A continuación me hizo jurar que no revelaría nada de lo que me había ocurrido bajo la jurisdicción del Santo Oficio. Caí de rodillas ante él otra vez y le rogué que me contara lo que me pasaría.
– Tendrás que esperar -respondió el cura con indiferencia.
El sábado siguiente, el sirviente indio que solía llevarse mi sábana una vez a la semana para lavarla no apareció. Justo después de las campanadas de vísperas de la catedral, las campanas siguieron tocando por segunda vez. Me preguntaba si se preparaba alguna ceremonia en especial.
Llevaba unas dos horas durmiendo cuando me despertó de repente el sonido de la puerta. El carcelero entró con decisión y me entregó unos ropajes oscuros y una lámpara de aceite de barro cocido. Me dijo que me vistiera deprisa, que volvería muy pronto a buscarme.
– Si voy a morir, por favor, dígamelo -supliqué-. Debo prepararme.
– No se me permite decir nada de lo que te espera.
Me puse la chaqueta de manga larga y los pantalones -ambos negros con rayas blancas- como si me estuviera vistiendo por última vez, temblando como un niño perdido. Todas las sensaciones de mi cuerpo parecían estar vivas e hipersensibles. Era como si el mundo entero, en el último momento, estuviera intentando contarme algo que debía aprender -como si me revelara su misterio más profundo- con la brisa que me daba en la cara, el aroma de la hierba mojada en el aire, el suave tacto de mis labios cuarteados que palpaba con las yemas de los dedos… Me dije a mí mismo que volvería con Dios, pero la verdad era que vivía en un mundo sin sentido ulterior. Sabía que moriría solo tras una vida demasiado breve. Me sentí engañado. Jamás llegaría a saber quién nos había traicionado a mi padre y a mí, jamás conseguiría vengarme. «Este viaje no ha tenido ni valor ni sentido», pensé sumido en la amargura.
Es evidente que los condenados pueden hacer gestos estúpidos y pueriles para evitar perder sus principios en el último minuto: después de haberle dado las gracias a Phanishwar por esos pocos días felices en prisión, levanté su estatua imaginaria de Parsva fingiendo que tenía a un niño en brazos: el niño que Tejal y yo habíamos concebido. Luego dediqué mis plegarias finales a un Dios en el que ya no creía.
Cuando volvió el carcelero, me escoltó hasta una cámara sombría, de techo bajo, donde docenas de prisioneros estaban alineados con la espalda contra la pared, inmóviles. Sin duda les asustaba incluso respirar hondo por miedo a que eso arruinara la débil esperanza que les quedaba de conseguir la libertad. La mayoría de ellos se miraban con desánimo los pies descalzos; algunos sollozaban mientras se tapaban la boca y los ojos con las manos. Había al menos dos prisioneros que se habían desmayado, habían quedado tendidos en el suelo y bebían el agua que les daban los curas. Busqué a Phanishwar, pero no lo encontré.
Ocupé mi lugar al final de todo. Intentaba que mis pasos no hicieran ruido, y de vez en cuando aparecía un desgraciado más. Había muchos hombres allí, y todos habían sufrido tanto como yo. Eso, no obstante, no me consoló. Me sentía lejos de ellos, exiliado hasta de mí mismo.
Cada prisionero recibió una antorcha encendida. Parecía adecuado que empezáramos a proyectar las sombras deformadas de nuestros rostros adustos en las paredes, como si la roca debiera saber y registrar lo que habíamos pasado. Miré fijamente mi llama, las fuerzas parecía que me abandonaban.
– Ayúdame, Dios mío -susurré mientras me secaba las lágrimas que me inundaban los ojos.
Los curas repartieron ropa para cada hombre. Como a la mayoría de los prisioneros, me obligaron a vestirme de amarillo, con una gran «X» pintada tanto en la parte de delante como en la de atrás; más tarde sabría que se trataba de la cruz de san Andrés, y que esos sambenitos se les ponían a todos aquellos que habían cometido una herejía o cualquier otro crimen contra la Iglesia. Había unos veinte hombres más, indios en su mayoría, a los que obligaron a llevar ropas grises en las que se representaban sus retratos en teas encendidas con diablos alados y de barba puntiaguda que escapaban volando de las llamas. Ésos eran los prisioneros que habían sido obligados a confesar crímenes de brujería. Si Phanishwar aún estuviera preso, debería haberse encontrado entre ellos. Pero no era así. Le recé a Parsva para que él y su hijo Rama volvieran a estar juntos.
Después, a siete de los hindúes, condenados por practicar la peor de las magias negras, les pusieron unos sombreros en forma de cono, pintados con llamas y diablos, y se les obligó a sentarse en el suelo. Los sirvientes nos trajeron pan caliente, higos secos, arroz y agua para beber. Yo sabía que no sería capaz de comer ni una migaja, pero el minúsculo cura que parecía estar al cargo de todo aquello me dijo que me pusiera al menos un mendrugo de pan en el bolsillo del pantalón, ya que la ceremonia duraría varias horas y seguro que tendría hambre cuando acabase.
– ¿Se me permitirá comer cuando todo esto acabe? -susurré.
– Sí, pero no te darán nada más hasta el desayuno -respondió.
El cura seguramente pensaría que mis lágrimas le agradecían tan amable consejo, pero la verdad es que respondían al hecho de que me había contado, sin proponérselo, que no me iban a quemar.
Las campanas de la catedral volvieron a sonar al alba y nos reunieron, uno por uno, en el gran salón, donde el secretario de la Inquisición nos asignó un escolta a cada uno para que nos acompañara al auto de fe. Seleccionaron para mí a un capitán de la flota portuguesa de Goa, un hombre llamado Jácome Morais. Era un individuo rotundo, con los carrillos caídos, que olía a aceite de oliva y a betún. Me dio la mano y, aunque intentó ocultarlo, vi que después se limpiaba la palma en la pernera del pantalón.
Morais me condujo hasta el aire cálido de la plaza, donde tenía lugar una procesión formada por una docena de frailes dominicos encabezados por una bandera que representaba a su fundador, Santo Domingo, con el lema «Piedad y Justicia». Delante de mí había un centenar de prisioneros, una docena de los cuales eran mujeres a las que mantenían separadas de los hombres. Las golondrinas de afiladas colas realizaban sus acrobacias en el cielo y gorjeaban con frenesí mientras una luz sorprendentemente púrpura empezaba a asomar por el este. A nuestro alrededor había una multitud. No olvidaré jamás a un pequeño que estaba sentado en los hombros de su padre, con un tocado de plumas, que me señalaba con gracia mientras su madre, tras él, sostenía en brazos a un bebé. Esperando ver a alguien conocido repasé todos los rostros, pero luego me di cuenta -y me sorprendí de lo nublada que tenía la mente por no haberlo pensado antes- de que habría sido peligroso que alguien de mi familia hubiera aparecido por allí.
Quizá mi tía y Wadi también se abstuvieron de ir porque les debía preocupar que los acusara, a uno de ellos o a los dos, de traición. Pero yo no habría montado esa escena, no tenía fuerzas para ello. Sólo sentía el temor y el deseo de acabar con todo aquello.
Pasamos más de una hora desfilando por las calles. Jamás había visto tanta gente y tan alterada. Los más impacientes se peleaban por poder observar mejor nuestra mísera estampa. Empezaron a sangrarme los pies, aunque intenté por todos los medios no cojear para no atraer más la atención de la gente.
Cuando llegamos a la iglesia de san Francisco, nos encontramos con la puerta principal engalanada con hojas de palmera. Entramos con la cabeza gacha y nos sentamos en los bancos, junto a nuestros escoltas. El aire húmedo estaba impregnado de un olor dulce que procedía del humo de los incensarios. La terrible solemnidad de la ocasión era como un yugo sobre mis hombros. Estoy seguro de que los otros prisioneros sentían lo mismo, ya que estábamos todos sentados deseando que se nos tragara la tierra. Había tronos con brocados dorados y verdes a ambos lados del altar central, que estaba cubierto con una tela negra y flanqueado por cuatro grandes candelabros de plata. Un cura joven entró con una cruz de tamaño natural por la puerta principal. Lo seguían tres hombres, uno de ellos un lisiado y dos más que tiraban de él, y una mujer de ojos saltones y el pelo rapado. Tras ellos había cinco figuras de madera, también a tamaño natural, pintadas con crudeza y sostenidas sobre mástiles: tres hombres y dos mujeres. Los porteadores indios llevaban sobre sus cabezas un número equivalente de arcones forrados de piel.