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Phanishwar avanzó a trompicones, pues lo empujaban dos soldados. No debía haber entendido nada de lo que le decían en portugués, y recibió la sentencia de muerte -que le leyeron con voz fría y despectiva- con una expresión de impasibilidad parecida al trance. Quizá todo su entrenamiento con Dharanendra lo había preparado para el momento de hacer frente al Ángel de la Muerte. Recé para que estuviera seguro junto a Parsva.

El soldado tocó el pecho de Phanishwar y de los otros prisioneros condenados, lo que significaba que no les quedaba ninguna esperanza, y los alguaciles de la corona portuguesa los hicieron salir por las puertas. El resto de los prisioneros salimos después de ellos en dirección al río, aún acompañados por nuestros escoltas y bajo una estricta vigilancia. En la orilla del río había nueve estacas clavadas en el suelo, cada una de ellas rodeada por un montón de troncos. Los aromas nocturnos de la India me recordaron que el bosque estaba cerca y la media luna parecía a punto de caer en las oscuras aguas.

Un verdugo que llevaba una capucha con agujeros para los ojos utilizó una cuerda gruesa para atar a cada prisionero e incluso a las efigies. Cuando le llegó el turno a Phanishwar, me atreví a hablar con el capitán otra vez.

– Por favor, pare todo esto -le supliqué.

– Es demasiado tarde -me dijo.

– Tengo que acercarme más.

Me cogió por el brazo.

– ¡No seas estúpido!

Me libré de él y me abrí paso a empujones entre la multitud hasta llegar a primera fila. El jainista estaba atado con las manos a la espalda, mirando hacia el cielo como si buscara en las constelaciones algo que hubiera perdido. Su trance se rompió y se retorcía con inquietud.

Dos de los hombres y la única mujer suplicaron -y así se les concedió- que se apiadasen de ellos y los mataran como a cristianos. Un verdugo encapuchado les rodeó el cuello con un collarín de hierro oxidado que luego estrechó con un torno. Agitaban piernas y brazos en busca de aire, y los ojos parecían a punto de salírseles de las órbitas, pero todo acabó en menos de un minuto para cada uno de ellos. Quedaban colgando inertes entre las ataduras como si hubiesen caído en una red.

La multitud ovacionaba el final de cada ejecución, pero los prisioneros nos mantuvimos en silencio.

Phanishwar y el cristiano tomasita se negaron a convertirse al catolicismo, por lo que se prendió fuego a sus troncos.

«Si estás presente en nuestro mundo, haz que todo esto pare», le recé al Señor, pero las llamas pronto llegaron a los pantalones de Phanishwar. Enseguida se vio envuelto por una nube de humo. Se puso a aullar angustiosamente, tirando de las cuerdas, con el rostro deformado. Entonces supo que estaba a punto de morir de forma agónica.

– ¡Parsva, ayúdame! -gritaba.

El terrible olor de la piel carbonizada empezaba a llegar hasta nosotros. Dos prisioneros que tenía frente a mí cayeron de rodillas, rezando en voz alta, pidiéndole misericordia a Jesucristo. Otros empezaron a vomitar.

– ¡Socorro! -volvió a gritar. Tensaba los brazos para intentar extenderlos hacia mí.

Levanté una mano por encima de mi cabeza y la cerré formando un puño, pero no había tiempo para pensar en lo que quería decirle. De un modo estúpido, quizá, grité:

– ¡No te traicioné jamás! Y veo lo que te están haciendo. -No podía soportar la idea de que abandonara este mundo creyendo que yo era un traidor.

Y de todos modos, ¿de qué podía servirle mi lealtad en esos momentos? ¿Cómo podía serle de ayuda a alguien en mi papel de testigo?

Debieron tratar su ropa con aceite; Phanishwar se encendió como una antorcha antes de que yo pudiera gritar nada más.

Me obligué a mirar cómo su rostro crepitaba y se ennegrecía, y sentí que la ruin destrucción de ese hombre bueno era la clave de ese mundo en el que yo había nacido.

Un ser humano se funde mucho más rápido de lo que parece. Y arde de forma salvaje. El hedor es insoportable. Así es como debe de oler el infierno.

No dije nada más hasta que se hubo convertido en un amasijo de carne y huesos carbonizados.

– No pueden matar a Parsva -susurré entonces, hablándole a mi propia desesperación.

Y añadí: «Si vuelves a nacer como asesino, ven a mí y te ayudaré».

Me negué a marcharme cuando llamaron a los prisioneros. Estaba sumido en el terror y la pena, y quería quedarme donde estaba a modo de protesta, pero mi escolta se me llevó a rastras tras abofetearme, tan fuerte que temí que me hubiera roto la mandíbula de nuevo. Él y dos hombres más me llevaron a mi celda, donde lloré hasta que caí en la clemente oscuridad del sueño. Al amanecer, cuando me desperté, todo me pareció un sueño hasta que recogí mi ropa del suelo y noté el olor del humo de la carne ennegrecida de Phanishwar.

Se añadieron dos años a mi sentencia por mi arrebato durante el auto de fe. El Gran Inquisidor me informó de ello personalmente tras un sermón furioso sobre mi escandaloso comportamiento. Luego su voz se suavizó.

– Ya he olvidado que hubiera un hechicero jainista entre nosotros, y tú deberías hacer lo mismo -me dijo-. Ahora piensa sólo en Jesucristo y en el sacrificio que Él hizo por ti.

Me dio un documento que describía mis obligaciones religiosas durante los seis años siguientes: confesarme una vez al mes, ir a misa cada domingo, cinco padrenuestros y cinco avemarías cada día y no relacionarme con herejes. Una vez más, me ordenó que no revelara a nadie nada de lo que había visto u oído durante el tiempo en el que fui prisionero del Santo Oficio. Haberlo desobedecido ha sido mi único triunfo en esta vida, me parece.

Mientras volvía penosamente a mi celda por última vez, el consejo del Gran Inquisidor sobre no olvidar el sacrificio de Jesucristo me devolvió la mente a la noche anterior y entonces me pareció entenderlo todo. Fue como un relámpago atravesando la oscuridad total para aclarar mi mente: esos curas ataron a Phanishwar a una estaca y le pegaron fuego porque no creían realmente que Jesús tuviera la fuerza de voluntad necesaria para dejarse matar por Sus creencias. Necesitaban ver a alguien que representara los últimos momentos de su Salvador para ellos, ver que un hombre es capaz de soportar una agonía así. Nos convirtieron en testigos de su espectáculo porque no podían admitir que cualquier otra persona podría tener una fe mayor que la suya. Tenían que matar a Jesucristo de nuevo cada año para llenar el vacío de sus almas.

14

Ahora que Sofía ya había confesado el amor que sentía por Wadi, se comportaba como si no hubiera marcha atrás. Aunque no se atrevía a enfrentarse a papá directamente por la oposición que mostraba a su matrimonio, lo criticaba incesantemente por sus más mínimos defectos. Una vez llegó incluso a acusarlo de avergonzarla porque un grupo de chicos andrajosos en Ramnath lo habían convencido para que se quitara las sandalias e intentara capturarlos en una partida de kabaddi que jugaron en un campo de garbanzos en barbecho detrás del mercado. Vi que mi padre se sintió herido mientras se limpiaba la arcilla roja de los pies, y tuve ganas de gritarle a mi hermana, pero él me miró de forma severa para decirme sin palabras que me quedara al margen.

Papá encajaba esas humillaciones con su bondad natural, diciéndole más de una vez que no creía que Dios llegara a juzgarlo de forma demasiado severa por obligar a una chica de quince años a esperar un año más antes de casarse. Más adelante, Sofía decidió dejar de desayunar con nosotros. Al cabo de cuatro mañanas de protesta, con la esperanza de conseguir una tregua, papá le llevó chapatti calientes a la habitación.

– ¿Cómo quieres que tenga hambre si soy una prisionera? -dijo ella.