palabras crueles por ambas partes.

– Por supuesto que no. Yo no he dicho eso. No se trata de Ti.

– También es culpa suya, ¿sabes? Ti siempre quiere las cosas de la gente…, cosas que no pueden darle. O que no deberían darle.

Papá echó la cabeza hacia atrás en un gesto de sorpresa.

– ¿Qué se supone que significa eso?

Sofía relató los cargos que tenía contra mí con esa voz de niña que solía conseguir cualquier concesión de nuestro padre y de mí.

– Siempre ha querido que Wadi fuera diferente de cómo es… y que yo fuera distinta, también. Creo que incluso estuvo enamorado de Wadi. ¡Odia a Wadi porque me eligió a mí en lugar de a él!

Papá se levantó y desvió la mirada hacia lo lejos, como si escuchara dos voces al mismo tiempo: la mía y la de mi hermana, quizá. Poco después, dijo:

– Sofía, ¿crees que no sé cómo es el corazón de mi hijo? Sé lo que sentía por Wadi, y soy mucho más consciente de lo que tú serás jamás de lo que los chicos hacen entre ellos antes de convertirse en hombres. Pero Ti no está enamorado de su primo, ahora. Si es eso lo que crees, te equivocas -fue hacia la puerta-. Te aseguro -añadió con frialdad- que nunca habría esperado de ti que sintieras tanto desprecio por los sentimientos de tu hermano.

Después de contarme todo eso, Nupi tiró de mí para ponerme a su altura y me susurró al oído:

– El cielo abraza a la luna sea cual sea su forma.

Para que no me quedara ninguna duda de lo que había querido decir, me besó en la mejilla y añadió:

– La forma que tú tengas o que hayas tenido no importa.

– ¿Y qué pasa conmigo, papá? -le preguntó Sofía a nuestro padre con un tono de voz que le suplicaba que recapacitase.

– El tiempo dirá lo que Wadi siente realmente por ti -respondió-. Volveremos a hablar de ello dentro de un año. Si aún estás enamorada de él y él de ti, recapacitaré con mucho gusto.

– No me quieres…, ¡nunca me has querido! -gritó Sofía-. No como quieres a Ti.

Ante eso, papá contuvo el terror que siempre había tenido: que no sería capaz de ayudar a su única hija cuando más lo necesitara y que al elegir a su mujer, y no a él, la muerte se había llevado a la persona equivocada.

13

A mi regreso de la audiencia con el Gran Inquisidor, me sentí aliviado al comprobar que Phanishwar ya no estaba en la celda. Lo maldije por traidor, por haber obedecido las órdenes secretas de mis carceleros. El anciano debía haber sido seleccionado sin duda por su talento a la hora de narrar historias y su talante afectuoso. Ambas cosas resultaron ser armas eficaces para lo que yo veía ya como un verdadero complot contra mí; todos los que había conocido estaban implicados en esa conspiración, y su desprecio se había convertido en la piedra y el hierro de mi prisión.

Ahora, décadas más tarde, me doy cuenta de lo útil que resultó para mí creer en esa fantasía, ya que la ira mantuvo a raya la desesperación. Después de un par de meses, no obstante, el lento tedio del trabajo empezó a erosionar mi absurda fe en los enemigos ocultos que acechaban desde cada rincón de mi pasado y el bochorno hacía más dolorosa la soledad cada vez que respiraba. Tanto si me había traicionado como si no, esperaba que el jainista estuviera otra vez a salvo en su aldea. Eso no era ningún gesto de generosidad por mi parte; simplemente estaba convencido de que yo, en su lugar, habría hecho lo mismo.

Muchas veces durante los meses venideros, mientras me envolvía la oscuridad, me pareció volver a oírlo, contándome cosas sobre su hijo menor, Rama. Mediante una alquimia del cerebro que no sabría explicar, la esperanza y el valor de su voz venían a decirme que nuestros destinos jamás se separarían, no importaba lo que pudiera pasarme a partir de entonces. Una mañana, reuní el coraje necesario para preguntarle al Analfabeto qué le había pasado a mi antiguo compañero de celda.

– ¡Oh, lo enterraron hace meses! -respondió el guardia con insolencia, como si le extrañase que no lo supiera. Hizo un gesto con la mano emulando un corte a la altura del cuello y sonrió, pero ¿quién podía confiar en la palabra de un borracho que disfrutaba encerrando a la gente en jaulas?

La canción de Rama que canté para los aldeanos de Benali… Los recolectores de cocos desnudos, tostados por el sol, saludándonos a Sofía y a mí desde lo alto de las palmeras… Los labios de mamá esculpiendo mi nombre por última vez… Papá dándome el dreidel que había tallado para mí…

Estuve buscando entre miles de recuerdos, intentando comprender cómo podía estar allí cuando todo cuanto conocía estaba fuera, pero incluso la más simple de las ideas me resultaba inconcebible. Dentro y fuera, falsedad y verdad, compasión y crueldad: todo eran tintes que se habían mezclado en lugares ocultos de mi mente y que jamás volverían a separarse completamente otra vez.